Después de haber pasado la esponja una seria
gripe, en que estuvo entre la vida y la muerte, y una vez repuesta, muy recatada
y curiosa, se tomó su tiempo, pasando largas horas en su rincón favorito, en las
faldas de una áspera roca marina, que había en el mismo punto donde morían las olas, y agachándose con sutileza por
debajo de la falda, estuvo fisgando desde su posición, y se interrogaba ansiosa
dónde estarían los ojos del mar, atraída por ese misterio que a nadie contaba y
le intrigaba sobremanera, y asimismo cómo lloraba, si sería por los bruscos
acantilados de las costas ocultando las pupilas, o por los ríos o canales, como
los de Venecia, al subir la marea o en la misma orilla, donde se deshilacha la
blanca espuma de las olas.
Pero aquel día de tormenta y granizo,
escarbando paciente y concienzudamente en la arena, fue encontrando restos de
fósiles, de caracolas y pececillos, residuos acuosos, negras gotitas,
y comenzó a brotar agua y más agua con un salado especial, tan nítida y
fidedigna como la de una tierna lágrima que brota del alma, y se dijo la esponja
para sus adentros, eureka, eureka, lo encontré, contagiándose a su vez de sus
pesares, y fue aminorando la llantera y lágrimas del mar taponando el orificio
ocular abierto en la arena con mucho mimo y unas gruesas lascas, cerciorándose
del enigma, y llegando a la conclusión de haber averiguado por donde
lloran a lágrima viva los mares del alma, que a fin de cuentas son los mismos
mares que vibran en el corazón de los continentes.
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