(o para buenas cosechas, más vale sembrar -cuidar uno de su jardín, como decía Voltaire- que pisar arriates ajenos)
Ya de pequeño Rosendo se rompía los sesos por alimentar alguna pesquisa de algo quedándose extenuado hasta el punto de acabar rodando por los suelos envuelto en una red invisible que lo envolvía de pies a cabeza como tela de araña, e incluso se pegaba duros calabacinazos contra los húmedos muros de cualquier huerta intentando horadarla para extraer las esencias de pensamiento, recortes de ideas que por todos los medios luchaba porque le afloraran, o se restregaba con ímpetu las sienes contra las mismísimas paredes de las calles más cuidadas y céntricas de la ciudad deshojando la margarita, dilucidando a trancas y barrancas cómo conseguir totalmente abstraído el porqué de las cosas por sus últimas causas, la salida y puesta de sol, la llegada de la estaciones, el frío o el calor, las radiantes alboradas, el voraz ascenso del humo en un incendio, todo cuanto le circundaba o le caía como agua de lluvia sobre el paraguas de su cabellera.
Era algo innato en él. No podía remediarlo. En los albores de su existencia, cuando aún no había oído ni por asomo hablar del silogismo, de la argumentación filosófica, por ejemplo, el pienso luego existo cartesiano, ni de los interrogantes de Avicena o de Agustín de Hipona, algo incomprensible y chocante a su temprana edad, dado que aparentaba comportarse como un extraño ser buscando la sustancia de la vida y soslayando el accidente, metiéndose en camisa de once varas, donde nadie lo llamaba, y sin embargo se plantaba ante los mayores enigmas con las manos llenas de pensamientos atropellados, achuchándose unos a otros cuestionándose constantemente el quid de cuestiones inverosímiles, como las entrañas de todos los maremotos o convulsiones de las cosas o de las personas a la hora de acabar con la vida de los demás, y sin apenas darse cuenta se enredaba en un torbellino de pensamientos y más pensamientos sumamente fugaces desde luego, hasta el punto que se quedaba en ayunas a la postre porque ninguno de ellos cuajaba en blancos copitos de dulce nieve noética, ni llegaba a formarse una estructura moldeable dentro de su inmensa mente y poder acariciarlos tiernamente en su seno compartiendo con ellos algún almuerzo en alguna parte, en una sensual pradera o acaso en una agradable velada con amigos parlamentando acerca de las nuevas corrientes filosóficas que invaden los círculos pensantes y sustraer esencias del corazón de las cosas, que aunque no destilasen las gotitas suficientes para impregnar el ambiente aromatizaran en cierto modo sus pasos y al menos poblasen de bellos pensamientos el universo. Mas nada de eso sucedía.
El pensamiento se le escapaba por los cerros limítrofes sin que pudiera hacer nada por impedirlo. Era un martirio tantálico bastante insoportable, sobre todo para él al no poder retener ni un instante algún pensamiento. Le ocurrían cosas raras a ratos y sin explicación aparente. No se sabe cómo se las arreglaba para que según arribaban los incipientes esbozos cognitivos o algo tautológico a su cerebro con las mismas se perdieran en el espacio infinito del cosmos entrando en cólera, pues se enfadaba y pateaba cual niño caprichoso pero no había caña de pescar con la que engancharlo unos segundos, así que siempre, como sufrida Penélope, estaba fabricando ideas a mil por segundo y las mismas que volaban vaya usted a saber hacia dónde.
Estuvo frecuentando siquiatras, sicólogos, chamanes, gurús pero no lograron nunca ningún progreso en tal descubrimiento.
Un día se fue a pasear por la campiña y se iba quedando asombrado del misterio y la belleza de las flores, de las matas que crecían en los valles, de los insectos que pululaban por los distintos parajes que pueblan y engalanan la naturaleza de múltiples colores, pero percibió asimismo que todos lo elaboraban para una fugaz y breve estancia de su existencia.
Rosendo seguía pensando muy a su pesar, pero no se concentraba en ningún pensamiento cuando al cabo de un lapso de tiempo fue advertido por un viajero que se le cruzó por el camino que iba pisando los propios pensamientos que generaba lo mismo que las plantas que había sembradas, así que aquel hombre le indicó que no pisara esos pensamientos que despuntaban en mitad del campo, allí cerquita en la misma pradera.
Rosendo, avergonzado y sin dar crédito a lo que estaba oyendo, se quedó de piedra, meditabundo diciéndose para sus adentros, qué mentecato soy, pero qué me querrá decir este hombre con tal advertencia, que sea prudente y no pise los pensamientos, cuando los míos, los que yo cultivo, salen disparados como balas, y no me da tiempo a ver el color de sus alas y mucho menos poder pisotearlos o atraparlos, pues ya me gustaría machacarlos por desagradecidos antes de que se esfumen y me dejen tirado en plena ebullición.
El bueno de Rosendo se rascaba la cabeza encorajinado, se metía las manos en los bolsillos buscando algo, andaba nervioso, escarbaba en el suelo, debajo de las piedras de donde saltaba alguna que otra lagartija, y no comprendía aquello que le había espetado el transeúnte que, por favor, tuviese cuidado al caminar y no hollara los pensamientos color violeta que había plantados en la ladera del monte.
Finalmente Rosendo, después de hurgar sutilmente en la herida, estableció un plan de guerra a fin de ahogar los brotes de adversidad que hervían en su existencia, yéndose a un frondoso vivero para adquirir semillas de tal especie y sembrarlas en una jardinera en su balcón con la inscripción, “mientras piense en los pensamientos sus raíces frustrarán su eterna ley de fuga”.
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