sábado, 12 de febrero de 2011

Está lloviendo



Está lloviendo, así que es mejor que nos marchemos cuanto antes, no es cosa de quedarse en plena calle viendo caer el agua sin protección alguna, y expuestos a contraer un desagradable constipado en el hervor de la cuesta de enero, cuando los fríos azotan con furia las mentes y el ambiente por los cuatro costados; aunque parezca una lluvia fina, casi imperceptible, poco a poco va calando los huesos del alma. Y entonces las directrices de la existencia, que hemos trazado, se desvanecen como el humo, y van empujando y marcando el paso por el desquiciado sendero, como el río que ha sido interceptado por el derrumbe del terreno causado por algún terremoto, y cuesta cada vez más desligarse de las ataduras y avanzar por el itinerario esbozado. Así las cosas, las aflicciones físicas y espirituales afilan los largos cuchillos clavándolos en los puntos más sensibles, y se regodean sobremanera sembrando el estupor por donde cruzan.
No obstante, no se puede afirmar que la sequía, como el polo opuesto, sea la panacea para resolver los grandes males que atañen a los seres vivos, porque allí donde arraigan sus redes la población, la flora y la fauna se mueren de pena, sed y hambre. Por ello, cuando se va circulando por los espejismos de una inconmensurable duna, y se vislumbra en el horizonte los resplandores de un fresco oasis los camellos y las entrañas del caminante cambian de color, respirando más seguros.
En consecuencia la solución habrá que buscarla por otros derroteros, allí donde la madre naturaleza sea menos madrastra y más madre, y ofrezca un acto de generosidad reflexionando sobre los múltiples excesos, proporcionando unas dosis equilibradas del líquido elemento, que respeten la vida de los humanos, evitando actuar como viles esbirros en el impetuoso e incierto remolino de las olas, ensañándose con los más débiles, ajenos a todo y sin ninguna culpa.
La cuestión es que no cesa de llover, y necesito salir a buscar leña al monte para encender la chimenea a fin de preparar el sustento diario, sin el cual no es posible conciliar el sueño, pero como está lloviendo a mares, y es muy arriesgado embarcarse en tales circunstancias, no hay más remedio que esperar a que el temporal amaine. No hay duda de que esto puede ocurrir cuando menos se espera en cualquier lugar, sobre todo en zonas de clima húmedo, pero también acontecen lluvias de turbas que se desplazan de un sitio a otro a la misma hora por los mismos puntos y con los mismos intereses. Así, por ejemplo, cuando se va al cine (o a algún otro espectáculo de masas) un viernes por la tarde y se forma esa cola en la ventanilla, se quitan las ganas de ver la película, al quedar bloqueado en aquel berenjenal de gente que ha acudido anhelante a retirar la entrada, pareciendo que una nube humana empezase a diluviar desesperadamente, al acudir todos en tropel al mismo evento; y cuando finaliza la función y va a empezar la siguiente, el empuje nervioso entre puertas, viéndose impotentes los servicios ante la desmesurada demanda de forma incomprensible, sobre todo cuando son minúsculos y no acaban de salir los dos, o más, vaya usted a saber, que hay en el servicio, vamos, y la cosa se complica aún más si a alguien de la cola le entra de pronto un retortijón envenenado exigiendo in extremis un hueco en el lavabo, para no verse en la tesitura de tener que hacerlo en los mismísimos pantalones, exponiéndose a que lo tachen de cobarde, grosero o descarado, pero no cabe duda de que cuando la tormenta revienta con todo el aparato eléctrico y echa a funcionar toda la maquinaria aquello no hay quien lo pare, y echa por la calle de en medio, sin respetar señalizaciones, normas ni muros de contención, como sucede en las locas algaradas, o en las riadas de ciertos parajes ya habituados a esas disparatadas acometidas, llevadas a cabo en muchos casos por un enclenque riachuelo, que apenas trae agua durante el año, denominándose con toda la razón “río seco”, o acaso como se dice vulgarmente, un mosquita muerta, y de buenas a primeras, se le hinchan las narices y empieza a vomitar toneladas de escombros, troncos y piedras, entrando en las viviendas de los vecinos, sentándose a la chimenea sin llamar al timbre ni saludar, pillando a los moradores haciendo sus necesidades o acunados en los brazos de Morfeo, que es lo peor, al no disponer de tiempo material para reaccionar y huir con lo puesto, poniendo tierra de por medio.
No es raro la acción de las riadas, pues acaece en multitud de ocasiones en los espacios más inverosímiles, en que asimismo son arrastrados por la corriente los pormenores que se suceden en el día a día, lo rutinario o lo trascendental, y antes de fenecer no les da tiempo de pronunciar el último testimonio, que justifique su presencia en este mundo, y poder desahogarse exclamando en la oscuridad de la noche o a la luz del día, con o sin permiso del verdugo, confieso que he vivido, y así, al menos, hacerle ver a la naturaleza y a los allí presentes que tiene corazón, que ha respirado y que en tiempos pretéritos luchó como el que más por las causas justas y vitales, dando el do de pecho, sin andarse por las ramas, y podía ir con la cabeza bien alta, mirando al porvenir, que se le torcía muy a su pesar, pero que no por eso le iba a impedir sentirse orgulloso por haber realizado en este mundo todo cuanto se le antojó en buena lid, sin perjudicar a nadie.
Pero como el corazón es tan imprevisible, y hay tantas frutas por cortar en el jardín de la existencia, y corren el riesgo de pudrirse si no se recolectan a su debido tiempo, por ende él quería libar las esencias más sutiles que deambulan por el ambiente, sacarle jugo y no pasar de puntillas como un escurridizo huésped por las esquinas o plazas, donde se exponía la flor y nata de los manjares, porque ante todo quería atrapar la belleza y gozar de todo cuanto germina en derredor.
No aspiraba a ser un donjuán ni mucho menos, anhelaba sembrar armonía y contento allí por donde transitaba, intentando satisfacer los espíritus más delicados, inquietos y exigentes. Por ello, aunque su alma de artista bullicioso reventaba en primavera como un capullo en flor, no obstante regaba con valentía, desprendimiento e imaginación los campos que tocaba.
Y así, en una perenne pugna por eternizarse en la brevedad del viaje a través del orbe, antes de que arribasen las horas ortivas del postrero día, con toda la solemnidad que se requiere en tan solemnes momentos, únicos e irrepetibles en la vida humana, pudo expresar con la satisfacción del deber cumplido, y pese a que estaba lloviendo sin parar, lo que más ansiaba, confieso que he vivido, y dicho esto se marchó feliz haciendo mutis por el foro.

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