Folio y medio fue,
pese al empeño por incrementar las páginas, todo lo que pudo sacar en limpio de
su magnánima generosidad. No hay más cera que la que arde –respondió,
mascullando palabros-, y a renglón seguido, -agregó taxativo-, los recortes significan
reducir y tienen que circular por los más diversos veneros, algo similar a las súbitas
ventoleras que se levantan de repente en los recovecos del cosmos, debajo de los
árboles o de la falda de Marilyn Monroe, o bien en la bolsa, en la sierra o en nuestras
mismas narices, llegando a las raíces del edificio humano hasta tumbarlo, porque
tenga usted en cuenta que sería harto cicatero conformarse con menos, achicando
agua sólo de tormentas, de sueldos, de sanidad, de educación, de personas dependientes
o de enfermedades raras, porque eso no se podría concebir en una galaxia o
planeta globalizados, por ende, todos reyes o todos villanos, y punto.
Y transcurrida la
sumarísima reunión salpicada de saliva creativa en las cumbres de la escritura,
eso fue todo el botín de la conquista, folio y medio. Menos da una piedra
–pensaría-, no sin antes haberse arrastrado una y mil veces por los suelos y los
cimientos de la razón besándole los pies a su graciosa majestad, y prometiendo que
esta vez no surgirán problemas ni raras historias, que emplearía todo el
potencial adecuadamente a fin de que no se vuelvan a repetir en los textos los
turbios avatares de antaño, cencerradas nocturnas por calles y plazas porque la
pareja rota, toda apresurada, se arrejuntaba al oscurecer en la fría alcoba, o torrentes
emocionales o rebeldías escriturarias sobrepasasen el cauce de lo estipulado,
portándose como un hombre, siendo un chico cuerdo, altruista y nada pendenciero
o rijoso ni travieso, no mirando las piernas de la dama que sube en minifalda por
las escaleras, ni apedrear perros callejeros o coger nidos de las copas de los
árboles o subirse a las barbas de los mayores o a los almecinos con el canuto
en la boca por el puro prurito de disparar, sin haberse cerciorado antes de su
estado anímico y el de la rama, ya que podría troncharse y torcer el sino de las
personas que pasan por el lugar o el suyo, cavando la propia tumba.
Y al cabo de las reiteradas
acometidas y esperanzados embates, cual mar empecinada en lograr sus legítimos derechos
de expansión y autonomía, pues he aquí que no hay nada nuevo bajo el sol. La Constitución
lo contempla -gesticula con convicción-. Es la sentencia. Punto y aparte o
puntos suspensivos. Folio y medio, eso es todo. ¿Hay quien se atreva a pronunciarlo
más alto y claro?
En semejantes coyunturas
de entrantes, salientes y degustaciones literarias, como la bandeja de canapé en
las bodas, en que los balates de la fantasía están a medio levantar entre el
follaje del papel, y los bancales andan aún medio perdidos y sin estercolar con
el nitrato poético, de pronto, y sin más ambages, se oye la voz, silencio, se
rueda, y hay que ponerse el traje de faena a toda prisa con intención de recolectar
los prístinos atisbos de la aurora, los mimbres sueltos, los vocablos
errabundos, y casarlos con la cesta de las sugerentes y diligentes filigranas y
frutos maduros y, ¡hala!, a mover ficha, a encestar en la red semántica, a masticar
historias, a desgranar lunas rojas o partir castañas sin darse un respiro o un castañazo
por las autopistas de la ficción, sacrificando lo que haga falta, ranas, musarañas,
murciélagos sin ébola, ruindades, paraísos, sin olvidar los componentes
culinarios restantes, ajos, ojos de lince, perejil, el sístole y diástole del
verbo, cebollas dulces, tomates en su salsa, rebanadas de mesura, latidos
cordiales, introduciéndolo todo en la olla a presión, y de esa guisa obtener un
guiso hecho y derecho, para chuparse los dedos, casi para competir con los demás
cocinillas, y servirlo a los comensales de las letras con todas las garantías,
en una mesa redonda engalanada con trapisondas, máscaras, ingeniosas escenas, amenos
trazos, ternezas, truculencias, rugidos, guiños y multitud de cuentos, bien en
el palacio de Versalles, el de la Magdalena o entre cálidos y estéticos sorbos de café o té
en la tetería de toda la vida.
Por lo tanto sería un gran dislate o acaso un delito
de lesa majestad descolgarse con bolígrafo en ristre por los singulares cánones
de un Ken Follet escribiendo como un descosido, con las estrictas criterios que
laten bajo el título, Folio y medio, toda vez que las endorfinas que lo nutren se
descuajaringarían, como higo maduro que cae de la higuera, nada más principiar la
urdimbre, al no tener cuerda para mucho rato, tildándolo a uno de mentecato, transgresor,
vulgar, beodo, bisoño, saltimbanqui e irresponsable de cabo a rabo, por lo que no
cabe otra alternativa, siendo preferible por tanto embelesarse con besos y caricias
de microrrelatos made in Monterroso o
Max Aub (“Cuando amaneció, el dinosaurio todavía estaba allí”; o “Lo maté
porque era de Vinaroz”) o haikús ( En mitad del charco/ brota toda hermosa/ una
rosa) o los dulces abrazos de Eduardo Galeano, que tanta savia creativa inoculan
en el cerebro humano y en la aventura de
escribir.
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