En la infancia jugaba Eugenio con otros niños a los juegos de entonces: salto de pídola, peonza, escondite, canicas, aro, gallina ciega, zancos, las cuatro esquinas o lanzamiento de chinarros con tirachinas a todo bicho viviente, perro, gato, a rivales o ufano gorrión en tentador festín.
En la posguerra sus padres cruzaron el charco como
otras tantas familias en pos de una vida mejor, con idea de hacer las Américas siendo
él aún un niño. Al crecer y hacerse un hombre, con su amor propio y al trabajo
y el buen olfato mercantil puso una pica en Flandes logrando que los hados le fuesen
favorables, llegando a convertirse en un afamado acaudalado, pasando a engrosar
el árbol genealógico de los denominados indianos.
Eugenio evocaba con no
poca morriña su infancia en el pueblito gallego que le vio nacer, y el musgo
que traía con su padre para el belén familiar, así como los rebeldes caracoles
y suculentas setas del bosque, si bien sus frutos preferidos eran las castañas
y nueces.
A su abuela la tenía
en un altar, siendo a quien más admiraba y quería por su ternura y entrega
estando siempre dispuesta para ayudar a los demás, y luchaba día y noche por ver
a su familia feliz y contenta.
Yo, -decía ella a
sus años-, si por mí fuese hubiera emigrado muchísimo antes a América para salir
del pozo de la pobreza, levantando el vuelo adonde fuese menester, arrimando el hombro como el que más.
A pesar de las adversidades
y conjuras contra su persona, Eugenio se llenó de gloria. Después de haber emigrado
con una mano delante y otra detrás, en cuanto pudo se lanzó con todas sus
fuerzas en busca de un mundo mejor, a fin de conseguir tiernos trinos que le amenizasen
las alboradas en días de crudo invierno.
Al cabo del tiempo
su hoja de servicios lo catapultó al rango de egregio indiano, y llegó a amasar
una formidable fortuna hablando en plata, logrando las más prósperas rentas de la
comarca, siendo la envidia del resto de residentes viviendo a todo confort, no
faltándole capricho alguno por costoso que fuese, disponiendo de avión privado,
barco y toda una colección de vehículos de alta gama, así como la protección de
cuerpo de escoltas.
Así de esplendorosos y ubérrimos transcurrían
sus días nadando en la abundancia, picoteando en todos los charcos, y mira por
dónde de la noche a la mañana se derrumba su vida como un castillo de naipes.
Sus pilares económicos
y emotivos gozaban hasta la fecha de una salud de hierro, así como el termómetro
de amistades que sostenían su esqueleto financiero y anímico junto con
Margarita, su fiel pareja, a la que adoraba.
Durante un tiempo echaba
de menos el cultivo de otras parcelas como la cultura, por lo que se dedicó generosamente
en sus horas libres a participar en actividades de ocio en las que
entretenerse. Fue un auténtico mecenas
del arte, y no conforme con eso se convirtió en un avezado rapsoda recitando poemas
en academias, cenáculos y paraninfos universitarios por todo el continente
americano, iniciando sus labores líricas por el Modernismo con Rubén Darío a la cabeza, declamando
poemas tales como “La princesa está
triste, qué tendrá la princesa, los suspiros se escapan de su boca de fresa”… o
“Margarita, está linda la mar, y el viento lleva esencia sutil de azahar, yo
siento en el alma una alondra cantar, tu acento. Margarita, te voy a contar un
cuento”…, y lo hacía con tal maestría y sencillez que dejaba extasiado al
auditorio, rodándole lágrimas de emoción por la mejilla y los espesos mostachos
acrecentando más si cabe su entusiasmo y olor de multitud.
No obstante no
descuidaba los negocios, pues andaba embebido en los tejemanejes e inversiones de
tentadoras y golosas rentas desafiando al fisco y al más pintado, ajeno a las lenguas
de doble filo o comidillas de gente de su círculo más cercano.
Vivía el indiano en
un vetusto castillo medieval, más castillo que palacete, con esperanzas de
construirse al regresar a su tierra querida una vivienda moderna a su gusto, a
ser posible en un terreno de copiosa y
verde arboleda. El castillo estaba bien pertrechado con guardia personal y una jauría
de rottweiler de siniestros ojos capaces de descuartizar a cualquiera.
No cabe duda de que las
personas son limitadas, no estando todo a su alcance, y no hay que dormirse en
los laureles pues las cosas no vienen solas, ni es posible tampoco prever todo
lo futurible, acontecimientos, fuertes temblores de tierras o desquiciados avatares,
por lo que un día de rebosante primavera, cuando los prados ríen y se oyen a
rabiar las alboradas en lontananza Margarita, un tanto pensativa, se asomó a la
ventana de su jaula de oro en la que vivía, y tras verificar que no había moros
en la costa se lió la manta a la cabeza y se echó a la calle con lo puesto
caminando descalza por la mullida y húmeda tierra llevando unas chanclas en las
manos, dejando tras sí las huellas en la tierra que hollaba.
El día de autos Eugenio,
el último rentista, no se sentía bien respirando con dificultad al tener la
tensión por las nubes y fuerte jaqueca y migrañas, tales coyunturas no eran muy
diferentes de las rocambolescas resacas que le aquejaban tras las bacanales y
orgías a las que concurría.
Al despertarse al día
siguiente fue abriendo los ojos poco a poco muy alterado no pudiendo
controlarse, y empezó a dar bufidos y fuertes patadas en la pared exclamando
¡ay mísero de mí!, exhalando espumarajos por la boca semejantes a los
estertores de la muerte, nada que ver con los saltarines y alegres rebuznos del
rucio de Sancho Panza por las anchas tierras manchegas.
No eran de extrañar
en la vida de Eugenio tales martingalas o enredos, se diría que formaban parte
del ritual con el que solía dar instrucciones a los sirvientes, siendo así
mismo una señal de alerta de que continuaba vivo, y que cada cual cumpliera con
su cometido.
Transcurrido un
tiempo prudencial entre la víspera de los aconteceres y otras cosas no contadas,
y advirtiendo que Margarita, su amada esposa, que dormía en la habitación
contigua no aparecía, sospechó lo peor, su fuga, y empezó a llamarla fuera de
sí por todo el entorno del castillo y árboles frutales que poblaban el terreno con
la cara toda descompuesta arrojando por los aires todo cuanto caía en sus manos
interrogándose amargamente por su paradero.
No sabía que Margarita
había emprendido muy de mañana un veloz vuelo rumbo a lo desconocido encaminando
sus pasos por ignotos derroteros, debido a que sus sueños se hallaban hechos
añicos y a años luz de la suntuosa vida muelle que llevaba, encontrándose interiormente
vacía.
Al cabo de un tiempo
Eugenio no la daba por perdida, y con no poca sutileza y parsimonia removió
Roma con Santiago para descubrir algún vestigio, mas ella, como ya indica su
nombre, toda circunspecta y firme en sus planes, fue deshojando la homónima
flor preguntando si iba a Buenos Aires, Roma o París, si, no, si,… y finalmente
se inclinó por los bosques de la vida con un amigo de la infancia, recordando
los días azules en que asistían a la escuela vislumbrando en él su espejo, el paradisíaco
jardín de su existencia, cayendo el honorable indiano en las más decrépitas
cloacas vitales sin que el embrujo del peculio, cheques en blanco y palaciegas damas
que besaba y abrazaba en voluptuosas y galantes fiestas con sus tocados y
vestidos y fuegos encendidos de amor le aliviasen tan deprimente y lacerado estado.
Ya lo dice el proverbio
castellano, no es oro todo lo que reluce…
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