El polvo del camino concentraba más si cabe al músico en las órbitas de los arpegios por las ásperas cuestas
de la vida. Mas los negros nubarrones que se cernían sobre su cabeza, se
echaban a temblar ante la pujanza de las armónicas emulsiones que fluían de la
flauta.
Llevaba varios días caminando por aquellos lugares, como si hiciese el
camino de Santiago, y no vislumbraba ningún oasis o destartalada cabaña donde reposar
o saciar la soledad y la sed del alma; pero a pesar de las frágiles
composturas, el escueto atuendo, las limitadas perspectivas, y las franciscanas
chanclas que calzaba, se iba transfigurando paulatinamente, tomando cuerpo y
una entrañable consistencia, y conforme avanzaba, exhalaba envidiables dulzuras
de sones y compases copando las aristas del firmamento, los resquicios de la naturaleza, extendiendo una ensoñadora
y reconfortable alfombra por el espinoso entorno que transitaba.
No se turbaba ante la precariedad que planeaba sobre su horizonte, y él
mismo no daba crédito a lo que sentía, ignorando que los bríos y la eufonía
vital y la energía que le chorreaban por
los cuatro costados se los infundirían los preñados efluvios de la melodía,
ahuyentando los enrevesados y envenenados sinsabores del trayecto, y lo amasaba
cual otro Orfeo con las fieras del bosque, aunque en este caso las fieras
mostraban otras señas de identidad, un rostro distinto, hambre, sed y
desesperanza.
Y de esa manera, según subía el volumen de las rítmicas notas del
corazón y de la flauta, se notaba más entero, más persona, con un singular
encandilamiento que subyugaba las flores de los campos, los espíritus, y ablandaba los forúnculos y las
asperezas de los riscos que se rebelaban a bordo durante la travesía.
Y figuraba en su sutil escudo, grabado a sangre y fuego, algo semejante al verso
machadiano, Cantando la pena, la pena se
olvida, y de esa suerte se le hacían más suaves y llevaderos los
sobresaltos y el rigor del sendero.
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