Su biografía, antojos y aficiones no se podía confirmar que fuesen para él órdenes ni mucho menos; todo ello, como se dice popularmente, expresado en dos palabras, o la máxima, lo bueno si breve dos veces bueno. A buen seguro que de semejante talante no se atrevería jamás a jactarse por muchas vueltas que diese el mundo.
Evaristo era todo un charlatán de feria; empezaba a tirar del hilo sin llegar nunca a la última chochona que le quedaba por vender, por mucho coraje que le echara para cerrar el acaecimiento. Cuando se encontraba fuera del trabajo le ocurría otro tanto de lo mismo, de modo que pegaba la hebra en cualquier parte con cualquiera que se le atravesara en el camino. Tanto es así que en multitud de ocasiones le hubiese dado tiempo de vaciar el mar con una caracola, o el sol se habría puesto y aún seguiría charlando en el mismo sitio con la misma música e idéntica persona cuadrando el círculo.
Mas la madre naturaleza le había dispensado otras facultades, las cuales llevaba a la práctica en los ratos de ocio, acometiendo la complicada tarea de de plasmar relatos en el papel. Se entregaba a ella con el máximo ahínco, escribiendo atropelladamente, sin tomarse ni un respiro. La cosa se le complicaba cuando le coincidía el punto álgido de la inspiración con la necesidad de ir a cambiar el agua de las aceitunas, había que verle el rostro, escuchar las chirigotas y pareados que rimaba con rayos encendidos.
Tan arraigada tenía la devoción a esta actividad que en un breve espacio de tiempo, unos veranos no más, ya había publicado un montón de novelas y cuentos increíblemente voluminosos, que se podría denominar con el epíteto de interminables –en el fondo y la forma- por la vastedad de sus tramas y la profundidad controvertida de los submundos que emergían o el atrevimiento de sus turbiedades.
En la construcción de las historias es posible conjeturar que plagiaba la estructura interna de los renombrados cuentos de Las mil y una noches, siguiendo los pasos de forma que casi nunca se vislumbraba un nítido desenlace en el tenebroso túnel de la narración; cosa lógica, por otra parte, se mire por donde se mire pues ya lo dice el refrán, de tal padre tal…, aunque el libro lo presentase siempre finiquitado, con pastas, título y las páginas guardas por imperiosa necesidad, y aquí hemos topado con la enigmática¡? realidad, el tener que transportarlo de un lugar a otro al retirarlo de la imprenta, bien a una biblioteca o a otro escenario, de lo contrario no hubiese podido presumir jamás de haber publicado absolutamente nada en vida y menos aún pretender ser el número uno, suspirando por figurar en el libro de los records.
Por otro lado, mirándolo desde el punto de vista físico, quién iba a disponer de las agallas necesarias para transportar tales mamotretos, aunque se pueda alegar (y no les falte razón a sus mentores) que todo es posible en este mundo menos ningunear a la muerte, utilizando una grúa adaptada para tal cometido, pero no cabe duda de que mucho más latoso sería para el posible lector sostenerlo entre las manos y pasar página, aunque se aduzca que en cualquier caso podría vencer la horrible pesadilla con un elevado atril hecho a su medida y volumen, pero las dimensiones tal vez llegasen tam alto que se podía convertir en otra torre de babel, de un total desconcierto, no disponiendo de los suficientes recursos para introducirlo a ras de tierra por las descomunales puertas de la gran mansión que necesitaría –sobre todo-, o que una vez dentro rozara con la techumbre con tan abominable descalabro que se viniese abajo el cielo de la casa sepultando al extasiado lector yendo a morir en el intento.
Por consiguiente Evaristo, a fin de no hocicarse en el fango y salir airoso del desafío al que se enfrentaba día y noche, comenzó a revisar sucintamente todos los manuscritos, los cuadernos de viaje, las minúsculas servilletas con puntuales apuntes de los bares por donde había transitado, y eliminó de un plumazo todas las historias que consideraba superfluas de odios, filias, naufragios, fugas y a continuación, cogiendo el toro por los cuernos, quiso concluir escrupulosamente la labor, los parágrafos que retozaban por cada capítulo utilizando un afilado bisturí.
Y finalmente se dijo a sí mismo apretando con furia los dientes: todas las entreveradas trapisondas, zalagardas y enredos que reverberan en mis obras y que han ido deslizándose veloces por desnivelados meandros o bordados laberintos los expurgaré debidamente expresándolo lo que se dice en dos palabras, “amaron y fenecieron”.
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