Virtudes poseía un vasto abanico de dones a cual más valioso, y por encima de todos sobresalía el don de la conversación. Se diría, y con razón, que podría figurar como la autora de Las mil y una noches, o mejor, de los días, y no se sabe cuantos cuentos más, por la facundia y el entusiasmo que ponía en las interminables intervenciones callejeras. Pobrecitos los que cayeran en sus redes. Parecía un cascanueces martilleando sin remisión el tímpano de los interlocutores.
La mirada dulce, acariciadora, con un movimiento armonioso de manos y levedad corporal, haciendo juego con el vestido y el largo pelo que le caía por la cara, se confabulaban para crear la meliflua confluencia, una atmósfera de atractivo cebo con que atraía la curiosidad de las inexpertas presas.
Las chispeantes habilidades de que disponía sobrepasaban lo imaginable, no habiendo nadie en su sano juicio que soportase tanta butifarra, tanta cháchara, sin sentirse seriamente dañado, demudada la color, generándose repentinos relevos en los continuos encuentros, al hallarse el/la sufridor/a de turno con el agua al cuello, haciendo de tripas corazón, llegando a exclamar, tierra, trágame. No obstante Virtudes permanecía incombustible, ojo avizor, bizarra y salerosa, y tan pronto como olisqueaba la borrosa sombra de alguien, se lanzaba rauda a la piscina, cual desenfadado camicace, ofreciendo honores y saludos sin cuento, mientras la última criatura interviniente ponía, escarmentada, los pies en polvorosa, huyendo despavorida calle abajo, como alma que lleva el diablo, con las pulsaciones por las nubes.
Disponía Virtudes de una versatilidad inigualable para pegar la hebra con cualquiera en cualquier esquina, adhiriéndose como una ventosa, de suerte que no había forma de desligarse de sus hálitos y radiaciones, y aguantaba impertérrita la fuerte lluvia y los truenos más indiscretos en el mismo punto, no dando por concluido asunto alguno por nauseabundo que resultase, lo mismo si yacía ya manido en el cementerio del olvido, como si le brotaba espontáneamente en ese instante.
No hace mucho tiempo, cuando caminaba por la calle principal de la ciudad con bastante dificultad, con aires casi cadavéricos, debido a una inoportuna lumbalgia, se topó con la vecina del cuarto, una antigua amiga, compañera de jaranas y picos pardos de la época estudiantil, se saludaron efusivamente, como de costumbre, y se enfrascaron en un rosario de bagatelas, dimes y diretes, rotos y descosidos, robándose el aliento, las ideas, y después de recíprocos intercambios por activa y por pasiva, continuaba allí, en el mismo recinto, incólume, tan feliz y contenta, como si tal cosa, como si hubiera acampado en la misma acera no lejos de su propia vivienda.
Después de tantos carraspeos y articular vocablos, bla, bla, bla, hablando de lo divino y lo humano y lo demás allá, le chirriaba o silbaba el corazón, los dientes, los senos y los sesos, como envenenadas serpientes, incrementando el caudal del río, al pronunciar sibilantes, circunloquios o festivas sentencias, de modo que le daban las diez, las once, las doce, las dos y las tres, y aún seguía acampada en la improvisada tienda, en su bucólica arcadia, enredada en el ardoroso fuego de las zarzas casca que te casca.
De cualquier forma, todo tiene en sentido lato su intríngulis, ya que si, por ejemplo, se practica algún deporte, no hay la menor duda de que requiere un tiempo de dedicación, ciertos entrenamientos más o menos acordes a la actividad, mediante determinados controles y toda la parafernalia que le acompaña. Por lo tanto, en el caso que nos ocupa, no iba a ser una excepción, yéndose de rositas, y únicamente dependerá en cierta medida de si tales exhibiciones de glotis se contemplan o no como mero pasatiempo, o bien como un meticuloso ejercicio de logopedia, con el correspondiente precalentamiento y posterior entrenamiento, afinando y restaurando las maltrechas cuerdas vocales de su guitarra, o de otro elemento añadido o dañado, donde se vean implicados múltiples músculos u organillos, lengua, úvula o campanilla, dientes, laringe, cerebelo, paladar, etc., y, por pura lógica, no podían faltar los factores esenciales del fluir humano, la voluntad, la visión, el oído, el trato, el tacto, y la empatía, y de esa guisa no quedará más remedio que elogiar efusivamente la labor tan envidiable de Virtudes, donde el movimiento sincronizado y el gran esfuerzo de tales partes del cuerpo, por minúsculas que se nos antojen, pugnarán por algo sumamente majestuoso, por solidarizarse de manera entrañable con el resto, participando en un glorioso aglutinamiento de acentos, emociones, sonidos, gestos, asociaciones de ideas y sutiles juegos de oxítonas, paroxítonas y proparoxítonas en rocambolescas cataratas de divagaciones o creaciones, que van purgando poco a poco el espíritu, las combustiones psíquicas, redundando a la postre en algo importante, hermoso y sugerente para ella.
Las piezas o temas que más bailaban en la pista del cerebro y los alvéolos de Virtudes eran los concernientes a las artes culinarias y cocina en general, de las cuales, algunos de los recetarios, no por ello menos interesantes, provenían de apresurados apuntes tomados a pie de calle o a la sombra del quicio de la puerta de alguna tienda, o en el cruce de caminos con alguna conocida, y otros sabores, los más, como es de suponer, de la baja Edad Media, de la cocina de la abuela o de la célebre Celestina, con las afrodisíacas compotas, mejunjes, guirlaches o pastelones de cabello de ángel que elaboraba, a la vez que alimentaba con verdes troncos el fuego de la ardiente chimenea de Calixto y Melibea, o de la sin par doña Endrina, ducha en ambrosías y productos de la huerta o de andar por casa, cuando recelaba entre fogones de los requiebros y arrumacos de don Melón –alias del Arcipreste de Hita-, al razonar con suspicaces y picantes aderezos los lúbricos manjares en el libro del Buen Amor, diciendo: “La mujer que os escucha las mentiras hablando/, la que cree a los hombres embusteros jurando/, retorcerá sus manos, su corazón rasgando/, ¡mal lavará su cara, con lágrimas llorando!/ Déjame de tus ruidos; yo tengo otros cuidados//.
En esos ámbitos se desenvolvía Virtudes como pez en el agua. Si bien cabría señalar al respecto que las especias no eran santo de su devoción, utilizándolas solo en contadas ocasiones, y solía cocinar, asimismo, con una pizca de sal, ligeras gotitas de aceite, y siempre que podía recurría al fuego lento (el tiempo todo lo cura), acaso por el paralelismo que establecían entre sí las vicisitudes vitales, el arte culinario y la asidua conversación por esos mundos, como si la una se nutriese de la otra en una transmisión de vasos comunicantes, de forma que microscópicas películas se impregnaran clandestinamente del efecto mariposa, y si alguien le hacía un feo, ella no se inmutaba in ipso facto, pero lo introducía en la hucha de la memoria, y cuando venía a cuento lo pasaba lentamente por la túrmix, por la piedra, cual auténticos filetones de Ávila, o tal vez a la brasa, con tal beneplácito, que apenas se sonrojaba o notaba, pero que al cabo del tiempo se hacían tan ricamente, que los afortunados se chupaban los dedos, cobrándose con creces la apuesta o la inversión que hiciera, los puntuales caudales de la soterrada venganza.
Por ello Virtudes, nunca mostraba sus armas, no se precipitaba nunca en los pasos que daba. En semejantes lances no había quien le aventajase.
Una de las especialidades de la casa era sin duda la repostería, exhibiendo unas habilidades inigualables y una paciencia a prueba de bomba. Era digna de ver, inmersa en aquella espesa marea de platos, humos y aromas, sorteando recuerdos y embarazos entre las cacerolas y cachivaches de la cocina, con los fuegos encendidos a pleno rendimiento, y en llegando a ese culmen, se transformaba su firmamento, su cielo, no dándose crédito a lo que se contemplaba. ¡Qué desparpajo, qué escenas de levitación, cuánta parsimonia y compostura! Preparaba ricos y variados surtidos de almendraíllo, carne de membrillo, cazuela mohína, bizcocho, leche frita, pestiños melados y boniato en almíbar, entre otros.
Llamaba poderosamente la atención el resplandor tan intenso del semblante y de su pensamiento al manipular los nutrientes, solazándose sobremanera en semejante trance, como aletargada, en plácido éxtasis, acunada por el sueño de la felicidad, y todo ello hervía en contraste con la inmensa carga de dinamita o manojo de nervios que almacenaba interiormente, especialmente cuando se le contradecía, si bien a veces tarareaba con poca salsa alguna pegadiza melodía de juventud, de cuando se iniciara en los fulgores hormonales de cupido, dando rienda suelta a las debilidades y preferencias masculinas, rememorando amores platónicos del celuloide en los cines de verano de entonces, o de cuando tonteaba, soltándose el pelo por aquellas calendas juveniles, en los diferentes esparcimientos que frecuentaba a espaldas del progenitor -porque corrían otros tiempos, otros aires-, guateques, ferias, bodas, donde tampoco mostraba hartazgo, llegando a decir, estoy que me caigo de sueño, por mucho que trasnochase.
En esos dispersos parámetros se producía un ensamblaje perfecto con las labores culinarias, siendo asombroso el tiempo que resistía con las manos en la masa, aunque de cuando en vez –sellando las paradojas internas- se le escapase un pedo por lo bajini o algún indiscreto eructo o exabrupto por el fulgor del sufrimiento o cierta condena inconfesable –acaso el paraíso perdido- por pertenecer a la órbita del sexo débil.
Sin embargo, como nunca llueve a gusto de todos, cuando se ponía a freír huevos con patatas, o aderezaba pollo al curry armaba las de san quintín, semejando aquello una guerra galáctica, o la explosión horripilante de un polvorín, por los terroríficos crujidos que exhalaban, mezclándose el chisporroteo del fuego con el crujir de sus tripas, temblando los cimientos del edificio. No resultaba extraño que alguna rata que transitaba equivocada por aquellos lóbregos rincones brincara amedrentada, aullando como una loba acorralada por algún cazador furtivo.
No obstante hay que hacer hincapié en que cuando Virtudes más disfrutaba era en la noche de Halloween, embaucada por los bocados de los nocturnos embrujamientos, sumergiéndose en los ritos, tradiciones y costumbres que a pasos agigantados se van imponiendo en la sociedad actual. Era todo un espectáculo verla con su traje de bruja, de baño o de madona en la noche de Halloween, moldeando la masa, esculpiendo repostería del terror, dejándose llevar por el instinto artístico, elaborando enlutados y embrujados manjares como, dedos de bruja, pasteles de lápida, albóndigas de ojos sangrientos, sopa de calabaza encantada, muslos de escorpiones, croquetas de costillas de difunto o lo que más les apeteciese a los comensales.
En tales encrucijadas y en tan cruciales incursiones y diversos vaivenes, callejeros y culinarios, no cabía duda de que se cumplía al pie de la letra el dicho popular, al freír será el reír.
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