sábado, 4 de octubre de 2014

Surcos de septiembre










                                              

   EL follaje vital del entorno no propiciaba los futuribles proyectos ni hallaba el dúctil equipaje donde incrustar los diversos pensares, cachivaches y recursos para emprender un vuelo provechoso a alguna parte a la entrada de septiembre. Septiembre se muere, se muere dulcemente, con sus raíces secas, con sus uvas maduras, como decía la canción, y no había más remedio que retornar de alguna manera a los surcos que bullían cual ranas revueltas en las pozas, a los más urgentes tránsitos o cuestiones palpitantes, que en tales calendas acechaban con más ardor si cabe, debiendo enrolarse con premura en los sedientos impulsos del titubeante viento viajero, que lo llevase a uno con inaudita pasión y vivas pulsiones a los más encontrados lugares, sacudiéndose las pesadas horas de las lentas tardes de agosto agobiado por el canto de las chicharras, algún insano moscardón o cualquier otra accidental patraña, y sin más ambages, cual ave errante a la vuelta de la esquina del árbol, anudarse una anilla, camisa, acaso corbata, sandalias o abarcas, los calzones y un pedazo de pan raspado de engañifa para la marcha, con unas pocas y desteñidas monedas en el bolsillo, y, cómo no, la mugrienta y extinta maleta regada con unos ilusionados tragos de arrojo y mirada aventurera prendida en las neuronas con afán de sumergirse en las turbias corrientes del río de los días, dejándose llevar sin paliativos hacia algo soñado, ignoto, rumiando las perspectivas de copioso maná en alguna tierra prometida sin opción de error ni marcha atrás.
   El campo de operaciones se ofrecía abigarrado de incertidumbre y raras divergencias, intrigante y expectante, al encontrarse su estadio sembrado de incontables interrogantes, de vacilantes vertientes en donde verter los suspiros, los esfuerzos, los apretujones vivenciales, procurando asimismo que no manchasen el alma, llevándolo en buena compañía, y que no fueran a la postre baldíos, acallando bocas rotas por las estresadas y continuas demandas, sumándose a sibilinos abrimientos de boca, de forma que los más genuinos resortes y ponderados desvelos diseminados por las lomas, las campiñas y corazones encaminados a tal fin no abocaran a la bancarrota, tornándose estériles, exangües, dado que se multiplicaban los requerimientos y clamores de campos a los que había que atender, v. g. arar, acariciar y satisfacer, trazando en su faz los oportunos caballones o regueros, los propios surcos, bien para el regadío o la recolección de frutos, aventando las parvas estivales en las eras con vientos a favor, o bien acudir al centro de estudios correspondiente a pasar todo un calvario, un sumarísimo ajuste de cuentas, los septembrinos exámenes de recuperación de asignaturas pendientes, como si con la que estaba cayendo fuesen las únicas causas pendientes…
   Los surcos se multiplicaban por doquier, bifurcándose a través de los más insondables meandros y ramificaciones de la existencia, mediante una red de caminos que recorrían los puntos neurálgicos del discurrir humano, tanto si era abrasado por férreas obligaciones o arrastrado por antojos o nobles inclinaciones.
   Por ende, en ese variopinto y hambriento andamiaje de construcciones, unas criaturas se embarcaban rumbo a ubérrimos bancos de peces a hacer las Américas, y otras atravesaban los picachos pirenaicos desembarcando en los verdes países del norte europeo o en puertos galos en pos del ansiado sustento, la conquista de la uva, que les refrescaba la garganta, en un intento por burlar las estrecheces con unos sorbos de vigorizante zumo de vendimia francesa.
   En aquellas insólitas y valientes acometidas se masticaban unas exterminadoras jornadas entre ascéticas cepas que duraban de sol a sol, trascurriendo como bajo una negra carpa cósmica con el lema, camina o revienta, canturreando con voz entrecortada, sin saliva y el corazón en un puño los salvíficos aires patrioteros de Juanito Valderrama, que les sentaba como delicioso tentempié, Adiós España querida, dentro de mi alma te llevo metida, y se agolpaban en las sienes y en las  siembras más entrañables un tupido torbellino de emociones y ecos agujereados, de inquietudes y angustiosas esperas de dulces golosinas, anchas como la mar.
   La abuela, mientras tanto, ya casi ciega, muy cerca del viaje de la barca de Caronte, aguardaba en aquel mundo parado y silente de la aldea escuchando la radio, con un raído rosario en los sarmientos de la mano, pidiendo a la Virgen de las Angustias y a todos los santos por el feliz y pronto retorno de los allegados al redil con la carita ornada de frescas alegrías y recién peinada con las alforjas medio llenas, ansiando enterrar los fríos brotes invernales, suavizando los hervores y hematomas de impotencia, rabia o súbito atropello de enfermedades raras que llamaban a la puerta de la noche a la mañana cebándose con ellos.
   Algunas personas realizaban otros roles, dibujando surcos por vírgenes páginas, por líneas de un porvenir tal vez más próspero y risueño, de aplicado estudio, transitando por enrevesados y doctos renglones de libros gracias al brillante peculio familiar o al titánico esfuerzo y sacrificio personal, que de todo había, compaginándolo con otra actividad para la ineludible manutención, y se resistían los muy sesudos y testarudos volúmenes a que se les acariciarse el indiferente lomo con ternura para libar el néctar de sus flores o aprehender los recónditos secretos de los sabios sabores enquistados en las cochuras de sus entretelas y capítulos, aquellos ocultos mecanismos que dormitaban en sus cuerdas literales, o tentarlos al menos subrepticiamente en una solidaria confraternización; sin embargo sus frases, dictados, puntos y comas se mostraban desafiantes y huraños a la altruista y persistente entrega del colectivo estudiantil, debiendo sacar horas extras de la manga, de donde no había ni tiempo ni un socorrido coscurro que echarle a la boca de la memoria, porque, a causa de la malnutrición endémica, el racionamiento, brillaban por su ausencia los sustanciosos elementos vitamínicos, catalizadores del soporte de vida y energía indispensable para semejantes funciones, el preciado don del fósforo, que según la consciencia popular con tanta exuberancia proliferaba en la raspa del pescado.
   Por otro lado, aparecían los sones de los cencerros de los rebaños y los susurros de abejas que sonaban en los oteros, en los campos por antonomasia, junto a la laboriosa siembra de los labriegos, donde la dura y próvida tierra rugía descompuesta al contacto con los dientes del arado tirado por mulos o bueyes, crujiendo indefensa y pidiendo a gritos agua, abonos y compasión por las agresivas granizadas o locas tormentas, y con la mirada puesta en el horizonte los que tenían posibles se enganchaban a los anhelos, al horizonte que se iba perfilando al unísono de sus ritmos, subiéndose al tren de la vida, y exhalaban rutilantes destellos de superación, sensatez y progreso, inseminando en la urdimbre humana premonitorias simientes de bienestar social a través del sueño de un mundo justo, solícito y más humano.                           

    

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