En uno de los últimos viajes que hizo pensó
que había hallado los pilares del ser humano cuando, al cruzar una calle de la
ciudad, se topó con unos grafitis en la fachada de una vieja casona con
estrellas y soles en el frontispicio donde se podía leer, dando testimonio del
fulgor de su mirada, "si
te tragas todo lo que sientes, al final te ahogas".
Pasaban las semanas y los meses y continuaba
con la sana costumbre del proverbio latino, nulla dies sine línea, ningún día sin aprender algo,
observando lo que le rodeaba, hojeando la prensa, indagando en la lectura, y en
ésas andaba cuando vino a descubrir algo que le llamó poderosamente la
atención, "hagamos que
todos los días sean buenos para ti y para quienes están a tu lado", regresando a continuación a su
habitáculo, al parecer con las pilas cargadas dispuesto a comerse el mundo,
pugnando por llevar a la práctica aquello que había engullido en las fugaces
escapadas, ricas viandas y seductores caldos juntamente con las reconfortantes
sentencias y reflexiones que sin duda le arrojarían más luz en los titubeantes
latidos del vivir partiendo del axioma, vida
sólo hay una, y es para vivirla, zambulléndose en las aguas del carpe diem.
Y entretanto seguía rumiando, sin prisa pero
sin pausa, remembranzas, pensares o sigilosos posos, mientras el pecho estalla de risa,
no hay monstruo que le gane, o aquél que predice que de la risa nace el amor, toda
vez que nada pasa por casualidad, sino al conectarse con lo que vibra,
generando un mundo consistente y nuevo según las frecuencias.
Y no se daba nunca por satisfecho, escarbando
en las andanadas aforísticas, Ama,
llora y disfruta cada instante, porque no se sabe hasta cuándo estarás aquí, y
sin preocuparte en exceso del qué dirán, pues ni siquiera Dios ha caído bien a
todo el mundo.
La actitud lo es todo. Reír y reír sin motivo,
reír porque sí.
Aquel fin de semana, conforme viajaba como
otras veces, hizo un alto en el camino, sentándose a la vera de una fuente de
agua cristalina, y empezó a desmenuzar todo cuanto llevaba en la mochila,
quedando un tanto atolondrado con las frívolas máximas, dimes y diretes e
incoherencias que a cada paso cosechaba por los medios.
Sin ir más lejos, en la esquina de la calle
por donde transitaba aquella mañana vio escuálidos canes clamando al cielo,
muertos de hambre, que en un tiempo fueron decoro y paño de lágrimas de sus
dueños, y acicate para enfrentarse a las adversidades de cacería o amigos de lo
ajeno, no perdiendo con su ayuda el tren de la vida, amistad (el mejor amigo),
convivencia o bienestar, habiendo sido fulminados con la celeridad del rayo.
Al cabo de un tiempo, según caminaba por los
vericuetos de la vida, le empezaron a caer las mayores desventuras. Su fortuna
se desmoronaba como castillo de naipes empujada de súbito por un crujido
bursátil cebándose con él.
Era algo inenarrable, de espanto lo que le
ocurría. En el viaje que hizo a Venecia el tren en el que viajaba descarriló
con tan mala fortuna que perdió a su pareja, salvándose el retoño de siete
añitos de puro milagro.
Años después, cuando cumplió el rey de la casa
las ocho primaveras, tuvo el gusto de regalarle un safari por Tanzania para que
viese vivos y en su salsa a los animales de la selva, pero como las desgracias
no vienen solas, en el transcurso de la visita le secuestraron al hijo unos
desalmados por la fiebre del dinero, pidiendo un elevada suma por el rescate, y
apareció el cadáver flotando por las negras aguas de un fétido riachuelo cuando
ya había reunido el importe exigido.
En no pocas calendas, se desayunaba Lucio con
irritantes informaciones sobre desamparados lloros de criaturitas arrojadas a
un contenedor apenas abrir los ojos, recibiendo un corte al amanecer.
Y no quedaban ahí las decepciones, pues raro
era el día que no aparecían hasta en la sopa noticias de embarcaciones a la
deriva denominadas pateras,
así llamadas probablemente por el uso en un principio para cazar patos,
utilizándolas ahora los emigrantes para huir de la miseria pateando continentes
en busca de una vida más próspera, lo que ha dado pié a que se las considere
como algo exclusivo de ellos.
Por otro lado, no podía digerir Lucio el
relato de las legiones de hipotecados viviendo en vilo, que no les llegaba la
camisa al cuello, no sabiendo cuándo es día de descanso ni cuándo las noches
son, o si inmolarse como un Cristo o pegarse un tiro y acabar de una vez,
acallando las voces que le asediaban noche y día tachándolo de explotador,
irresponsable o hijo de nadie y no de algo, como en otros tiempos, los
quijotescos hidalgos.
Lucio, anhelaba más luz, y algo dulce en que
entretenerse y chupar como la cañadú, o quizá un faro que le iluminara y
aconsejase, o una tierna voz que lo envolviera con sus cálidas cadencias
rescatándolo de la fría intemperie, dando sentido a las vibraciones
existenciales.
Un loco ajetreo de idas y venidas le había
provocado la pérdida de la paciencia y la compostura, y llamaba como un
desvalido a la puerta de las conciencias, de la cordura, del sentido común
lleno de rabia, cuando los ERES de las empresas les volvían la espalda a los
trabajadores, abandonándolos a la buena de Dios, o cuando las embarcaciones
huérfanas de alimento y cariño pateaban arenas movedizas trasportando almas en
pena, desnudas al crespúsculo, oliendo a muerto en las travesías.
Y no pudo superar Lucio tantos ardides, metralla
y ruindades en sus cúpulas sensoriales, y le fue sacando de quicio y secando
paulatinamente la savia de las venas, de los remos y los proyectos del árbol de
la vida como al olmo seco de Machado.
Y sin más rodeos, elaboró un plan para acabar
con su vida, tirándose desde lo más alto que columbrase en el horizonte, pero
lo pospuso buscando una salida más digna pese a que todas las puertas se le
cerraban, y en vista de ello tomó la determinación de llamar la atención,
entrando de incógnito en paños menores (porque su figura era harto famosa en
los medios por haber sido embajador en la ONU y en la Santa Sede) en hoteles de
siete estrellas por la puerta de atrás, o disfrazarse de felino o erótico simio
o representar a veces las danzas medievales de la muerte en plena calle, siendo
el hazmerreír de la muchedumbre.
Por las mañanas se disfrazaba a lo halloween,
yendo de esa guisa al mercado central de la ciudad sin sentido del ridículo, y
hacía sus necesidades en la verdura implorando la justicia de los dioses,
pidiendo que llegasen las célebres plagas de Egipto o el diluvio universal,
profiriendo a los cuatro vientos que la verdura social se exhibía en los
puestos de venta mezclada con las ignominias, las insidias y la doblez humana,
no percatándose la gente de ello.
El deterioro personal de Lucio le fue dejando
en evidencia, dilapidando su reputación de equilibrado, de estrella
profesional, deshilachándose las coyunturas de su figura, aunque controlaba los
impulsos carnales, los homicidios o las venganzas del pez gordo que
pisoteaba la ley apontocado en la tiranía y la usura, llevado en volandas por
la locura de los débiles.
Al cabo de unos días, se difundió por la
comarca la noticia de una persona perturbada y peligrosa que circulaba por las
calles de la ciudad, y con las mismas acudió la policía fuertemente armada
acordonando la zona para capturar a Lucio, que campaba a sus anchas por
aquellas avenidas haciendo de las suyas, cortes de tráfico, explosión de bombas
caseras o reivindicaciones de todo tipo en pro de los menesterosos, que dan su
vida sin lograr ninguna redención, apostillaba.
Y jaleaban por la ciudad a bombo y platillo
los chiquillos, ajenos a los desengaños de Lucio, chillando a grito pelado en
un coro infantil, que viene el
looooco, que viene, cerrad rápido puertas y ventanas antes de que sea
tarde, y el lunático, con la cabeza bien alta y encendidas las luces de la
razón, blandía la espada de la desilusión, llorando de rabia e impotencia,
clamando al cielo auxilio y esperanzadores propósitos por una nueva primavera
preñada de luz, sin terremotos humanos ni envenenados temporales con recortes
de muerte que a nada conducen si no es a la soledad del cementerio.
El fulgor de su mirada rechinaba con furia a
través de los tambores de las conciencias en lontananza.
El perturbado lidiaba toros desquiciados en las
plazas, y mantenía idilios con los más ingenuos, mondándose de risa por
conseguir que el pueblo recibiese del estado lo que necesitaba, un sustento
cuerdo, digno, de libre albedrío.
Y en esas ofuscaciones y desconciertos andaba
Lucio, cuando de pronto fue a retirar a un muchacho tirado en mitad de la
calle, y vino un coche y se lo llevó por delante, pasando a mejor vida.
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