Últimamente las constantes vitales superaban los niveles de su capacidad, sintiéndose, cual bomba de relojería, a punto de estallar, imbuido por una catarata de incongruencias que le punzaban en lo más hondo de la consciencia, forzándole a plantearse la decisión de tumbarse de una puñetera vez o hacerse el muerto, echando las persianas de su morada, dispuesto a todo, sin dar más explicaciones.
No se desembrollaba de las pulsiones que lo hocicaban al surco del día a día, o a las más enrarecidas coyunturas, de manera que la presión lo encadenaba a las catacumbas con contundencia, arrastrándolo a los mares de la oscura turbación y a los más perniciosos precipicios, debatiéndose entre el ser o no ser, picoteado por un enjambre de idiotizados remolinos.
A veces se interrogaba con audacia e ingenuo desenfreno la trascendencia de ciertos y sutiles aforismos como, si uno no espera lo inesperado, no lo reconocerá cuando llegue. Estos planteamientos filosóficos lo dejaban K. O en el ring de la subsistencia, sin una brizna de sentido común, o un resquicio por donde huir portando encendida la antorcha vital, quedando tirado al cabo de la calle, y fuera de combate.
No cabía duda de que semejantes sentencias se le atragantaban cada vez más, y se le atravesaban en el discurrir del vivir con mala sombra, por coincidir con el tictac de los días más prósperos y dichosos, echando por tierra las esperanzas o los ilusionantes castillos, que, granito a granito, había ido levantando en el horizonte, con no poco esfuerzo y mucho sufrimiento.
Por lo que no acertaba a sortear los embates de la fiera, o a contemporizar con las inquietantes tormentas que iban y venían de improviso de un lado para otro por su entorno y le asediaban con saña, tropezando a cada paso y de continuo en la misma piedra; unas veces le acaecía por un esnobismo mal interpretado, hallándose a la postre deshecho y casi putrefacto, y otras veces, por notarse desahuciado del sustento primigenio de la convivencia humana, sin opción de compra de gangas o algún artículo de todo a cien, o de alguna mirada compasiva que lo acunase, y con ello conseguir un lugar o una parcela donde apoyar la osamenta del pensamiento o el sentimiento, o la certidumbre de apuntarse al menos en la lista de espera de algún habitáculo hortera, como eventual okupa, en el corazón de los verdaderos amigos.
Andaba partido en dos y perdido en todo tiempo y lugar. La feria, con todos los cachivaches y cantos de sirena y charlatanes y escopeticas de tiro y el gran surtido de columpios que se balanceaban, no le columpiaban ni sonreía ni tan siquiera cuando más animada estaba. Caminaba fingiendo con la máscara en los desfiles por los que se exhibía, y parecía que flotaba como un globo a la deriva, sin saber adónde dirigir sus tenues suspiros, y siempre caía en la calle del averno.
En el hogar de su pensamiento no quedaba ni un palmo de terreno para tanta desventura, y menos aún para que pernoctaran más inquilinos. Los tiempos en que le había tocado vivir brillaban por un contrariado y nefasto encantamiento. Aparecían personificados en el fragor de una guerra sin tregua, unos años en que las cuestas o los costes se empinaban con frenesí, transformándose en infranqueables acantilados o fronteras inalcanzables, y la única salida posible consistía en abordarlos con máximo tiento y sigilo, vendiendo el alma al diablo si fuera menester, a fin de no ser coceado por las oxidadas herraduras de la maldad más indigna, hasta el punto de precisar alas para volar, aunque pareciese extraño, cual intrépido Ícaro, para remontar aquellos onerosos y calamitosos estadios, y no ser devorado por las fieras monstruosidades o la terrible hidra de Lerma, impulsado por los huracanes de la precariedad, que flotaba en una atmósfera cargada en exceso. Menos mal que, a veces, en las circunstancias primordiales, cuando el rayo se cernía desafiante sobre su cabeza, se concebía ungido por un toque mágico, que le venía como una sorpresiva dádiva, en que, dándole la vuelta al calcetín, le daba por reírse de sí mismo y de su estampa, sacándole chispa a las tripas de lo más displicente.
No ironizaba apenas en este aspecto, ni intuía la manera de escapar del magma de adversidades que lo atenazaba, de su mala fortuna, que no le favorecía en absoluto, y, aunque lo buscaba desesperadamente con mil artimañas, no lograba salirse del guión que le habían trazado. Con la cantidad de calles o salidas que se atisbaban en el plano, como en cualquier callejero de cualquier ciudad, chica o grande, a derecha e izquierda, a lo largo y ancho del ferial en el que estaba, que puede que acaso le embotaran el intelecto, debido a la inmensidad de territorio que a sus cortas luces se presentaba ante su mirada quedando extenuado, tan grande o más que cientos de plazas monumentales de toros juntas, de modo que cuando echaba a andar por aquellos enormes mundos o laberintos, tal como él se los imaginaba, quizá como su propia vida, iba totalmente desnortado, no disponiendo de suficientes brújulas o GPS que lo guiasen, y sin saber cómo, al regreso al punto de partida venía finalmente a aterrizar al mismo pozo de donde despegó, no reconociendo los aromas genuinos, o no hallando lo que anhelaba, revolcándose en los mismos aledaños o lodos de siempre.
Aquello se le antojaba un bosque cruelmente encantado, donde la energía destructiva de seres endiablados o perversos duendes rayaban al máximo nivel, haciendo de las suyas. Recordaba que de pequeño le ocurrían sucesos inusuales, como no ser capaz de orientarse en las habitaciones de la propia vivienda, quedando inerte y mudo, invadido por el espanto que percibía todo su ser, aunque en cierta medida explicable por la sinrazón de la evanescencia de la tierna edad, como fuese salir del barrio de sus fechorías más familiares, y posteriormente extraviarse, no encontrando el modo de retornar al punto inicial, o perderse adrede por los campos –como sucedería más adelante- brincando obstáculos, tapias o balates campo a través en los distintos sesgos lúdicos de la chiquillería, persiguiéndose unos a otros como si en ello les fuera la vida, corriendo como jabatos para no ser avistados por los del bando contrario, que le venían pisando los talones. En esos instantes se cometían auténticas barbaridades o maravillosas heroicidades, a fin de no caer en las garras del contrincante.
La loma de la Cuesta de Panata, un bastión difícil de roer o un duro baluarte, que delimitaba las lindes de la frontera entre la civilización cultivada al otro lado por una población urbana, en cierto modo acomodada en su mayoría, poseedora de unas prerrogativas acordes a su modus vivendi y unos posibles, que asimismo se les negaba a la otra ruinosa cara de la loma, donde la desazón y el desamparo tenían su bandera y cobijo, habiendo un aluvión de transeúntes y arrieros, vendedores ambulantes, tratantes y mercaderes o pequeños y puntuales estraperlistas, que malvivían o no vivían, acarreando enseres y productos de la comarca o frutos en serones y capachos a lomos de las acémilas, echando cuentas y números y jaculatorias, o indagando cada noche lo que iban a traficar o introducir en las alforjas, que las más de las veces llevaban vacías, acaso con un coscurro o un cacho de pan negro o cateto con la engañada engañifa dentro, que coadyuvaba a digerir las fatigas del camino pegados al alma alentadora del río de su vida.
Y es que la Cuesta de Panata marcaba un antes y un después entre dos mundos completamente dispares, uno bullicioso, febril, de mirada confiada, de un próspero resurgir, en contraposición con el otro, moribundo, desangelado y mustio, entre candiles mortecinos, alumbrando a unas gentes que lo tenían crudo para ver más allá de sus narices, que se las veían y deseaban para medio cubrir el expediente sancionador del día a día.
Una de las especialidades de la casa consistía en bajar o subir cuestas –como el afamado restauran que prepara carne a la brasa, por ejemplo, con ricos pimientos del piquillo- de la siguiente guisa, se echaba a rodar desde las cumbres de las cuestas y no había forma de trincarlo, aunque luego apareciese aporreado, ensangrentado o hecho un cristo, y la ropa quedara irreconocible, lista para arrojarla al contenedor. En la cuesta arriba, no obstante, ya era algo diferente, pues había que apretarse los machos y sudar lo suyo, o evacuar cuanto antes lo que se llevaba en la tripa, si algo pudo engullir, con el fin de aligerar la carga, como pensaría la acémila, que en eso nadie le ganaba, porque de lo contrario con tanto peso no había forma de escalarla. Sin embargo hay que reconocer que las cuestas no se le daban mal a su edad, acaso por lo del refranero, que cada maestrillo o chaval tiene su librillo, siendo un gran saltarín, y así, cuando por un tiempo se le encomendaba algunas tareas singulares, como si fuese una persona mayor, hecha y derecha, en que se desplazaba con la acémila por aquellos parajes tan espectaculares, sobre todo para algunos, por la mítica Cuesta de Panata, donde brotaba una breve fuente, donde la gente que por allí trasegaba, se refrescaba o se arrancaba los ronquidos nocturnos y la legañas a gañafadas, y abrevaban las bestias, siendo una especie de balsámico y fantástico oasis, ubicado a los pies de la cuesta, que de paso aprovechaban para limar asperezas, tomar aliento, o discutir con los que en ese momento llegaban en animada charla, o tal vez con discordantes rencillas por el agua que no le dejaban beber a su mula o al paciente borrico, pero que finalmente les hacía más llevadero el desgaste, y, una vez en lo alto, poder vislumbrar al otro lado de la cara sur de la montaña o moneda, en este caso de oro, la vega motrileña, montada sobre un risueño movimiento, salado y azul, de blancas olas de más allá de los verdes campos de cañas de azúcar de antaño –ahora teñidos de verdes hojas de aguacate y chirimoya, pues la vida cambia- que van y vienen, en ese mar de la costa, como los transeúntes y arrieros que iban y venían a diario por el Tajo de los Vados, y proseguían en el tajo, subiendo y bajando por la ya familiar Cuesta de Panata.
Pero era especialmente en los días de verano, cuando el sol se plantaba en las faldas de la loma, como el bebé en el regazo de la madre, y se despatarraba en aquel entrante, entrando y saliendo como pedro por su casa, y allí almorzaba, sesteaba y cenaba o defecaba hasta que se retiraba por la noche a dormir. En tales calendas, era preciso que las reservas de agua u otros remedios caseros o pócimas –oh, hermosa palabra, o polos, helados- o manjares para mitigar los azotes climatológicos afloraran sin ningún tapujo para sobrevivir en aquella polvorienta travesía, donde crecían y se daban la mano, como buenos hermanos, los almendros, las higueras, y algunas tímidas parras, que casi no se atrevían a sacar la seca mano de sarmiento, o a asomar el rostro de la voluptuosa uva por temor a ser violada o descuartizada por el primer hambriento forajido que se cruzase por sus pechos.
A veces se transportaban en serones o capachos a lomos de las acémilas, garrafas de frío y rico helado, como complemento de su cometido laboral, para los más caprichosos del lugar, y cuando llegaban las ciegas horas, cruciales, en que el sol se ensañaba y apretaba con justicia por el itinerario, recortaba con gran desparpajo una cañavera de los cañaverales que decoraban el sendero de los márgenes del río, y construía una pequeña y coqueta cucharilla, que con pulcro cuidado introducía en aquel piélago o iceberg de compacta y tentadora masa, que exhibía, con perfiles sensuales, sus mejores atributos, pergeñando unos refrigerados sabores que le sabían a gloria, rememorando los ágiles ardides por tierras salmantinas del inmortal lazarillo con el ciego.
En las sofocantes tardes del largo y lento verano, en que el pensar es un viaje sin retorno, a buen seguro que en multitud de escenarios y en no pocos ambientes se mascará la tórrida tragedia de la canícula, con fresco dulzor y reparador alivio, rememorando concienzudamente la idea anteriormente reseñada, si uno no espera lo inesperado, no lo reconocerá cuando llegue.
2 comentarios:
Enhorabuena. Feliz verano, amigo.
Espero que sigas en la brecha.
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