lunes, 5 de marzo de 2012

Y se fue la luz





Había vivido durante lustros sin luz en el campo, libre de prejuicios o ataduras, de suerte que nunca había cundido el pánico en su interior ni decaído en el empeño del vivir, no resistiéndole ningún tigre salvaje o el más atrevido reto, contratiempo o desquiciado atisbo, asumiéndolo con valentía, interpretándolo de una manera sencilla, envidiable, hasta el punto de que las prescripciones más desfavorables las calibraba en sus justos términos, tales como las predicciones del horóscopo, los tormentosos pronósticos meteorológicos, las aciagas previsiones sísmicas o la súbita avalancha de tsunamis que rugieran en lontananza o en su propio hábitat, no resquebrajándose lo más mínimo los cimientos de los pensamientos, y mire usted por donde, por un quítame allá esas pajas, el rutinario manipular las piezas de la computadora, de pronto salta un chispazo y ¡zas!, se queda electrocutado, cual barco a la deriva, al irse la luz mientras montaba el relato, la realidad supera la ficción, y todos los caracteres se fueron a hacer puñetas, en un auténtico zafarrancho de combate, cuestión harto lamentable por otra parte, por no haberse establecido aún una fuerza especial de SOS para tales casos, como existen en otros ámbitos, Protección Civil, el cuerpo de bomberos o los mismos Geos para las coyunturas más peliagudas.

-Me duele la boca de decírtelo, farfulló ella con raro encono, tu conjuro no conduce a lugar alguno.

-Uff…

Cierto día, el hombre, exhausto por la carga de hastío vivencial ideó refugiarse temporalmente en otra vivienda que a la sazón tenía, por lo que convino en llevarse consigo algunas prendas de vestir, camisas, mudas, calcetines, bufanda (por los fríos que lo cobijaban), chaqueta y gabardina, con intención –reflexionando sobre los falsos pasos en el áspero caminar- de desintoxicarse de la nicotina conyugal, y mientras tanto una curiosa y entrometida vecina, mojando el pan en plato ajeno, le auguraba lo mejor, interfiriendo en los pálpitos,

-Felices vacaciones, vecino, eso está muy bien, es bueno disfrutar en la vida.

-Pardiez, hay espías hasta en la sopa.

Como por arte de magia, la mansión se incendió de comentarios, de contradictorios mensajes y vicisitudes, de indigencia luminaria y de una insufrible frustración por lo acaecido. No era posible imaginar el golpe bajo del oleaje de tsunamis y seísmos que se confabularon entre las miradas y los cerebros del entorno, irradiando negras pulsiones en el horizonte, no habiendo forma de describir lo que se arremolinó en tan breve recinto en la eternidad del instante.

Y a propósito de los aconteceres, se evocaba la efigie del insigne Édison, rememorando los ímprobos esfuerzos llevados a cabo para dar a luz la bombilla, no reparando en sacrificios por aliviar los tenebrosos calabozos de los humanos. Pero por lo visto los descendientes, enfrascados en francachelas y pantagruélicos banquetes, no daban abasto a los advenimientos ni un palo al agua, y vivían en la más espantosa inopia. ¡Si Édison levantara la cabeza! Hay que reconocer que fue el hallazgo más popular, el procedimiento práctico de la iluminación eléctrica, para lo cual creó, antes de haber desarrollado por completo el invento, la Compañía de Iluminación Eléctrica Édison, que recibió apoyo financiero inmediato gracias al prestigio personal de que gozaba por aquel entonces.

La primera demostración, coronada con éxito, tuvo lugar en Menlo Park, y dio paso a la inauguración del primer suministro de luz eléctrica, instalado en la ciudad de Nueva York allá por el último tercio del siglo diecinueve, contando inicialmente con tan sólo ochenta y cinco abonados.

Sin embargo los acontecimientos y las circunstancias cambian conforme avanzan las manecillas del reloj, y no hay forma de subvertir la historia o prever los múltiples avatares que vomita el convulso devenir.

Por ende arreció el hombre en la práctica de la doctrina aprendida en la infancia, que consistía exactamente en levantarse siempre con el pie derecho, cual antídoto del mal y algo bendito y saludable para el cuerpo y el espíritu, catalogándolo como la mejor medicina para acabar con los cazadores furtivos de los sentimientos o negros augurios, pues no fuera a ser que se cumpliesen las conjeturas de la abuela, de que nada más salir a la calle le cayese el tronco de un árbol, una maceta o un rayo y lo partiese en dos, o se le torciesen tal vez los prístinos esbozos que acariciaba en el fuero interno en tales momentos; y lo llevaba dibujado escrupulosamente en el frontispicio del intelecto con gran celo, cual fiel practicante de las leyes divinas cinceladas en las tablas de Moisés.

El método le allanaba al hombre los escollos y ayudaba a sortear innumerables desazones y desatinos. Se le ponía el corazón contento en los días de pesadumbre, en que todo lo veía turbio, sirviéndole de acicate, sobre todo cuando rebobinaba las historias bíblicas (desgranando con cierto regocijo que peores plagas no le alcanzarían), y reflexionaba sin desmayo sobre el duro tiempo en que los seres vivos vivieron a oscuras en las oquedades de las rocas, lóbregos laberintos o guaridas, sumidos en las más profundas nocturnidades (pese a las refulgentes lumbres que prendían en las bocas de las estancias), donde todos los gatos eran más que pardos, y los amigos de lo ajeno lo tendrían a huevo, pues con sólo mover un dedo o una pierna podrían alcanzar lo necesario, sin controles ni cámaras de vigilancia ni trajeados vigilantes con cordones de oro y suntuosa gorra de plato a las puertas de los singulares comercios, chicos o medianos de entonces, de aquella inmaculada época, especialmente cuando arribasen las agudas crisis (sequía, guerras, catástrofes, hambruna) y las penurias se cebaran con el género humano.

Se sopesará que en las tinieblas de los primeros homínidos las turbas o terrícolas se desenvolverían acaso de una forma irrespirable, tumultuosa, o por el contrario, puede que amoldándose al verde y ameno ambiente, les resultara apacible, dulce y digno de encomio en una atmósfera donde todo el mundo se ayudase sin resquemor, mercando en comercios ancestrales, solazándose de forma prodigiosa, y no habiendo nadie que provocase turbulencias en los vuelos de las comunidades vecinas, en un transcurrir tranquilo y deleitoso.

Pero después de no se sabe cuanto tiempo, millones de lustros quizá o de un día para otro, acostumbrado como estaba el hombre a los tiernos yogures de todos los colores, como mimado bebé, y a las bondades de la bendita iluminación, al percibir de pronto el crudo y telúrico chispazo, se le descuajeringó todo el armazón, cayéndole el alma a los pies junto con el ordenador en un encabronado y macabro vaivén, verificando con rabia que lo mismo que se hizo se fue la luz, habiendo perdido todo lo hilvanado.

Aquello fue algo inenarrable, como la explosión de la bomba atómica, de modo que lo que antes se presentaba halagüeño, sugerente y creativo gracias a los lumínicos resplandores, dado que le descubrían el mundo sensible y el suprasensible, el de las ideas y las creaciones, se truncaron de súbito en el arte del desastre sin remisión, en la más honda vacuidad, pero no sólo su microcosmos particular sino el de los amigos más próximos, como por efecto mariposa, que por aquellas calendas, el mes de los enamorados y los infernales fríos de febrero, fraguaban a fuego lento mil y una aventuras y eventos, y esperaban como agua de mayo la buena nueva, y se encontraron tirados, compuestos y sin novi@, para enfrentarse a los embates pendientes, vitales y culturales, a pesar de haber tejido ricos bordados y túnicas únicas, y medido concienzudamente los tiempos y los suspiros para el anhelado encuentro.

Se lo repetía el hombre hasta la saciedad, a cualquier hora, en cualquier situación, en el baño, cuando hacía el amor o lúdicos guiños ante el espejo, en la ladera de la montaña o en algún valle, y recapacitaba con rigor, que echando el pie derecho al levantarse estaba a salvo, y lograría, además del ciento y la madre, ahuyentar de una vez por todas los miedos y malignos presagios, y de esa guisa no se sentiría desamparado o devorado por la ansiedad o las calamidades como tanta gente, que va por el mundo desprevenida, como caperucita por el bosque, cantando, bailando, moviéndose con un cariz desnortado, a la buena de dios, llegando a meter la pata o la cabeza en el mismo pozo infinidad de veces, por ello tan pronto como el hombre atisbaba el albor rubricaba la sabia sentencia de la abuela, levantarse con el pie derecho, e iniciaba felizmente los quehaceres rutinarios, confiado y dueño de sí mismo, de manera que al pisar la calle todo le resplandeciese, le sonriera, no perdiendo llaves, paraguas, bufanda, monedero, móvil, o incluso al afeitarse en la intimidad del baño respetase la mejilla, no abriéndola en canal, como el matarife del barrio al sacrificar un guarro, ejecutando de modo acompasado los movimientos de los miembros, desterrando malos hábitos, y ya en el ágora, en la vía pública no patinar por el escurridizo barro aglomerado en las esquinas tras la lluvia, evitando meter el zapato en los nauseabundos charcos, ni tatuarse las sienes con absurdas retrancas o migrañas, construyendo fútiles componendas, y así, repetirse a sí mismo lo acertado de la experiencia y percepción sensorial, cimentándose en la teoría, que obrando con ojos sensatos desde los primeros hervores matutinos, el levantarse con el pie derecho, puede que otro gallo le cantara, y así obviar los torbellinos que se fueran conformando en el fluir de los días, no dejándose llevar por la corriente del río o por el cúmulo de fragantes despistes de última hora, que nada bueno traen en la mochila, aunque se pueda argumentar que tales procederes no se deben repetir, como el borrico en la noria, tanto si se vive célibe o acompañado, y no digamos si se encuentra en mitad de un cruce de caminos, en el cine comiendo pipas (a falta de otros manjares) o en otro affaire cualquiera, porque ya está bien de súplicas y buenas intenciones, ¡qué recórcholis!, pareciera que queremos caer en lo más recóndito o anodino por evitar el retintín de la campanilla en los casos puntuales y no reiterar aquello que en verdad es un bocado de cielo, un reconfortante maná, un sorbo de agua fresca del cristalino venero, que discurre por nuestros derroteros y actos, negándonos a beber por no agachar la raspa de las torpezas, desperdiciando los secretos desvelos y regalos del planeta tierra .

El no estar atento a lo que se cuece en el momento justo, es válido para los privilegiados talentos, los preclaros e ilustres arúspices de la ciencia que han pasado por el mundo alumbrando y nutriendo a la estirpe humana con la dicha del progreso, la dádiva del bienestar, y gracias a los timbres y mimbres de sus metales se han aprehendido las cotas más altas jamás soñadas.

Por ende, no cabe duda de que las ideas las tenía muy claras el hombre, y se ufanaba de ello, pero a veces surgía la duda o la sorpresa, lo imprevisto, no estando en sus manos el atajarlo, como puede ser la sacudida eléctrica en el habitáculo donde se hospeda, la irritante picadura de una avispa o el fortuito incendio de la mesa camilla, o que se arme la marimorena con un temporal de truenos y relámpagos y se repitiese lo nunca deseado, que de nuevo se fuese la luz, llegando a perder el amor de su vida o el norte, al pillarle el ladrón desnudo en la vida o en la ducha con la cabeza enjabonada y no poder hacer nada, dando mamporrazos o palos de ciego, no teniendo más remedio que arrojar la toalla y tirar por la calle de en medio, aunque sea con el pie izquierdo.

Por consiguiente no sería extraño que lo que se había propuesto llevar a cabo al albor con la mejor intención del mundo, y cumplirlo a rajatabla, de pronto se desmoronase como castillo de naipes, cosechando los mayores fracasos o desvaríos, la total degradación de los más nobles ideales regados y alimentados en su largo currículo, desembocando en sórdidas actuaciones nunca imaginadas, y todo por las paradojas de la vida, en las que en determinados túneles las cañas se vuelven lanzas, imponiéndose la ciega barbarie o las mayores aberraciones, burlando el sentido común de los mortales o de las causas justas.

Entonces, en tan inesperadas y desestabilizadoras ensoñaciones, puede que alguien, que le tenga aprecio, se le ablande el corazón y, aportando un granito de arena, salga al encuentro, intentando salvar al amigo en la encrucijada.


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