Teniendo en cuenta que los eclipses o cataclismos no ocurren todos los días, lanzamos al viento interrogantes encontrados por si en nuestros pesares y cuitas los dioses se dignaran intervenir poniendo coto a tanto caos reinante.
¿Quién dijo que el pez gordo
se come al chico? tales aseveraciones no pasan de ser un puro espejismo, en
todo caso se cumpliría el veredicto en situaciones límite y especialmente en almas pusilánimes, derrotadas de
antemano, al levantarse con aires timoratos al despuntar el alba, no
emprendiendo con alegría sus labores, no cogiendo el toro por los cuernos.
O que sólo estallen de amor los corazones por primavera,
reduciéndolos a lo estrictamente vegetal, lo que acarrearía un serio fiasco. Hay que ir con
tiento y ser prudentes, porque nunca se sabe lo que hay detrás de la puerta, y
es necesario apagar el rescoldo de las antiguallas que aún aletean en el rostro de los días.
Es vox populi que toda regla
tiene su trampilla o egregias excepciones, siendo incluso más ostensible en determinadas taxonomías, por lo que urge divulgarlo al orbe, aclarando que no hay pueblo
chico, hombre chico o cucaracha chica, y creer que todo el monte es orégano, ya
que sólo se explota tal licencia en las Islas Afortunadas como reclamo turístico, precisamente en Tenerife, a fin de engrandecerlo en el espacio y en el tiempo, dando por descontado que es un minúsculo reducto rodeado de agua por todas partes.
Lo que de verdad existen en el mundo son
corazones mustios, ventanas cerradas a cal y canto o mentes obtusas, que
no se percatan en su mediocridad de los extraordinarios progresos que obtienen los denominados pueblitos, sobre todo en la vertiente creativa y
científica, porque sin ir más lejos en la misma villa de Guájar-Fondón crecen como la
espuma las auroras boreales, los sensuales palmitos y las más envidiables vibraciones.
Y hay quien atisba con razón similitudes harto verosímiles de los Guájares con emblemáticas ciudades de la
antigüedad, como Alejandría, célebre por su biblioteca
por antonomasia y faro, demostrando un inmenso amor por los libros y sus secuelas, extendiendo el símil al campo de los sentidos, con los sugestivos y fragantes jardines
colgantes de Babilonia, por el encanto guajareño de floridas macetas, arriates y
perfumados rincones que pululan por doquier.
La tarde de autos,
del inesperado encuentro en la guarida guajareña, se presentaba en sus comienzos indolente, burlona y somnolienta, con bostezos y torpes estiramientos, cual solitario perro callejero, dando muestras de
aletargamiento e impotencia, como si se hallase a las puertas de un aciago advenimiento, masticándose lo peor.
Antes de nada hay que reseñar la misteriosa transformación acaecida en el lugar del encuentro, como si algo fuera
de lo común se hubiese fraguado de repente por impulsos de una
fuerza supraterrenal, una especie de conjunción interplanetaria que hubiese venido a romper la mezquina monotonía de los días, modificando la estación que a la sazón regía, o fue acaso la invasión de lagrimillas de San Lorenzo, que hubiesen entrado clandestinamente por la ventana purificando la estancia, llevándose por delante los rigurosos
esquemas del cosmos, alterando las órbitas, sus triquiñuelas,
configurándose un nuevo horizonte en aquel breve espacio contra viento y marea,
presagiando los mejores augurios por el camino emprendido, ofreciendo a los famélicos contertulios un abanico de oportunos aperitivos, aromas y
sensaciones nuevas, bocados de cielo y todo un universo de prodigios, asombrando a
propios y extraños, suscitado por los estelares parlamentos e intercambios
científicos que se fueron prodigando en las mismas entrañas de la Era de la
Cruz, al cobijo de centenarios olivos plantados entre escarpadas pendientes y
amenazantes acantilados, no lejos del aliento del eminente maestro culinario.
En un principio se le concebía con visos de fracaso, al sopesarlo como algo enojoso, reiterativo y de poca monta, pero al poco
se dispararon la expectativas, el tono, el ritmo, las instruidas intervenciones, y fue entonces cuando
empezó a hervir la olla de los pensares, el rico guiso de hinojos y garbanzos, subiendo
los hervores hasta la cima de los cerros, extendiéndose por toda
la jurisdicción, y volaron tan alto que extasiaban por momentos a los
intervinientes, y a buen seguro a los que dispusiesen de Wifi o telepatía en los cercanos aposentos, sobre todo por la altura de miras y generosa humildad de los
participantes, engrandeciendo la atmósfera, el recinto, los confines de la villa, así como la mirada y la morada del homónimo anfitrión, creando una atmósfera embriagadora,
dulce, que los letraheridos no daban crédito a lo que percibían,
entregados como estaban a la tarea intelectual, a la creación literaria y mundos nuevos, de tal forma que aquello se transformó sobremanera en un abrir y cerrar de ojos.
Ocurrió algo insólito, como
si hubiesen recibido su cabezas de pronto un flash de lenguas de fuego con abundamiento de
manjares pensantes empapados de erudición y una inexplicable enjundia, según
se encontraban acomodados entre las cuatro paredes de la pulcra
guarida de Gonzalo, paladeando sabrosas ensaladas tropicales con guarnición
de los siete sabios de Grecia y las diez maravillas del mundo y un exquisito té, así como
las sutiles degustaciones de tarta de manzana ecológica de la casa, de un hondo
calado conceptual, propio de las más altas esferas regias y salones
palaciegos, y todo ello por el distinguido y depurado cariz que fue tomando.
Fue algo inenarrable,
como si un trueno entrase de pronto por la ventana, o se escenificase el arranque de
consagrados cantaores de flamenco con sus guitarras y se abrieran en
canal cantando fandangos, bulerías o peteneras con su maestría, o cayese de improviso una especie
de maná sobre sus neuronas desde lo alto, o brotase de abajo, de los mismos
pilares de la tierra una sustancia reconstituyente que configurara tan excelso
mundo con la rapidez del rayo, enriqueciendo las raíces y el fruto humano con una fresca y
genuina savia, no andándose por las ramas, tocando las esencias y los palos del saber embrujando el aire.
Y no era para menos, porque
el encuentro fue tan enriquecedor como inesperado, y tan cierto como el sol que
nos alumbra, de modo que ni habiéndolo planificado a conciencia y con la debida
antelación hubiese sido más brillante, porque si las rocas hablaran, que por cierto abundan en el entorno, a buen seguro que darían fe de lo que aquí se apunta.
Todo el ceremonial,
parafernalia, guiños y demás matizaciones rezumaban enciclopedismo por los
cuatro costados sin hojarascas ni raros mejunjes, sin tener nada que
envidiar a los ilustrados franceses de la época deciochesca, Diderot, d' Alembert y otros pensadores.
Aquella tarde, no se podían archivar sin más los tratados y documentos que allí se
escrituraron y rubricaron, pues hubo tal despliegue de navíos de guerra
conceptual y bombardeos mentales enterrando la palabrería, la mezquindad o la miopía que pasarán a los anales de la historia como algo único.
Al llegar los contertulios se
soltaron el pelo como fieras pensantes, generando momentos y días de gloria con
sus florecientes y talentosas intervenciones y reflexiones removiendo Roma con
Santiago, el norte con el sur, tratando lo divino y lo humano, la carne y lo
etéreo, lo filosófico y lo metafísico, lo magnético y lo terapéutico, rememorando
los multidisciplinares debates y reuniones de los políglotas y sabios de la
Escuela de Traductores de Toledo en la Castilla de Alfonso
X el Sabio, donde los diferentes rezos y razas, judíos, moros y cristianos
salían a la palestra con todo un mar de cuestiones palpitantes, amor y desamor, juegos de manos y de ajedrez, naipes y ricas florituras
de la flora y la fauna o de las estrellas y astros abriendo de par en par el
Trivium y el Cuadrivium, no dejando títere con cabeza.
Eran sin duda otros tiempos,
qué duda cabe, pero en aquel entonces se amasaban en sus telares las
claves de las corrientes científicas en boga, utilizándose todas las lenguas
que a la sazón había, árabe, latín y el balbuciente romance castellano o román
paladino, en la que solía el pueblo llano hablar con el vecino, o cortejar a
damas o lo que se terciase.
Y salvando las distancias de
tiempo y lugar, acá en Guájar Fondón, en la guarida del Cóndor peruano, a la vera del río de la Toba, cerca de la presa donde antaño se refrescaban los cuerpos desnudos de los mozalbetes, estaba ocurriendo otro tanto, aunque
no alcanzase los laureles, las músicas acordadas o los boatos de aquellas prístinas
efemérides, pero no obstante se podía proclamar a los cuatro vientos que no le iba a la zaga.
Resultó ser al fin un evento cultural concienzudo, fraternal e ingenioso, sin que nadie lo hubiese planificado, pues de súbito desenvainaron las espadas de sus hondas concepciones e ideales,
cada cual a su manera, estilo e idiosincrasia, y acometieron lo mejor que pudieron la temática y el argumentario que manaban a borbotones, aunque arrimando cada
cual el ascua a su sardina utópica, pues como expertos culinarios y cocinillas
que eran y siguiendo las pautas del gran Cocina, aderezaban unos platos y
espetos únicos, al estilo de aldea global, con tintes mejicanos, peruanos,
motrileños, salobreñeros y guajareños que se chupaba uno los dedos.
¡Cuánta nota significativa
dormía en sus cuerdas! ¡cuánta anécdota suelta entre las
sombras!
Y como estaba previsto, se inició el paseíllo torero, la rica delectación en el singular escondrijo, y se fue
desmenuzando lo más gordo primero, picoteando frutos frescos, maduros y secos, y limpiando el fresco pescado
recién traído del mar de la vida.
La filosofía, la estética, la
ética, la terapia, todo el cóctel sin excepción se iba colando por los intersticios de la trituradora, discurriendo las sensatas y serias cavilaciones de los tertulianos, siendo dignas del mayor encomio y admiración, por el
alto grado de reflexión y cordura, siendo algunas merecedoras de enmarcarse en sublimes
frontispicios, como cuando el tertuliano Sergio, con mando en plaza, manejando con soltura la batuta emulaba al inmortal artista y paisano del celuloide, con su peculiar estilo de voz, latiguillos y timbre engarzando los vocablos, tejiendo ramilletes de flores de múltiples colores y frescos pensamientos recién segados en
el jardín de las delicias de los sueños, que despertaban a las piedras.
No es necesario desplazarse a
París, el Cairo o Roma para deleitarse un día cualquiera, basta con acudir a esta singular guarida donde, cual arca de Noé, se guarda un animal de cada especie para
que no se extinga en el devenir del tiempo por mor de raros diluvios, guerras atómicas o malignos tornados.
En el caso que nos ocupa, sin
querer tocar la luna con los dedos o cuadricular el círculo, se puede afirmar
sin tapujos que aquella tarde se puso una pica en Flandes, disfrutando con la sencillez y la más recalcitrante espontaneidad de la vida creativa, que
brotaba del talento humano, servido en fructíferos cuencos y momentos de sabia armonía
con el cosmos, dándose la mano entre sí los corazones en ese aventurado y
venturoso encuentro.
Y de esa guisa transcurrió el inesperado
encuentro en la célebre guarida, en Villa de Guájar Fondón, y así lo narra el cronista, reencarnado todo en el alma y en la
quintaesencia del anfitrión, que no se sabe a ciencia cierta si vino del Perú volando como
un cóndor o de polizón por tierra, mar o aire a poner los eruditos huevos en este nido enclavado en las estribaciones de la legendaria Era de la Cruz, silo de vitales granos para el sustento, el pan de la vida, y como no sólo de pan vive el
hombre, se llevan a cabo unos encuentros literario-científicos, que
tienen mucho ver con la armonía de las esferas pitagóricas y los movimientos interplanetarios de épocas
medievales, poniendo la guinda lo último de nuestros días en el campo de la investigación.
Y como fruto de esa tarea de traductores,
la lengua castellana y los hispanohablantes se enriquecieron (al igual que en el inesperado encuentro de los Guájares), incorporando no sólo léxico científico y técnico del mundo árabe sino del grecolatino, engrandeciendo el acervo cultural románico e hispano.
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