EL follaje vital del
entorno no propiciaba los futuribles proyectos ni hallaba el dúctil equipaje donde
incrustar los diversos pensares, cachivaches y recursos para emprender un vuelo
provechoso a alguna parte a la entrada de septiembre. Septiembre se muere, se muere dulcemente, con sus raíces secas, con sus
uvas maduras, como decía la canción, y no había más remedio que retornar de
alguna manera a los surcos que bullían cual ranas revueltas en las pozas, a
los más urgentes tránsitos o cuestiones palpitantes, que en tales calendas acechaban
con más ardor si cabe, debiendo enrolarse con premura en los sedientos impulsos
del titubeante viento viajero, que lo llevase a uno con inaudita pasión y vivas
pulsiones a los más encontrados lugares, sacudiéndose las pesadas horas de las
lentas tardes de agosto agobiado por el canto de las chicharras, algún insano
moscardón o cualquier otra accidental patraña, y sin más ambages, cual ave
errante a la vuelta de la esquina del árbol, anudarse una anilla, camisa,
acaso corbata, sandalias o abarcas, los calzones y un pedazo de pan raspado
de engañifa para la marcha, con unas pocas y desteñidas monedas en el bolsillo,
y, cómo no, la mugrienta y extinta maleta regada con unos ilusionados tragos
de arrojo y mirada aventurera prendida en las neuronas con afán de sumergirse en
las turbias corrientes del río de los días, dejándose llevar sin paliativos hacia
algo soñado, ignoto, rumiando las perspectivas de copioso maná en alguna tierra
prometida sin opción de error ni marcha atrás.
El campo de
operaciones se ofrecía abigarrado de incertidumbre y raras divergencias,
intrigante y expectante, al encontrarse su estadio sembrado de incontables
interrogantes, de vacilantes vertientes en donde verter los suspiros, los esfuerzos,
los apretujones vivenciales, procurando asimismo que no manchasen el alma, llevándolo
en buena compañía, y que no fueran a la postre baldíos, acallando bocas rotas
por las estresadas y continuas demandas, sumándose a sibilinos abrimientos de
boca, de forma que los más genuinos resortes y ponderados desvelos diseminados
por las lomas, las campiñas y corazones encaminados a tal fin no abocaran
a la bancarrota, tornándose estériles, exangües, dado que se multiplicaban los requerimientos
y clamores de campos a los que había que atender, v. g. arar, acariciar y
satisfacer, trazando en su faz los oportunos caballones o regueros, los propios
surcos, bien para el regadío o la recolección de frutos, aventando las parvas
estivales en las eras con vientos a favor, o bien acudir al centro de estudios correspondiente
a pasar todo un calvario, un sumarísimo ajuste de cuentas, los septembrinos
exámenes de recuperación de asignaturas pendientes, como si con la que estaba
cayendo fuesen las únicas causas pendientes…
Los surcos se multiplicaban
por doquier, bifurcándose a través de los más insondables meandros y ramificaciones
de la existencia, mediante una red de caminos que recorrían los puntos neurálgicos del discurrir humano, tanto si era abrasado por férreas obligaciones o arrastrado por antojos o nobles inclinaciones.
Por ende, en ese variopinto
y hambriento andamiaje de construcciones, unas criaturas se embarcaban rumbo a ubérrimos
bancos de peces a hacer las Américas, y otras atravesaban los picachos
pirenaicos desembarcando en los verdes países del norte europeo o en puertos galos en pos del ansiado sustento, la
conquista de la uva, que les refrescaba la garganta, en un intento por burlar
las estrecheces con unos sorbos de vigorizante zumo de vendimia
francesa.
En aquellas insólitas
y valientes acometidas se masticaban unas exterminadoras jornadas entre
ascéticas cepas que duraban de sol a sol, trascurriendo como bajo una negra carpa
cósmica con el lema, camina o revienta, canturreando con voz entrecortada,
sin saliva y el corazón en un puño los salvíficos aires patrioteros de Juanito
Valderrama, que les sentaba como delicioso tentempié, Adiós España querida, dentro de mi alma te llevo metida, y se
agolpaban en las sienes y en las
siembras más entrañables un tupido torbellino de emociones y ecos
agujereados, de inquietudes y angustiosas esperas de dulces golosinas, anchas
como la mar.
La abuela, mientras
tanto, ya casi ciega, muy cerca del viaje de la barca de Caronte, aguardaba en aquel mundo parado y silente de la aldea escuchando la radio, con un raído rosario en los sarmientos
de la mano, pidiendo a la Virgen de las Angustias y a todos los santos por el feliz y pronto retorno
de los allegados al redil con la carita ornada de frescas alegrías y recién peinada con las
alforjas medio llenas, ansiando enterrar los fríos brotes invernales, suavizando
los hervores y hematomas de impotencia, rabia o súbito atropello de enfermedades
raras que llamaban a la puerta de la noche a la mañana cebándose con ellos.
Algunas personas realizaban
otros roles, dibujando surcos por vírgenes páginas, por líneas de un
porvenir tal vez más próspero y risueño, de aplicado estudio, transitando por enrevesados
y doctos renglones de libros gracias al brillante peculio familiar o al titánico esfuerzo y sacrificio personal, que de todo había, compaginándolo con otra actividad para la ineludible manutención,
y se resistían los muy sesudos y testarudos volúmenes a que se les acariciarse el indiferente lomo con
ternura para libar el néctar de sus flores o aprehender los recónditos secretos
de los sabios sabores enquistados en las cochuras de sus entretelas y capítulos, aquellos ocultos
mecanismos que dormitaban en sus cuerdas literales, o tentarlos al menos subrepticiamente
en una solidaria confraternización; sin embargo sus frases, dictados, puntos y comas se mostraban
desafiantes y huraños a la altruista y persistente
entrega del colectivo estudiantil, debiendo sacar horas extras de la manga, de
donde no había ni tiempo ni un socorrido coscurro que echarle a la boca de la
memoria, porque, a causa de la malnutrición endémica, el racionamiento, brillaban
por su ausencia los sustanciosos elementos vitamínicos, catalizadores del soporte de vida y energía indispensable para semejantes funciones, el preciado don del fósforo,
que según la consciencia popular con tanta exuberancia proliferaba en la raspa del
pescado.
Por otro lado, aparecían
los sones de los cencerros de los rebaños y los susurros de abejas que
sonaban en los oteros, en los campos por antonomasia, junto a la laboriosa siembra
de los labriegos, donde la dura y próvida tierra rugía descompuesta al contacto
con los dientes del arado tirado por mulos o bueyes, crujiendo indefensa y pidiendo
a gritos agua, abonos y compasión por las agresivas granizadas o locas
tormentas, y con la mirada puesta en el horizonte los que tenían posibles se enganchaban
a los anhelos, al horizonte que se iba perfilando al unísono de sus ritmos,
subiéndose al tren de la vida, y exhalaban rutilantes destellos de superación, sensatez
y progreso, inseminando en la
urdimbre humana premonitorias simientes de bienestar social a través del sueño de un mundo justo, solícito y más humano.
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