Le daba la impresión de que tenía mucho sueño para seguir escarbando en el ayer, porque probablemente no merecía la pena, al no poder cimentar en las encías de aquellos años unos empastes brillantes y duraderos, que ofrecieran garantías para morder lo más contundente, lo que le sobreviniese en el transcurso del invierno o del verano, cuando los rayos y truenos se despojan de las máscaras, y deciden actuar con todo su séquito, como las tropas en el combate o en el desfile de carrozas el día de reyes, en que los caramelos salen como obuses por los aires, y luego se estrellan sobre las testuces de los concurrentes, aporreando o despejando en ocasiones los cerebros, que andan envueltos en telarañas o en otros eventos, que no vienen al caso, pero que están en esos momentos desfilando por sus cerrados circuitos, y es justo reconocer que tienen todo el derecho del mundo, porque son libres y no se les obliga a dar explicaciones, dado que se mueven por sus propios miedos y territorios.
Los juguetes del olvido paseaban silenciosos por el desierto de la imaginación, sin ningún calor que les aportase vida, pues las carencias y la inconsistencia de la existencia en aquellos tiempos daba mucho que hablar, o risa o pena, dado que aquellas hornadas de infantes no hallaban en su mayoría los resquicios propicios para que la suerte, la sorpresa o un sueño repentino les despertara de la debacle que deglutían en el día a día en mitad de las sórdidas alamedas de los ríos, de las plazas y calles del núcleo urbano o a lo largo de los bulevares vitales. Y para colmo, la climatología se ensañaba con aquellos que intentaban crear algún minúsculo espacio para sacudirse las pulgas o la penuria, o plantar un árbol en el que reencarnar sus aspiraciones, la esperanza o las posibles frustraciones, pero en el fondo no había lugar, debido a la estrechez de miras de los elementos de la naturaleza, que aunque se les dejaba al libre albedrío a los residentes, no obstante, en último termino, los elementos se sustraían al compromiso que se esperaba de ellos, mostrando un poco de consideración, y sin abusar tanto de los mortales.
Pasan los días, los años, la vida y todo fluye corriente abajo, y sólo aflora la fútil disculpa en los meandros o en los agitados remolinos, donde se cruzan los temores o los troncos retenidos por la reminiscencia, y reverberan efímeras ideas, que nutren sin percibirlo los estómagos de la existencia. Porque resulta difícil descifrar la sustancia de lo que acaba de existir, cuando el rayo entra como un descarado ladrón por la ventana a media noche, o a plena luz del día, cuando los ojos de la criatura apenas vislumbran las luces de la razón, y le ponen de pronto delante al occiso, como una pantalla fija, o a un tiovivo, como si fuese el regalo de un ser querido, a fin de que se entretenga con él en horas de insomnio o en horas bajas; no parece que tal proceder vaya a ser rentable a la larga, y menos para plantar en la vida un arbolito sin saber si dará algún fruto. Y sin apenas digerirlo, se apresuren a instalar en el vacío del alma todo un conglomerado de caricias y apoyos, que no se sostienen en pie y menos en el esqueleto afectivo de una criatura, porque, como una tierna flor o un lobezno que empieza a libar las primeras esencias o gotas de rocío, se precisa del aliento y del cuento para dormir o seguir viviendo. En las tinieblas de los tiempos, horadando los muros del tiempo perdido o de los nichos, donde yacen los descorazonamientos de tantos seres deshojados a sangre y fuego en la flor de la vida, todo ello clama al cielo o a los abismos, o a cualquiera que se coloque un instante en la esquina, fuera del local, a reflexionar apurando el último cigarrillo, antes de que le caiga una lluvia de reproches o una multa, por la insensatez de una ristra de avatares encadenados que azotan sin piedad al más pintado.
La infancia del paraíso perdido en un tiempo que nunca vuelve, pero que acaso permita apostar en una nueva partida de póquer, y al representarse de nuevo la contienda aquí y ahora, sería bueno encontrar el modo de pertrecharse de la munición precisa para no pisar en los mismos barros, y guardarse en la manga la venganza sana o el acierto definitivo, que eche por tierra a la cobardía que acecha a cada paso, tan atractiva y tan temprano, en las alboradas de las criaturas.
El sueño, por un lado, les acercaba a la tranquilidad y al reposo, alejando de su huerto los contagiosos insectos que merodeaban sin tregua, o tal vez les sumían en un hastiado sopor, al no poder alzar la voz o la cabeza para atisbar el horizonte, que en esos momentos puede que apareciera impoluto, y escribir los mejores sentimientos, o por qué no decirle al auditorio, silencio, se rueda, empieza la función, pero no cabe duda de que el sueño le atenazaba por completo, y debía retirarse a tiempo, antes de ser devorado por la inmundicia o el impertérrito latrocinio del espíritu que, ingrávido, nunca se sabe por donde discurre.
Deletreando, en las islas del ocio y del entretenimiento, los caracteres del rompecabezas –e, b, d, t, p-, a estas alturas de la marea de la vida, no cabe duda de que da mareo, y entra mucho sueño por las ventanas y por las pupilas, sobre todo al buscar el pasado entre las virutas deshilachadas de las que uno se forjó, y no dar con el timbre de los mimbres que anhelaba. Las enigmáticas letras se escabullían entre infinitos tics y desafecciones con unas perspectivas difusas, en que la –e- (de la preposición en) empujaba con rabia queriendo desentrañar los engreídos tapujos que se partían de risa detrás de las cortinas, o se recreaban en las celosías de las células mentales, transitadas por piratas y huracanes o migrañas que desvalijaban al mejor armado de resortes y recuerdos; la –b- (del verbo buscar) bailaba en la cuerda floja de la mnemotecnia, columpiándose en la evocación del pasado, entre la imaginación mas realista y lo que sucedió en efecto al cogerlos in fraganti, pero todo se percibía o se archivaba con aire desnortado, debido a la espesa niebla que lo cubría todo, impidiendo la visión o el riego de un saludo sincero al salir al encuentro; la –d- (de la preposición de con el artículo el en un apretado ayuntamiento) disecada y guardada en una vitrina con ansias de indagar sobre su fidedigna procedencia, cual ceniza dolida por el olvido a que se veía sometida; la –t- (del sustantivo tiempo) con su cruz tatuada en los lomos caminando por virtuales despistes, sin acertar la hora en el reloj de arena o en el de sol del amanecer, cuando tanta falta hacía para sentarse a almorzar o tomar un tentempié a fin de que no se parase la máquina; la –p- (del participio perdido) completamente invisible en las cosas gruesas, que es lo peor, pues en las menudas menuda gracia que hacía a los transeúntes, e incluso a los sedentarios, no habiendo forma de hallar ni rastro de su paradero, como no sea con la intervención de un mago y la chistera. Porque a cualquiera le gustaría atrapar lo que se desvanece con sus propias manos, y retener por lo tanto lo que antes tenía a su alcance, o por lo menos así se lo figuraba en tales momentos, y si, en efecto, tocase la realidad con los dedos en ese fugaz instante, no sería menos mendaz el que ahora se escurriese como el agua entre las manos, sin advertir que alguna vez acaso retorne o se reencarne, bien que mal, a la infiel memoria o al fiel espejo del camino.
Los nombres de los lugares o puntos, negros o blancos, llevan en el pico indicios, símbolos, según el color del cristal, y apuntaban allá por la prístina aurora significados concretos de los tremebundos sentires que emanaban como de un indeleble manantial, y así acaecía al descolgarse por la cueva del Negro, brotando a borbotones emociones trasmitidas de generación en generación, cual memoria de los pueblos, en la soledad de la noche, ensortijada de horripilantes murmullos, que encendían las pulsiones de los osados que a ciertas horas se dejaban caer por allí. Y no andaba muy lejos el aquelarre de las Cabezuelas, paso constante y obligado de los caminantes, que se veían forzados a su utilización para buscarse el sustento o beber en las aguas del otro enclave urbano, y respiraban el negro carbón en sus tiznados rostros y en los recovecos que la conformaban, palpando allí al sacamantecas, y sembrando el pánico en el subconsciente, incluso antes de la llegada de la fiesta del cumpleaños con las piñatas y los globos de colores. El panteón, no el inglés del paseo de Reeding en la capital malacitana, sino el ubicado en las faldas del municipio morisco con las puertas siempre abiertas de par en par, dispuesto a ofrecer una campechana hospitalidad a cualquier hora de la noche o del día, y a veces crecían las flores en su regazo, alegrando los recuerdos y la soledad de sus moradores, y por donde se masticaba a una edad temprana la amenaza de una mano negra o unas arbóreas y gigantescas uñas, que no se sabía muy bien cómo y cuándo actuaban.
A la entrada de la villa, la Fuente saludaba sonriente al viajero, enseñando sus blancos dientes, figurando en sus desvelos como el pórtico de la gloria, adonde acudían los moradores a lavar la mugre de los sinsabores y las legañas del esparto, y donde abrevaba la caballería, o se le servía en un vasto cuenco el rico maná al sediento rebaño, o a la misma población que palpitaba ansiosa en derredor, ante la ausencia de agua en las casas, acarreando cántaros apoyados en los costados las muchachas con sus brillantes salcillos y sensuales galas ornadas con chispeantes y vespertinas sonrisas, que limpiaban la mota de polvo de la mirada y curaban la ictericia, rompiendo el hielo de la tarde.
Se erguía, como en un escaparate, una cascada de balates, bancales y nombres como, el Higueral, el Trance, los Morros, el Cerrillo del vinagre, la Minilla, el Castillejo, entre morisco y mudéjar, con sus huellas desafiando al verdugo de los días a las mismas ruinas de Pompeya; el Cerro del águila o la cuesta de Panata, de forma que todos picoteaban en el pastel común para alimentar sus afanes, con la aquiescencia de sus habitantes, sembrando suspiros súbitos o satisfacciones o imborrables gestas, unas más sublimes que otras, mediante las mesnadas de labriegos que se desplazaban por tales puntos marcando hitos en sus pulsaciones.
Las cuestas costaban un doble esfuerzo por el ascenso o el empuje del descenso, y porque se estrellaban sobre sus cabezas el ajetreo continuo, la ansiedad de cubrir el expediente para que las necesidades más perentorias no les expedientasen a la hora de sentarse a la mesa con la prole, con los sombreros o sin ellos, y a su vez los terribles rayos solares o las infernales ventiscas con azotes de mano dura en las caras de las caballerías o de los propios arrieros, que paso a paso, grito a grito, trago a trago, engullían el amargo trayecto después de cruzar, como la barca de Caronte, a la otra orilla del río Guadalfeo, con el agua al cuello, si la crecida así lo requería, y con el bastón o palo o sus piernas o encima de la acémila, meciéndose o nadando contracorriente por el turbio oleaje del río, y puede que hasta se burlase en sus mismas narices al ponerse blancos como la pared los camicaces bañistas de turno.
Y así, desgranando la vacuidad del ayer, si nadie lo remedia, remedando al poeta que añoraba a su progenitor, nuestras vidas son los ríos, que van a dar en la mar, que es el morir.
1 comentario:
¿Ay Pepe cuán largo y cuan bien escribes ...:=)
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