Ya voy, mamá, contestó
Carmencita acurrucada en un rincón de la casa, cerca de la cuadra donde dormían
el mulo y las gallinas.
Estaba reclinada
sobe la mecedora como de costumbre, sola y un tanto apesadumbrada. Se abrazaba a los anhelos y a su desdibujado
cuerpo, trepando por las ramas de la fantasía tapando su tierno y paliducho
rostro y los enredados cabellos sudorosos por la ausencia de aseo.
Llevaba el vestido arrugado
y desteñido con la costura de las mangas descosidas, y algún que otro sabañón en
los deditos del pie. Sin comida a la vista, las tripas le crujían vertiginosas dando
fe de la precariedad estomacal, aunque se había ido habituando en parte al
calvario del hambre, delatándola la delgadez del cuerpo, con unas uñas enjutas
y agrietadas por el desamparo.
Había días que ya no
le quedaban réditos para llorar o reír o incluso respirar. El líquido elemento
era tan solo lo que precisaba para renovar las lágrimas. La brisa acariciaba su
frágil y acongojada silueta en los descarnados peldaños de la soledad, que se hospedaba
en el vacío que la envolvía, sin visos de un porvenir. La causa la tenía
bastante clara, y sencillamente no se lo interrogó jamás convencida de que la respuesta
no llegaría a ningún sitio.
El agente promotor de la trama macabra estaba
cantado, y apartaba la idea de búsqueda convencida de que daba lo mismo, porque
no le serviría de nada. Y las tripas le volvieron a crujir puede que por última
vez, acaso advirtiendo de la inminente despedida.
La pequeña tomó
contacto con el insensible y frío suelo cayendo tras la pérdida del conocimiento,
buscando quizá en su regazo lo que nunca tuvo. Aquellas postreras lágrimas tal
vez le anunciasen el fin del sufrimiento, el temido e ingrato final.
Y si se interrogaba
por el paradero de los progenitores le producía una alergia asmática mayúscula,
pues la suerte estaba echada. Los abuelos ya habían volado al cielo. En
semejante tesitura no le valía la pena cuestionárselo, dado que sin querer lo
averiguaría. Y sólo le aguardaba el toque de trompetas con la llegada del
último trance, que sin apenas demora vendría a recogerla con los brazos
abiertos.
Al fin su viaje lleno
de mezquindades y penurias, se habría confabulado contra ella convirtiendo los
pasos vitales en polvo, en nada.
Ya voy, mamá,
descuida, y espérame en donde crece el ciprés, junto al fuego de las
sombras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario