Tendido en el desierto laboral evocaba Crescencio los años de bonanza, cuando, cual niño con zapatos nuevos, presumía de tener un empleo, y se levantaba loco de contento todas las mañanas cogiendo el metro en el centro para ir al trabajo, prometiéndoselas muy felices, antojándosele que el preciado vergel por el que deambulaba exhalaría inmarcesibles fragancias, ignorando el concepto de vida breve, que a veces no aguanta la convección térmica de un baño a maría o la veloz fuga por una duna, y en los ratos de ocio forzoso rememoraba aquellos años de vacas gordas, en que se abandonaba confiado a su suerte, levantando la copa y brindando por seductores amaneceres o dulces amores, como si fuese de romería por cautivadores oteros entre los verdes pinos.
Al levantarse Crescencio por aquellas fechas
henchidas de jamón de pata negra, se miraba complaciente al espejo, tarareando traviesas
melodías, estribillos que incitaban al goce de la vida. Desayunaba y se
acicalaba con parsimonia, rozando con las yemas de los dedos mundos fastuosos e
insuperables metas a conseguir.
Todavía giraba su astro al sol que más calentaba,
lejos de las truculentas nubes de polvo y arena que más tarde descargarían sobre
las encrucijadas, en los desérticos aledaños, erigiéndose en banderines de
enganche en el desplome de lo cultivado, abocando a un sombrío panorama, dibujándose
los moratones y mezquindades humanas mediante un abanico de raros espejismos, percatándose
Crescencio de que, según descorchaba las alegres botellas de las más
prestigiosas marcas, más se distanciaba de los apoteósicos oasis.
Por todo ello masticaba fatigas, ideas peregrinas
o consejas de sabores dispares, ponderando que más le habría valido haberse
alistado en una caravana de camelleros pertrechados a la antigua usanza, con pañuelo,
luengas barbas y corazón valiente, caminando por la abrasadora arena leyendo animados
cuentos de oriente.
Y montando a lomos del camello, cruzando
aquellos ascéticos parajes, no cabe duda de que tendría vida, garantizándosele compaña,
discernimiento y cubiertas asimismo las necesidades más primigenias.
Sin embargo, a estas alturas de un día cualquiera
de mayo del 2014, puede que ya sea tarde para él, al haberse deshilachado los
atisbos de los despertares de antaño, que reverberaban cual burbujeante manantial
en las cumbres, cuando estando la mar de contento daba un salto de la cama para
ir a beber el salario al tajo, y sin saber cómo, quién se lo iba a decir,
resultó que al bajar a ras de la realidad, de repente se esfumó todo, viéndose
de esa planta, como una planta seca hendida por el rayo, y en tales circunstancias
bailaba al son de los vaivenes de la intemperie, de la calle donde anidaba los
sueños, arrastrado por las fauces del frío ERE, que, disfrazado de amable dama,
como la misma muerte, acabó llevándose por delante las señas de identidad de la
empresa.
Hacía tiempo que se lo espetaba un amigo, no echas
las campanas al vuelo, no te consideres el rey del mundo ni en broma, como los
mariachis en las canciones, y menos el capitán del buque que te lleva, durmiéndote
en los laureles, que no se te ocurra ni borracho, porque las hecatombes no
duermen y rara vez avisan, llegando de pronto en entreverados remolinos a desencadenar
ráfagas insólitas, acaso una irresistible isquemia por la oclusión coronaria de
las coyunturas, trasgrediendo los ritmos del sístole, de las emociones o de las
tripas, al retorcer los cimientos del edificio, provocando no pocos calambres,
dolores de cabeza o grietas en las estructuras, junto con bruscos cortocircuitos
en menos de lo que canta un gallo.
No obstante, Crescencio podía llorar con un
ojo, toda vez que la novia lo adoraba y estaba siempre al pie del cañón, una
vez que se había dado el baño y el último toque en el lunar y flequillo, y lo abastecía
sin tregua de las vacunas y las nutritivas municiones para plantarle cara al
más pintado, y echar por tierra el desaliento, a fin de proseguir en el empeño
vital, y no caer en la bancarrota a la vuelta de la esquina o al atravesar los
médanos en aviesos advenimientos, que se llevaban por delante lo que encontraban
a su paso por un nimio quítame allá esas
pajas, dejando por medio cristales rotos, disgustos o ruindades.
Y daba lo mismo que circulase por caminos de
tierra que por la moderna autopista que va de norte a sur, acaso porque iba sin
norte por una copa de más o de menos en el listón de autoestima, aunque en semejantes
virajes del vehículo todo terreno que
conducía por las arenas del desierto laboral, se le amortiguaba a todas luces el
golpe, los cardenales, al arrimarle la novia sobre todo los fines de semana y
festivos churritos calientes y tentadora fruta, papayas, kiwis, manzanas y una verdurita
fresca, acelgas, puerros, apio, espinacas, perejil con unos manojitos de emociones
con zanahorias, y en ocasiones unos granitos de arroz para los desajustes puntuales,
y como broche o ventana abierta a un ameno amanecer, la roja sandía, que le encendía
el alma, de manera que lo portaba a endiabladas corrientes de mares voluptuosos,
despuntando como el clavel temprano, desatando la furia de los sentidos, inseminando
innovadoras semillas en su campo, semen de calma chicha con sutil gozo, que se incrustaba
en la piel, en el buzón de salida del pensamiento, expandiéndose por los flecos
de los sentires, configurando y zurciendo desconchones o desaguisados, llevando
el agua enriquecida al molino de su ardiente corazón.
Y a veces, cuando se hallaba tirado en los
estertores del desierto, sin gota de esperanza ni cobertura en el móvil, se le
hacía de noche de pronto, encendiéndose todas las alarmas, ya que el móvil era
todo para él, al ser lo que le impulsaba a avanzar por los barros del vivir, ¡tío,
menuda faena!, farfullaba Crescencio, al ver que no le funcionaba nada, y la
tarjeta de empleo del INEM aparecía estrangulada, mustia, irreconocible, y se palpaba
la postilla de la barbilla por el corte del último rasurado, porque así de
desvalido se sentía Crescencio, no sabiéndose a ciencia cierta el alcance del
mal, los paradigmas o los parámetros por los que navegaba, fuera a parte de
haber perdido el empleo.
Incluso, habiéndose
reconocido que quedarse tirado en el desierto sin arrestos, sin motivos o móvil
de arranque para continuar la marcha, resultaba ser un extraño y escabroso
desvarío, aunque, no obstante, cabe preguntarse al respecto, qué planearía
Crescencio al deslizarse por entre aquellos raquíticos carrizales y solitarios emplazamientos
tan comprometedores, y con un andamiaje tan endeble, a lo mejor el móvil que le
guiaba fuese el hallazgo de unos sugerentes exteriores para confeccionar su
Power Point, acordes a sus sueños, y rodar con mayor garantía memorables
escenas de amor o acaso cotidianas, vaya
usted a saber, con el objetivo de trazar unas perspectivas creíbles, más
verosímiles en las tomas, únicas, y de esa manera salir airoso del reto que
había ideado, redondeando posteriormente con el photoshop los perfiles a su gusto,
o tal vez pretendía llenar los pulmones del aire fresco, cargado de sensaciones
positivas, que se colaba por la rendija de la puerta que tenía abierta, elucubrando
con vivir aventuras nuevas, novedosas experiencias.
Lo cierto era, sin duda, el encontronazo que
tuvo con la realidad, el envenenado pinchazo de aquel día, al pillarle con el pie
cambiado, no disponiendo de un remanente en las alforjas ni unos ahorrillos
para abrir en aquel desierto un tetrabrik de vino, soja o agua y echar un trago
después de tantas millas recorridas.
Contraponer lo uno con lo otro, lo acaecido ayer
con las fisuras y desequilibrios de hoy, tal vez conlleve un desatino, pero es
lo que hay, dado que su vida transcurrió en los prístinos veneros casi a pleno
confort, conduciendo una vida descapotable, muelle, hasta que los imponderables
lo precipitaron todo, de forma que Crescencio, con inusitada premura, se
descuajeringó en el primer socavón, y no pudiendo enmendar la plana, se quedó
al margen del tren de la vida, hincando el pico sin más remedio.
La cosa sería muy diferente, mascullaba
Crescencio entre alicaídos espejismos, si hubiese bancos y cajeros para
cualquiera en cualquier parte, y el planeta no fuese de unos pocos ni estuviese
sujeto a la ley del embudo.
Y si el ser humano
pudiese masticar a dos carrillos saciando el apetito, o se deleitase en la
madre natura a su libre albedrío, como niño chapoteando en un charco, otro
gallo cantaría, o si por un casual se hiciese Crescencio un adicto a las redes
sociales, a los medios, a buen seguro que vería el cielo abierto, al introducirse
en el tráfico crematístico de la publicidad, en la pantalla televisiva, y, como
el que no hace la cosa, meter las narices y lo que haga falta, con toda una
ristra de mangoneo, acarreando materia prima, santas excentricidades, exquisitos
excrementos, o repletos contenedores de inmundicias humanas, seleccionando y contrastando los ilustres personajes de alba
altura y guante blanco con los cacos a ras del hurto y de la tierra, y no cabe duda
de que Crescencio habría llegado a archimillonario, ganando dinero a espuertas,
o acaso hubiese generado toda una catarata de tornados o infartos supinos, al
publicar efigies, poses y demás fotos íntimas cruzando el fango del desierto a
remo o de puntillas con cartas secretas de los reyes de oriente, los que
mercadean a sus anchas con el oro negro, paseando en potentes utilitarios de
oro, obviando séquitos de moscas tse-tsé, famélicos camellos o fieros abejorros
a tiro de piedra, y criaturas al borde de la desesperación, no lejos de donde
se descolgaba Crescencio, aguardando que se cruzase algún beduino en dirección
a la Meca, a los jardines colgantes de Babilonia o a mercadear en los zocos de
Siria o Arabia, acarreando al abrigo de la chilaba manicuras, telas, purpurina
o souvenirs con la intención de agenciarse unos dírhams, para alimentar a la
familia y a las acémilas.
Y en ésas andaba Crescencio, un tanto ido, turbado,
cuando pasó un dicharachero y animoso tratante de ganado, y al olisquear sus
apetencias, se detuvo presto, y al poco, con la mayor celeridad y prestancia sellaron
la venta del camello, dándose el apretón de manos reglamentario, quedando al
instante cerrado el trato por trescientos
dirhams.
Entre tantos acontecimientos, y con las ansias
casi enfermizas de entablar conversación caminando por el sendero, no tuvo reparos
el impaciente Crescencio en bromear largo y tendido con el arriero, aunque
chapurreando palabras sueltas del dialecto arábigo de la zona, con ciertos latiguillos
chocantes, localismos populares y eslóganes de los ancestros, como el reiterado, habib,
bueno, bonito y barato, mezclándose en los coloquios el sefardí, aprendido
en las callejas toledanas, con chascarrillos mudéjares y jarchas y decires del
árabe, que había bebido en el poso de los moriscos, siendo aún un zagal, y
leído por aquel entonces, a trancas y barrancas, con borrosos subtítulos en lengua
romance Las mil y una noches.
Y en un descanso
en el recodo del camino tuvo a bien espetarle al interlocutor con no poco resquemor
y cierto desparpajo, que si Alá levantara la cabeza y los vislumbrase
mercadeando a las puertas de la blanca mezquita, en el corazón del desierto, quizás
rugiría furioso como un poseso, pero probablemente echaría el freno al
percatarse de que se había quedado sin cobertura en el móvil y enredado en la árida
arena, y a lo mejor, movido a compasión, le tendería la mano, a fin de que siguiera
feliz la ruta, saliendo airoso de las mareas que le aguardasen en el viaje,
haciéndose eco del escozor de las adversidades, de la zozobra de la empresa y
de tantas prerrogativas y querencias perdidas o usurpadas, y le rodase una
lágrima por la mejilla a Alá, y ya todo decidido sacase de la manga del hábito
el Corán y a renglón seguido leyese unos versículos del libro sagrado,
aclarando el intríngulis del vademécum divino, que comparte a la sazón cualquier
familia creyente, “que es más fácil que un camello pase por el ojo de una
aguja, que un rico entre en el reino de los cielos”, lo que sin duda loaba a
Crescencio, toda vez que iba ligero de equipaje, siendo todo un aplauso espontáneo
para él, un plausible cum laude a su máster existencial.
Y hasta la fecha dicha máxima del debe y del
haber divino sigue en pie, según se desprende de los últimos testimonios, por
lo que si por un serio revés, se quedase de nuevo Crescencio en la cuneta extenuado,
extinto, por algún descabellado desliz, tejemaneje o falta de oxígeno, el
todopoderoso Alá, todo bondad y misericordia, le ayudaría dándole unas
palmaditas en el rostro diciendo, no te preocupes, Crescencio, “que estarás
conmigo esta noche en el paraíso con diez hurís abanicándote, en un maravilloso
cielo eterno”…
Mas, sin apenas tiempo para reaccionar, dio un
respingo Crescencio, rebelándose contra la divina oferta, exhalando una lluvia
de exabruptos, saltando presuroso a la otra orilla del oasis, y tirando del
camello con rabia, que masticaba las puntas de los enclenques matojos que
despuntaban por los arenales, se subió presto, y tomando nuevos rumbos
caballerescos se dejó llevar por lo primero que se le vino a la mente, ideas
más extravagantes y raras, deseando navegar por otras aguas, pugnando por
pastorear otros rebaños, otros ideales, cediendo los derechos del prometido
edén divino a otros caballeros andantes más caseros y menos dados a
francachelas, parrandas o aventuras.
Crescencio echó un trago del reconfortante
elixir que tenía a mano, y transitando por los pechos de la ensoñación se
invistió de rey cuasi de la creación más fidedigna, como un mago en toda regla,
alejándose de los caballeros andantes al uso, de toda la vida, lanzándose a las
profundidades de los mares, de los oasis que fuese libando trecho a trecho, revolcón
a revolcón, descorche a descorche, a través de los diferentes jalones y céfiros
que le rondaran por la cabeza a las puertas de su desierto, y de repente, como
lluvia fresca de primavera, se hubiese abierto el cielo en dádivas, extendiendo
ante su presencia la alfombra roja de las grandes solemnidades, sintiéndose fortalecido
y correspondido con los deleites y motivaciones más sorprendentes.
En su pantalla vital
refulgían sensuales escenas, harenes con tiernas odaliscas que exhalaban
inusitadas fragancias con los bailes del vientre y cantes aflamencados en embrujadas
zambras, como si transitara Crescencio por las faldas del Sacromonte granadino,
en las mismas entrañas del Castillo Rojo, entre arboleda y fresca y abundante agua
después de la severa sequedad del desierto, en una atmósfera de primavera
temprana, en contraste con los picos del Veleta y Mulhacén, cubiertos aún por
el blanco manto, y, ya instalado en ese hito Crescencio, evocar desde el
Suspiro del moro los tiempos de gloria, cuando se levantaba loco de contento
para dirigirse al trabajo, sin calibrar heridas, orfandades o infortunios, y tal
vez remembrar el mundo de la niñez, en ese período en que los reyes de
oriente le obsequiaban con supuestos regalos, y por ende ahora, en estas fechas
en que había convivido con el barro y los seísmos más inhumanos, ansiaba con
ahínco embadurnarse de la fuerza y las entrañas del desierto, escarbando en las
arrugas de la arena, en los gemidos de los lagartos, en los truenos secos del
desierto rodeado de palmeras y arbustos milenarios.
Y en noches de
efluvios de luna llena, continuaba Crescencio luchando por inocular en su
espíritu telúricas beldades, rutilantes soles, menoscabando la magia de los divinos
dones de los reyes infantiles, tal vez embrión de los jeques y jequesas
actuales, colocando su mudo desdén por montera, revistiéndose de una criatura
nueva, progresando a través del firme terreno que pisaba, esparciendo gozoso
por praderas y viñas de uvas de ira y de sangre desangrada diez plagas de
cordura, de bienestar social y un antídoto contra la hambruna, mediante una tórrida
lluvia de arena que avive el fuego de la justicia y la solidaridad humanas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario