lunes, 9 de junio de 2014

Tendido en el desierto






                                         

   Tendido en el desierto laboral evocaba Crescencio los años de bonanza, cuando, cual niño con zapatos nuevos, presumía de tener un empleo, y se levantaba loco de contento todas las mañanas cogiendo el metro en el centro para ir al trabajo, prometiéndoselas muy felices, antojándosele que el preciado vergel por el que deambulaba exhalaría inmarcesibles fragancias, ignorando el concepto de vida breve, que a veces no aguanta la convección térmica de un baño a maría o la veloz fuga por una duna, y en los ratos de ocio forzoso rememoraba aquellos años de vacas gordas, en que se abandonaba confiado a su suerte, levantando la copa y brindando por seductores amaneceres o dulces amores, como si fuese de romería por cautivadores oteros entre los verdes pinos.
   Al levantarse Crescencio por aquellas fechas henchidas de jamón de pata negra, se miraba complaciente al espejo, tarareando traviesas melodías, estribillos que incitaban al goce de la vida. Desayunaba y se acicalaba con parsimonia, rozando con las yemas de los dedos mundos fastuosos e insuperables metas a conseguir.
   Todavía giraba su astro al sol que más calentaba, lejos de las truculentas nubes de polvo y arena que más tarde descargarían sobre las encrucijadas, en los desérticos aledaños, erigiéndose en banderines de enganche en el desplome de lo cultivado, abocando a un sombrío panorama, dibujándose los moratones y mezquindades humanas mediante un abanico de raros espejismos, percatándose Crescencio de que, según descorchaba las alegres botellas de las más prestigiosas marcas, más se distanciaba de los apoteósicos oasis.
   Por todo ello masticaba fatigas, ideas peregrinas o consejas de sabores dispares, ponderando que más le habría valido haberse alistado en una caravana de camelleros pertrechados a la antigua usanza, con pañuelo, luengas barbas y corazón valiente, caminando por la abrasadora arena leyendo animados cuentos de oriente.
    Y montando a lomos del camello, cruzando aquellos ascéticos parajes, no cabe duda de que tendría vida, garantizándosele compaña, discernimiento y cubiertas asimismo las necesidades más primigenias.
   Sin embargo, a estas alturas de  un día cualquiera de mayo del 2014, puede que ya sea tarde para él, al haberse deshilachado los atisbos de los despertares de antaño, que reverberaban cual burbujeante manantial en las cumbres, cuando estando la mar de contento daba un salto de la cama para ir a beber el salario al tajo, y sin saber cómo, quién se lo iba a decir, resultó que al bajar a ras de la realidad, de repente se esfumó todo, viéndose de esa planta, como una planta seca hendida por el rayo, y en tales circunstancias bailaba al son de los vaivenes de la intemperie, de la calle donde anidaba los sueños, arrastrado por las fauces del frío ERE, que, disfrazado de amable dama, como la misma muerte, acabó llevándose por delante las señas de identidad de la empresa.
   Hacía tiempo que se lo espetaba un amigo, no echas las campanas al vuelo, no te consideres el rey del mundo ni en broma, como los mariachis en las canciones, y menos el capitán del buque que te lleva, durmiéndote en los laureles, que no se te ocurra ni borracho, porque las hecatombes no duermen y rara vez avisan, llegando de pronto en entreverados remolinos a desencadenar ráfagas insólitas, acaso una irresistible isquemia por la oclusión coronaria de las coyunturas, trasgrediendo los ritmos del sístole, de las emociones o de las tripas, al retorcer los cimientos del edificio, provocando no pocos calambres, dolores de cabeza o grietas en las estructuras, junto con bruscos cortocircuitos en menos de lo que canta un gallo.
   No obstante, Crescencio podía llorar con un ojo, toda vez que la novia lo adoraba y estaba siempre al pie del cañón, una vez que se había dado el baño y el último toque en el lunar y flequillo, y lo abastecía sin tregua de las vacunas y las nutritivas municiones para plantarle cara al más pintado, y echar por tierra el desaliento, a fin de proseguir en el empeño vital, y no caer en la bancarrota a la vuelta de la esquina o al atravesar los médanos en aviesos advenimientos, que se llevaban por delante lo que encontraban a su paso por un nimio quítame allá esas pajas, dejando por medio cristales rotos, disgustos o ruindades.
    Y daba lo mismo que circulase por caminos de tierra que por la moderna autopista que va de norte a sur, acaso porque iba sin norte por una copa de más o de menos en el listón de autoestima, aunque en semejantes virajes del vehículo todo terreno que conducía por las arenas del desierto laboral, se le amortiguaba a todas luces el golpe, los cardenales, al arrimarle la novia sobre todo los fines de semana y festivos churritos calientes y tentadora fruta, papayas, kiwis, manzanas y una verdurita fresca, acelgas, puerros, apio, espinacas, perejil con unos manojitos de emociones con zanahorias, y en ocasiones unos granitos de arroz para los desajustes puntuales, y como broche o ventana abierta a un ameno amanecer, la roja sandía, que le encendía el alma, de manera que lo portaba a endiabladas corrientes de mares voluptuosos, despuntando como el clavel temprano, desatando la furia de los sentidos, inseminando innovadoras semillas en su campo, semen de calma chicha con sutil gozo, que se incrustaba en la piel, en el buzón de salida del pensamiento, expandiéndose por los flecos de los sentires, configurando y zurciendo desconchones o desaguisados, llevando el agua enriquecida al molino de su ardiente corazón.
   Y a veces, cuando se hallaba tirado en los estertores del desierto, sin gota de esperanza ni cobertura en el móvil, se le hacía de noche de pronto, encendiéndose todas las alarmas, ya que el móvil era todo para él, al ser lo que le impulsaba a avanzar por los barros del vivir, ¡tío, menuda faena!, farfullaba Crescencio, al ver que no le funcionaba nada, y la tarjeta de empleo del INEM aparecía estrangulada, mustia, irreconocible, y se palpaba la postilla de la barbilla por el corte del último rasurado, porque así de desvalido se sentía Crescencio, no sabiéndose a ciencia cierta el alcance del mal, los paradigmas o los parámetros por los que navegaba, fuera a parte de haber perdido el empleo.
   Incluso, habiéndose reconocido que quedarse tirado en el desierto sin arrestos, sin motivos o móvil de arranque para continuar la marcha, resultaba ser un extraño y escabroso desvarío, aunque, no obstante, cabe preguntarse al respecto, qué planearía Crescencio al deslizarse por entre aquellos raquíticos carrizales y solitarios emplazamientos tan comprometedores, y con un andamiaje tan endeble, a lo mejor el móvil que le guiaba fuese el hallazgo de unos sugerentes exteriores para confeccionar su Power Point, acordes a sus sueños, y rodar con mayor garantía memorables escenas de amor o acaso  cotidianas, vaya usted a saber, con el objetivo de trazar unas perspectivas creíbles, más verosímiles en las tomas, únicas, y de esa manera salir airoso del reto que había ideado, redondeando posteriormente con el photoshop los perfiles a su gusto, o tal vez pretendía llenar los pulmones del aire fresco, cargado de sensaciones positivas, que se colaba por la rendija de la puerta que tenía abierta, elucubrando con vivir aventuras nuevas, novedosas experiencias.
   Lo cierto era, sin duda, el encontronazo que tuvo con la realidad, el envenenado pinchazo de aquel día, al pillarle con el pie cambiado, no disponiendo de un remanente en las alforjas ni unos ahorrillos para abrir en aquel desierto un tetrabrik de vino, soja o agua y echar un trago después de tantas millas recorridas.
   Contraponer lo uno con lo otro, lo acaecido ayer con las fisuras y desequilibrios de hoy, tal vez conlleve un desatino, pero es lo que hay, dado que su vida transcurrió en los prístinos veneros casi a pleno confort, conduciendo una vida descapotable, muelle, hasta que los imponderables lo precipitaron todo, de forma que Crescencio, con inusitada premura, se descuajeringó en el primer socavón, y no pudiendo enmendar la plana, se quedó al margen del tren de la vida, hincando el pico sin más remedio.
   La cosa sería muy diferente, mascullaba Crescencio entre alicaídos espejismos, si hubiese bancos y cajeros para cualquiera en cualquier parte, y el planeta no fuese de unos pocos ni estuviese sujeto a la ley del embudo.
   Y si el ser humano pudiese masticar a dos carrillos saciando el apetito, o se deleitase en la madre natura a su libre albedrío, como niño chapoteando en un charco, otro gallo cantaría, o si por un casual se hiciese Crescencio un adicto a las redes sociales, a los medios, a buen seguro que vería el cielo abierto, al introducirse en el tráfico crematístico de la publicidad, en la pantalla televisiva, y, como el que no hace la cosa, meter las narices y lo que haga falta, con toda una ristra de mangoneo, acarreando materia prima, santas excentricidades, exquisitos excrementos, o repletos contenedores de inmundicias humanas, seleccionando y  contrastando los ilustres personajes de alba altura y guante blanco con los cacos a ras del hurto y de la tierra, y no cabe duda de que Crescencio habría llegado a archimillonario, ganando dinero a espuertas, o acaso hubiese generado toda una catarata de tornados o infartos supinos, al publicar efigies, poses y demás fotos íntimas cruzando el fango del desierto a remo o de puntillas con cartas secretas de los reyes de oriente, los que mercadean a sus anchas con el oro negro, paseando en potentes utilitarios de oro, obviando séquitos de moscas tse-tsé, famélicos camellos o fieros abejorros a tiro de piedra, y criaturas al borde de la desesperación, no lejos de donde se descolgaba Crescencio, aguardando que se cruzase algún beduino en dirección a la Meca, a los jardines colgantes de Babilonia o a mercadear en los zocos de Siria o Arabia, acarreando al abrigo de la chilaba manicuras, telas, purpurina o souvenirs con la intención de agenciarse unos dírhams, para alimentar a la familia y a las acémilas.
   Y en ésas andaba Crescencio, un tanto ido, turbado, cuando pasó un dicharachero y animoso tratante de ganado, y al olisquear sus apetencias, se detuvo presto, y al poco, con la mayor celeridad y prestancia sellaron la venta del camello, dándose el apretón de manos reglamentario, quedando al instante cerrado el  trato por trescientos dirhams.
   Entre tantos acontecimientos, y con las ansias casi enfermizas de entablar conversación caminando por el sendero, no tuvo reparos el impaciente Crescencio en bromear largo y tendido con el arriero, aunque chapurreando palabras sueltas del dialecto arábigo de la zona, con ciertos latiguillos chocantes, localismos populares y eslóganes de los ancestros, como el reiterado, habib, bueno, bonito y barato, mezclándose en los coloquios el sefardí, aprendido en las callejas toledanas, con chascarrillos mudéjares y jarchas y decires del árabe, que había bebido en el poso de los moriscos, siendo aún un zagal, y leído por aquel entonces, a trancas y barrancas, con borrosos subtítulos en lengua romance Las mil y una noches.
   Y en un descanso en el recodo del camino tuvo a bien espetarle al interlocutor con no poco resquemor y cierto desparpajo, que si Alá levantara la cabeza y los vislumbrase mercadeando a las puertas de la blanca mezquita, en el corazón del desierto, quizás rugiría furioso como un poseso, pero probablemente echaría el freno al percatarse de que se había quedado sin cobertura en el móvil y enredado en la árida arena, y a lo mejor, movido a compasión, le tendería la mano, a fin de que siguiera feliz la ruta, saliendo airoso de las mareas que le aguardasen en el viaje, haciéndose eco del escozor de las adversidades, de la zozobra de la empresa y de tantas prerrogativas y querencias perdidas o usurpadas, y le rodase una lágrima por la mejilla a Alá, y ya todo decidido sacase de la manga del hábito el Corán y a renglón seguido leyese unos versículos del libro sagrado, aclarando el intríngulis del vademécum divino, que comparte a la sazón cualquier familia creyente, “que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos”, lo que sin duda loaba a Crescencio, toda vez que iba ligero de equipaje, siendo todo un aplauso espontáneo para él, un plausible cum laude a su máster existencial.  
   Y hasta la fecha dicha máxima del debe y del haber divino sigue en pie, según se desprende de los últimos testimonios, por lo que si por un serio revés, se quedase de nuevo Crescencio en la cuneta extenuado, extinto, por algún descabellado desliz, tejemaneje o falta de oxígeno, el todopoderoso Alá, todo bondad y misericordia, le ayudaría dándole unas palmaditas en el rostro diciendo, no te preocupes, Crescencio, “que estarás conmigo esta noche en el paraíso con diez hurís abanicándote, en un maravilloso cielo eterno”…
   Mas, sin apenas tiempo para reaccionar, dio un respingo Crescencio, rebelándose contra la divina oferta, exhalando una lluvia de exabruptos, saltando presuroso a la otra orilla del oasis, y tirando del camello con rabia, que masticaba las puntas de los enclenques matojos que despuntaban por los arenales, se subió presto, y tomando nuevos rumbos caballerescos se dejó llevar por lo primero que se le vino a la mente, ideas más extravagantes y raras, deseando navegar por otras aguas, pugnando por pastorear otros rebaños, otros ideales, cediendo los derechos del prometido edén divino a otros caballeros andantes más caseros y menos dados a francachelas, parrandas o aventuras.
   Crescencio echó un trago del reconfortante elixir que tenía a mano, y transitando por los pechos de la ensoñación se invistió de rey cuasi de la creación más fidedigna, como un mago en toda regla, alejándose de los caballeros andantes al uso, de toda la vida, lanzándose a las profundidades de los mares, de los oasis que fuese libando trecho a trecho, revolcón a revolcón, descorche a descorche, a través de los diferentes jalones y céfiros que le rondaran por la cabeza a las puertas de su desierto, y de repente, como lluvia fresca de primavera, se hubiese abierto el cielo en dádivas, extendiendo ante su presencia la alfombra roja de las grandes solemnidades, sintiéndose fortalecido y correspondido con los deleites y motivaciones más sorprendentes.
   En su pantalla vital refulgían sensuales escenas, harenes con tiernas odaliscas que exhalaban inusitadas fragancias con los bailes del vientre y cantes aflamencados en embrujadas zambras, como si transitara Crescencio por las faldas del Sacromonte granadino, en las mismas entrañas del Castillo Rojo, entre arboleda y fresca y abundante agua después de la severa sequedad del desierto, en una atmósfera de primavera temprana, en contraste con los picos del Veleta y Mulhacén, cubiertos aún por el blanco manto, y, ya instalado en ese hito Crescencio, evocar desde el Suspiro del moro los tiempos de gloria, cuando se levantaba loco de contento para dirigirse al trabajo, sin calibrar heridas, orfandades o infortunios, y tal vez remembrar el mundo de la niñez, en ese período en que los reyes de oriente le obsequiaban con supuestos regalos, y por ende ahora, en estas fechas en que había convivido con el barro y los seísmos más inhumanos, ansiaba con ahínco embadurnarse de la fuerza y las entrañas del desierto, escarbando en las arrugas de la arena, en los gemidos de los lagartos, en los truenos secos del desierto rodeado de palmeras y arbustos milenarios.
   Y en noches de efluvios de luna llena, continuaba Crescencio luchando por inocular en su espíritu telúricas beldades, rutilantes soles, menoscabando la magia de los divinos dones de los reyes infantiles, tal vez embrión de los jeques y jequesas actuales, colocando su mudo desdén por montera, revistiéndose de una criatura nueva, progresando a través del firme terreno que pisaba, esparciendo gozoso por praderas y viñas de uvas de ira y de sangre desangrada diez plagas de cordura, de bienestar social y un antídoto contra la hambruna, mediante una tórrida lluvia de arena que avive el fuego de la justicia y la solidaridad humanas.                                            


       






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