miércoles, 28 de enero de 2009

Dificultad


La dificultad se hizo carne, carne de cañón y habitó en la estancia, infiltrándose en los entresijos de la computer con aviesos propósitos, en la acepción estricta del término, -que no pocos pondrán en tela de juicio-, a sabiendas del perjuicio que tejía sembrando la pantalla de puntitos negros e indolentes liliputienses, un batallón de monigotes haciendo de las suyas, con la opción de borrar y escribir, escribir y borrar, y volver a empezar, aplastando bichitos -cual bombero apaga fuegos- a diestro y siniestro en la página creada de Microsoft Word, y mientras tanto los gusanitos, revolviéndose desafiantes, batallaban con renovado ímpetu sacando pecho. No acabó ahí el estremecimiento, quizá por contagio los contratiempos, henchidos de envidia, se subieron a las barbas.

“Piluca, sí, te he querido como nunca quise a nadie”, decía el escrito colocado encima de la mesita de noche; y al final la refulgente rúbrica de la pareja. Sigue sin esclarecerse el secreto de la fuga.
Piluca no consideró oportuno en tales momentos telefonear a la policía. Estaba fuera de dudas la autoría. La boca se le llenó de denuestos violentos. Enmudeció, perdiendo la noción de tiempo. Se bloqueó. El affaire tenía el morbo de la incertidumbre, aunque a primera vista pareciera poco creíble, una pesadilla o broma de mal gusto, pues no encajaba en los parámetros de las buenas relaciones que mantenían.
Con el sinnúmero de cuidados y frescas flores con que la había agasajado. Por qué ocurrirían estas cosas, se cuestionaba exhausta. A qué obedecía la huida con lo bien que iba todo. Evocaba instantáneas de recientes escenas, detalles puntuales que lo sustentaban, aunque parecieran poco consistentes, llevar barba para contentarla, una pura sandez si se quiere, sólo porque a ella le chiflaba la pelambre en la cabeza o en el rostro, y reforzaba la admiración que sentía por la de su abuelo, blanca como la hostia, y que la besaba con devoción de santo, un fray leopoldo, cada vez que se cruzaba con la foto guardada en una especie de altarillo levantado a su memoria en el salón de la casa.
Ponía las expectativas de la pareja por los cuernos de la luna en todo tiempo y lugar, apostando por su perfecto funcionamiento, sin fisuras, con sólidos argumentos, el acendrado amor, la fortaleza de vínculos, o los aires gentiles de su pareja. De forma que él aceptó el antojo de Piluca por el estado de buena esperanza en que se encontraba, como un reto muy a pesar suyo, cayendo en manos de incomodidades y raras alergias o habladurías, que se extendieron por el cuerpo y el vecindario; la piel ofrecía un color exótico durante el ajetreo diario, ora en el bar degustando con compañeros y amigos el aperitivo, ora cumpliendo con la familia o amistades de Piluca; se había ido de ligero instalándose en la cuerda floja, expuesto al picoteo de los buitres, el escarnio, o desabridos comentarios; llegando incluso a sentirse discriminado en su propio entorno.
Mis amigos me despedazarán por la espalda cual horrendas alimañas, musitaba montando en cólera, y urdirán interminables memeces, burdas disquisiciones, no se lava, no se la cuida, no le va, le envejece, se ha convertido en un misántropo desde que la lleva; o no hace juego con el físico, o muestra un cariz de jipi rancio, u otras zarandajas, que paulatinamente fueron coadyuvando a la construcción de un lúgubre y duro muro en lo más íntimo de la pareja.
Eso sí, solía privarse del mejor bocado, desviviéndose por ella. Respiraba arrebujado por las branquias afectivas de Piluca, que, aunque le hacía favores y un trato aceptable, sin embargo, cuando arreciaba la tramontana tras la cabellera pirenaica de la testarudez, desprendía repentinas sacudidas de alta tensión, algo desquiciadas o casquivanas, acaso cosa de los genes, con embates a cara de perro, dispersos entre actos obsesivos de los ancestros; aunque, observándolo de cerca, cualquiera podría extralimitarse enajenadamente, y endosar las dificultades o adversidades al mismísimo demonio, o a la persona más cercana, siguiendo el juego, por una carambola.
Algunas actitudes de Piluca remaban a su favor, y apenas le herían, no siendo en el fondo responsable de ciertas patrañas; pero ¿cómo se traduce la triste figura del semblante, áspero y execrable a veces? Cuando a ella se le atragantaba alguien, silbaba y vociferaba como el tren al aproximarse a la zona urbana, descargando toda la furia contenida, como si reivindicase los derechos de las mujeres maltratadas del mundo entero, y regalaba, como el que no hace la cosa, bofetones en carne viva, cual tarjetas de visita; en ocasiones llevaban en el pico visos de supina incongruencia, y persistía en la palestra, emulando a gladiadores enfrentados a las fieras, peleas de gallos o perros salvajes en apuestas a vida a muerte.
Al tomar el cuenco de las ternezas, sin querer, se derretían por el camino al forzar la máquina y estirar el morro como el chicle, subvirtiendo como por arte de magia las escenas más triviales o ardientes de la pareja en un turbulento puzzle a todas luces irrealizable; siempre faltaba la pieza clave, la del aplauso final, yéndose todo por la borda; el esfuerzo realizado no llegaba nunca a saciar las expectativas creadas en los círculos íntimos.
Al crepúsculo Piluca, sintiéndose un pedazo de madre, se acurrucaba como dios le daba a entender en un rincón de la casa y pasaba las horas muertas brezando con nanas al bebé en ciernes, flotando todavía en su vientre, y dormitaba satisfecha y muy feliz; incluso había días que lo columpiaba, y departía amigablemente con él en sueños, cortejado por un coro de ángeles que cantaban y revoloteaban en derredor.
Cosía y cantaba. Bordaba alegremente la ropita del bebé, como buena hormiguita, así como varios juegos de prendas multicolores que aprendió de la tía soltera, que la llenaban de vida. Allí, en realidad, todos se hallaban en la antesala del feliz acontecimiento, el alumbramiento del nuevo retoño, que haría crecer el árbol familiar.
Y de repente todo se derrumbó. Piluca se veía cenando sola, perdida en la vorágine nocturna, abandonada y triturada por los aconteceres. La alborada se marchitó bruscamente. Su horizonte se despintó. Un irritante picor la abrasó de la cabeza a los pies. Abortó.
La mente se nubló, bogando por un mar de tinieblas. Las dulces tardes de ricas esperanzas, el deseado embarazo, en que había depositado ilusiones y proyectos, naufragaron estrepitosamente. Se volvía loca trajinando de aquí para allá, removiendo roma con santiago, buscando respuestas a tan angustiada situación.
Piluca precisaba pasar página, enterrar los fétidos flecos que la flagelaban. El embarazo que esperaba, después de tantos sacrificios, curas y mimos ginecológicos, hubiera sido su salvación, pero no fue así. Los días que siguieron a la marcha de la pareja le trastornaron en exceso; una cadena de infortunios, vómitos y estados depresivos acabaron con la vida del feto.

El cuarto que había reservado al bebé aparecía atestado de tiovivos, sonajas, baberos, pañales, biberones, junto con los bálsamos regalo de su mejor amiga, así como el folleto con las instrucciones del pediatra, amigo de la familia de toda la vida, para el integral desarrollo de la criatura.
Él se planteaba al principio pedir la baja en la empresa donde trabajaba, con intención de colaborar en los preparativos del advenimiento, y no le faltase al niño el más mínimo detalle. Quería, como buen padre, que fuera el rey de la casa, que trotara a sus anchas por todas las habitaciones, y disfrutar de él plenamente, y no ocurriera como en sus tiempos cuando él vino al mundo, que, por las penurias de la época, no gozó de juguetes, chuches o de una simple mascota.
En días de cerrada niebla le afloraba por las sienes negros y ásperos suspiros no superados desde la infancia, en que un hermano suyo nació sin vida; tan aciago percance acaso reverdeció en él, precipitando la súbita espantada.

La primavera no había ornado aún de aromas y flores su ventana. Una penosa letanía latía en los terrenos de la memoria, expeliendo lágrimas punzantes que saltaban por los aires.
Piluca necesitaba izar sin más demora su bandera, la enseña morena de su coraje, peinarse con el enorme moño de siempre, si no quería precipitarse en el abismo, y ser devorada por el fango de la vida. La desidia no era buena consejera y acrecentaría los escollos, acumulando carretas de metralla y dificultades listos para estallar, sin poder moverse, atrapada en un juego sucio, engordando el conflicto, obligándole a tragar de por vida en un letargo invernal.
A Piluca le urgía resolver la situación cuanto antes, dar un paso al frente, mostrando al mundo los encantos que atesoraba.
Tras la separación, se fue a vivir a Londres para aliviar los sinsabores. Intentó desvincularse de las secuelas, cicatrizar las llagas.
Poco a poco se fue aclimatando a los usos y costumbres del nuevo país. Allí procuraba reciclarse. Como iba con la lección aprendida, no quería errar al dar los nuevos pasos.
Se conformaba con poco, un porvenir más halagüeño, y disfrutar como uno más del festín de la vida, que últimamente le habían sido esquivos.
Así que un buen día se echó a la calle, y según iba paseando por las inmediaciones del Thámesis, el amigo perdió el equilibrio y cayó de bruces al río, sin que ella pudiera evitarlo, y sigilosa, guardando la compostura, continuó por la acera sin volver la vista atrás, por si le asaltaba un contratiempo, y lo esperó al cabo de la calle. Quiso estar a salvo de sorpresas y no resucitar célebres leyendas del pasado remoto o reciente.

Los amigos no daban crédito a lo que veían. No era la Piluca que todos conocían. Se soltó el pelo. Cuando ligaba, solía ir ligera de ropa, y utilizaba unas estratagemas de camuflaje, hacerse la borracha, sólo fingía, y de esa forma manejaba a placer los hilos de la trama.
Cuando avanzaba la noche y los aires se enrarecían en la oscuridad del botellón, y se agotaban las reservas de los participantes al festín ella, como una diosa, u otra eurídice cualquiera, mordida por la serpiente de los disfraces, atisbos de doble personalidad, se lanzaba al carnaval nocturno y se tatuaba y bailaba y bailaba sin parar hasta que tumbaba al orfeo de turno, como si quisiera desquitarse de la triste treta que le endilgó su pareja, y, si no auspiciaba algo más alentador, enviarlo en una botella con todos los enseres y parafernalia etílica al averno eterno.

2 comentarios:

Miguel dijo...

Sigue así Pepe, con esa escritura desbordante como un torbellino. A todos nos encanta escucharte cuando te levantas a recitar tu relato todos los miércoles como el gran maestro que eres. Un abrazo.

Franjamares dijo...

Me sumo también a eso. Y añado que luego, al leerlos despacio, como hay que leer las cosas importantes, descubres la letra pequeña de tus relatos, que en este caso, por ser letra pequeña de las artes de la escritura, nunca te engaña con mala saña ni por interés espureo, sino por el furtivo amor a esto de los cuentos, que es lo tuyo y también lo nuestro.
Un abrazo.