lunes, 27 de junio de 2011

Entre fogones


Los ojos no le brillaban como otras veces aquella mañana, aparecían mustios, desvaídos, se asemejaban a algún atravesado guiso que se resistiese a madurar cual pulpo en su tinta, y empaparse de los diversos aliños que conformaban su textura.
La coyuntura por la que atravesaba Ánade cuando esto sucedía lo explicaba casi todo; la cara delataba la súbita frustración por el comportamiento de la pareja, al percatarse de que todo lo de la noche anterior había sido un puro camelo amoroso, habiéndolo escenificado y aparentado con mil filigranas en sus propias narices.
Lo dedujo casi sin pensar, a bote pronto, porque lo etiquetó sin ambages desde el primer momento como un mero espejismo, al no cuadrarle en nada, al ponderar que no le correspondía según se merecía, y más en el difícil trance por el que atravesaba, dado que se hacía a la idea de paladear al menos fugazmente algunas leves degustaciones de cariño o tiernos arrumacos, como en el fondo ansiaba. La actuación dejó mucho que desear, y le costaba horrores digerirla, a pesar de su benevolencia y buenas maneras, tildándola de cicatera, anodina, y carente del menor interés.
Él acostumbraba a refugiarse en su torre de marfil siempre que se le antojaba, pues venía de vuelta de casi todo, alegando que le ahogaban los problemas de la empresa –acaso fuesen problemas de disfunción eréctil, vaya usted a saber-, en la que sin duda gastaba las energías y los amores, y poco a poco fue echando raíces y más leña al fuego, al toparse con nuevos dictámenes, el reciente contratiempo en el trabajo de que había sido objeto, según él contaba, al serle notificado serios recortes con el ERE, con amenazas de despido, porque la empresa bordeaba los precipicios de la bancarrota, aunque tal coartada a ella no le convencía, pues ya la había leído en su agenda en numerosas emisiones, no llegando a darla por válida, al haberla puesto en práctica en otros momentos menos comprometidos, no ajustándose a la realidad, por lo que recelaba sobremanera de cuanto le contaba.
Le revoloteaban entre ceja y ceja, un tanto dolorida, los fríos desaires, con todo lujo de detalles, o los tejemanejes que urdía alegremente con una facilidad desternillante como, estoy fundido, parece que me he aliado con el diablo, o tierra trágame, todos las balas me las disparan en el mismo costado, o frases más socorridas, no he pegado ojo en toda la noche, o la descomposición de vientre me ha tenido amarrado durante horas y sin piedad al duro lavabo, y así un largo etcétera difícil de aquilatar aquí y ahora.
De suerte que la catarata de evasivas que agavillaba iba “in crescendo”, y se le saltaban las lágrimas y le asaltaban la mente múltiples y torcidos pensamientos sacudiendo las sábanas al colocarlas en el tendedero, y acudían a la pareja, como en un enjambre, los sinsabores y ajustes de cuentas a deshora, en una inusual pugna entre sí de reclamaciones, culpas, acreedores, deudores, bajas médicas, altas, o las turbias goteras -de la edad también, que de cuando en vez daban de ello fe-, que inundaban de improviso la sala de juntas, donde se reunían y maquinaban todos los altos mensajes y operativos secretos de la empresa, las directrices y líneas maestras del directorio, que encerraban de forma fehaciente el trabajo que meticulosamente había ido planificando en equipo, y cuadriculando con suma prestancia durante horas y horas, quizá las más felices de su vida, habiendo acarreado solícito a casa, en incontables jornadas, gran parte de las tareas, a fin tenerlas listas para el día de la asamblea de jerifaltes y accionistas.
Después acontecía cualquier cosa, pues las adversidades no se cuecen solas, de manera que los reveses o las bofetadas se iban acumulando, avivando el hielo de la incomprensión y el distanciamiento, y por ende la fatiga y el fuego de los fogones iban haciendo de las suyas, pillando la alícuota parte que le correspondiese sin aparente fundamento, y todo ello como si fuese de gorra, porque sí, pensaba ella, y ocurría últimamente con más frecuencia, de modo que, por ejemplo, en las comidas, la sal brillaba por su ausencia, eran contratiempos comprensibles pero desagradables a todas luces, con lo cerquita que se encontraban la salinas de su residencia y el supermercado que la suministraba, y Ánade realmente no se lo explicaba, estando sosa la sopa, o el pescado con un aspecto extraño, sin sabor a pescado, o se deshilachaba incomprensiblemente entre los dedos de lo blandengue que estaba, impidiendo su consumición, y no digamos los ricos chuletones de Ávila, con la tersura y exquisitez de la que gozan, creando a la postre un raro desaguisado entre la familia y los eventuales invitados, cuando asistían a algún ágape por compromiso familiar o de algunos amigos, o festejaban algún cumpleaños de los niños con los amiguetes del colegio.
Luego, quiérase o no, alguien tenía que poner orden y limpieza en todo aquel desbarajuste o maremagnum, y más pronto que tarde llegaba la colada, y no se comprendía la siniestra confabulación de los aviesos espíritus, al verificar que la ropa y el menaje cuando lo sacaba de la lavadora salía irreconocible, teñida, oscura, horrorosa, más sucia que antes, con el grueso de las manchas marcadas, y en ese punto acaecía lo menos apetecible, las caras largas, los reproches, las puñaladas, pese a haber estado girando sin tregua durante toda la noche, con el correspondiente centrifugado y el centrado secado, las funciones propias de una máquina de alta definición.
Tales avatares bullían sin cesar en el cerebro de Ánade, y daban vueltas y más vueltas, como el lavavajillas o la lavadora en su recorrido preestablecido, y no conciliaba el sueño por las noches, moviéndose sin parar, y se tiraba pellizcos en brazos y hombros o en las piernas, pero no había manera de relajarse, oyendo, incrédula, las campanadas de las doce uvas de las dos y las tres y las cinco de la madrugada, totalmente desesperada, con los ojos como platos, y colmaba el vaso la gota del vacío que respiraba, cuando, para una vez que requería su corazoncito un poquito de mimo y arrimo y calor, la apareja le fallaba estrepitosamente en un callado y redondo silencio, mirando para otro lado, recortando el presupuesto en las cosas del querer, pero en lo más elemental, sin cumplir siquiera un mínimo racionamiento de amarse una vez por semana, acaso el fin de semana, que levanta el ánimo y se ven las cosas de otra manera al mirar por la ventana, o al menos a fin de mes, no queriendo llegar a calibrar en absoluto fantasiosos dislates o rijosos abusos de escándalo, ni muchísimo menos, en todo caso se ubicaba en la parca mediocridad de los actos, a años luz de tentar ni por asomo el instinto básico.
A ciertas horas vespertinas, Ánade atizaba la lumbre enfrascada en diversos o torpes pensamientos, casi sin percibirlo en las convulsas circunstancias, y, cuando algo le inquietaba o tocaba un poco la piel se ponía quisquillosa, y aprovechaba el movimiento del cuerpo con un suave abaniqueo de manos para rascarse en las partes más delicadas o recónditas del cuerpo, allí donde le punzaba algún ser extraño, a pesar de permanecer siempre vigilante, y percatándose de que no era observada, insistía en el punto del indiscreto picor debido a alguna inoportuna partícula o desquiciada mota que se había metido caprichosamente donde no debía, volando sin rumbo, y por la ley de la gravedad venía a posarse en su regazo, en el pecho o en la axila u ombligo en un atrevido allanamiento de morada, burla burlando su rigurosa vigilancia. Y un tanto conspicua, se decía para sus adentros, por qué demonios no caerá la pavesa en la mismas entrañas de la olla colocada en las mismas puertas del infierno, donde hierve el sustento con todo el conglomerado de aderezos, morcilla, tocino, tomate, pimiento, ajos, puerros, hinojos, garbanzos, etc., quién iba a averiguar semejante travesura, o en sus mismos huevos, y aquí no habría pasado nada, y todos tan contentos, recórcholis.
Pero nada de esto acontecía o se le ponía a tiro, y tenía que ser allí, siendo siempre la perjudicada.
Esto pasaba, aunque presumiese de sus altas cualidades de estabilidad y sensatez, y le generaba grandes dosis de estrés, ansiedad y descarga de adrenalina, y le retorcía las tripas, quejándose de su mala fortuna, no pudiendo gozar en la serenidad de la tarde de un rico té en compañía de las amigas, o el disfrute de una puesta de sol o de una noche de luna llena de rojas caricias, de esplendorosas fantasías y sublimes sensaciones.
Aquel día dejó cocer lentamente la carne en el fogón sin prisas, confiada, satisfecha, hasta que, por el pequeño descuido de una llamada de teléfono, se quedó toda la carne hecha una pella de higos, un auténtico puré, quedando hundida, desconcertada. Luego permaneció durante un largo rato de pie, pensativa, como volando por otros mundos, evadiéndose de lo que le circundaba, sin darse cuenta de dónde pisaba o de dónde partía, si en una playa desierta disfrutando de un reconfortante baño o en unas dulces aguas termales, y se desplazaba de un lado para otro titubeante, ida, sin saber a qué atender o qué hacer.
Al cruzar el pasillo percibió la imagen del rostro en el espejo, y sin pretenderlo atisbó el lunar de sus amores, que era de lo poco que le quedaba de autoestima o decoro de antaño, de sus atractivos juveniles o los secretos mejor guardados, de las hermosas travesuras o picardías o las pocas cosas que le habían impulsado a vivir y sonreír cada mañana, pero vio que no relucía, y con las manos sucias, intentó enmendarlo de pronto con unos repentinos toques, según iba de la cocina al cuarto de baño, sucia y perdida la mirada y turbios los recuerdos que le abordaron en esos instantes, sintiendo como si los desconchones o manchas de la mansión, con el paso del tiempo, se hubiesen incrustado en su ser.
En consecuencia, Ánade no las tenía todas consigo, y menos aún cuando perdía los estribos triturando condimentos o cocinando cualquier otro producto en las lumbres, entrando en ebullición de repente, al descomponerse sobremanera entre los encendidos fogones, no sin esforzarse con el mayor esmero en preparar los platos preferidos de la pareja, intentando darles unos toques originales, que despertasen el apetito, no sólo del estómago, sino de la libido.
En los últimos tiempos no era raro el día que se le apilaban los entrantes y los salientes y los postres o el plato fuerte en el ardiente fuego que la consumía interiormente, haciendo lo imposible por sofocarlo del mejor modo, procurando no alarmar al vecindario, pues no le faltaban agallas o ganas para lograrlo por sí sola, sin ayuda de nadie, sin embargo en su titánica lucha interior, y en horas bajas o de pesada modorra, sopesaba la idea de pedir auxilio para mantener el tipo, y así, por ejemplo, no le importaba echar mano del retén de bomberos del parque para apagarlo, dado que en el trasiego de la refriega se le engarrotaba el intelecto y el pecho le palpitaba a más no poder al degustar los complementos o los sabores afrodisíacos del guiso, pues la sal, a veces la echaba a borbotones, para que luego no la tacharan de sosa, o que estaba incomestible el caldo del cocido, o que el pescado ofreciese visos de bicho muerto, por el aspecto reseco y tieso que presentaba, y así una apretada ristra de diatribas que le ofrendaba la pareja, debiendo transitar un tanto apocada por los estrictos corredores de la existencia, huyendo de los infectados tramos mortíferos, y desembarcar en tierra de nadie, sintiéndose libre en los pocos espacios que encontrara incólumes y exentos de contaminación.
En la calentura que le afloraba por las sienes, la frente y el cuello, cuando trajinaba con rabia contenida a la vera de la fogata, se le iban desgranando paulatinamente, al compás del chisporroteo de las lumbres, una a una las gotas de sudor apelmazado, las chispas de irritación y el hollín de la chimenea en un torbellino enfurecido.
Las carencias vitales esperaba rellenarlas con albóndigas, croquetas o pollo relleno o pavo, que iba hilvanando pacientemente, pero que en esos instantes otras necesidades le acosaban con urgencia en las partes más sensibles, bien por la incrustación de algún nuevo ser extraño, bien por la sequía de rocío de una caricia, que sanase las heridas abiertas en el vaivén en el que se veía inmersa.
La pareja, mientras tanto, tan lejana para unas cosas y tan cerca para otras, siempre en guardia tramando subterfugios y festejos de la empresa, cenas, juntas, asambleas, reuniones, almuerzos de trabajo, viajes al lejano oriente, o a París o Roma o Londres con empleados de la misma compañía para expandir las redes comerciales y la captación de nueva clientela.
Y cuando más libre estaba de compromisos laborales, y más felices se las prometía con ella trincaba unos resfriados de muerte, que necesitaba cuidados intensivos, llamando cada dos por tres a la ambulancia, teniendo a todo el mundo en vilo, pendiente de sus jaquecas y delirios, en un continuo ir y venir de galenos, tratamientos y fármacos, que para ella se quedaban.
Y no digamos de cuando los retoños aún precisaban del cuidado directo en el día a día, con el consiguiente bagaje de ropas y constipados y clases particulares para sortear en lo posible los embates de las malas calificaciones, así como el rompecabezas cada fin de curso sobre el destino de las vacaciones, que si a la sierra, que si a la playa.
En multitud de ocasiones ella elucubraba con toda lucidez que, por muy asfixiada y maltrecha que estuviese entre los fogones, con tizne, churretes, grasa y despistes culinarios, que sin duda lo sufría, lo prefería a que la pareja pernoctara plácidamente durante largas temporadas en el habitáculo, enfundado en su huraño y frío pijama de colorines, que herían la niña de los ojos, porque entonces, en esas eternas horas masticaba con más crudeza la amarga soledad, y era cuando realmente descubría y palpaba en sus mejillas la fría escarcha que la cubría.

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