"El vino alegra el ojo, limpia el diente y sana el vientre".
"Vinos y amores, viejos son los mejores".
Cuando no le salían las cuentas según iba subido en la bestia hacía un alto en el camino, atándola a la argolla de la taberna y se tiraba al alpiste.
Se liaba la manta a la
cabeza, como aquel que dice, parando el flujo estresante diciendo para sus adentros,
que salga el sol por Antequera. Y como otro Lazarillo que está hecho al vino y
muere por él, bebía hasta ponerse ciego, bebiendo a caliche de la botella de
cocacola rebosante de vino, levantando el codo con sin par desparpajo en tales
coyunturas.
Aquel día el arriero no podía
más, pese a la euforia por los cuartejos
que llevaba en el cuerpo, al evocar el vencimiento del préstamo para la boda de
su hija Angustias, no llegándole la camisa al cuello.
No sabía qué hacer. Unas
veces especulaba con jugárselo todo a
las charpas con un nutrido rancho de competidores en la plaza del pueblo o
al monte en un reservado. Y otras, se planteaba ir a Pinos del
Valle o Polopos, qué más daba, a fin de conseguir un anticipo a cuenta de la
cosecha del año que viene.
En ocasiones amenazaba irónico, entreabriendo los rijosos ojillos,
con acercarse a cobrar cierta deuda a algún pueblo de al lado, pero se decía a sí mismo, ¿y para qué voy si no
me deben nada?.
Y ofuscado por las
circunstancias, le pasaban por la cabeza las más drásticas ideas, tirarse por
la Torrentera del pueblo, pegarse un tiro o algo más razonable a todas luces,
agarrándose a la vena religiosa, salir de penitente acompañando a la Virgen de
la Aurora en procesión hasta la Era de la Cruz, y recibir la bendición junto
con los campos, las sementeras y los animales del entorno, y de ese modo renacer
a la vida, como un hombre nuevo, radiante, hermoso y limpio como el dorado
trigo de la parva que se aventaba los veranos en la Era para el posterior sustento
guajareño, amasando en el horno el pan de cada día, haciendo felices a chicos y
grandes.
El remedio urgía tomarlo,
pero la calentura del pago del préstamo le llevaba a beber como un cosaco
tomando un cuarto tras otro en el bar de Juanito el Tito la mayoría de las
veces hasta las tantas de la madrugada.
A
veces llegaban los parientes o amigos a saludarle, dándole ánimos y consejos,
mira, Juanico, todo tiene en esta vida arreglo menos la muerte, y no
reaccionaba, encontrándose en un callejón sin salida y en un estado etílico de
padre y muy señor mío, tarareando risueño coplillas:
- ¿Borracho yo?, tururú.
- Oye, Juanico, -apuntaba alguno- el mulo
se ha soltado y corre como un loco calle abajo con la carga arrastrando.
-Pues que corra y pare el carro cuando le
plazca, que yo sé el camino de mi casa, y si me veo en apuros llamo a mi amigo
el alguacil, y corriendo me prepara alguna guarida, pues no me importaría
dormir en el calabozo, el local que hay debajo del antiguo Ayuntamiento, antes
carpintería, donde se hacían apreciados muebles y utensilios a la carta,
armarios, bancas o mesas para la escuela, la iglesia o las alcobas, y los
ataúdes para el último viaje, y ahora es el bar de los desguaces o
jubilados, bueno, y a todo esto, ¿quién ha dicho miedo? -porfiaba-, echando
otro trago y añadiendo, ¡más se perdió en Cuba!
El vino hace milagros, pero
también perturba a los sentidos y al cerebro si se abusa de él, como le pasaba
aquella mañana al arriero, imaginando que de esa manera no se enfrentaría al
desairado trago del vencimiento del préstamo que pidió a su amigo del alma.
Y por otro lado se le venía
encima, como piedra de molino, la religiosa ceremonia de la iglesia, ya que era
bastante creyente, y se imaginaba al párroco impartiendo la bendición a los
desposados recibiendo el sacramento nupcial la hija con el pretendiente de
Guájar Faragüit, y debía guardar las formas y un restillo del peculio de la
última cosecha de almendra para lo que se avecinaba.
Porque estaba a la vuelta de
la esquina el casorio de Angustias, a esa edad en que los aromas y hermosura
bañan el semblante y el ambiente y cantan los ruiseñores en derredor.
Hasta hacía muy poco, la
pobre Angustias se negaba a vivir. Pasaron noches de perros. Y por fin la
opinión familiar pudo más, logrando llevarla de nuevo a la vida, postergando
las devotas ansias de servir a Dios profesando el voto de castidad en el
cenobio, al aceptar las relaciones de noviazgo con el mozo que la familia
consideraba como un buen partido.
Y de buenas a primeras se
hizo la luz en sus estancias, diciendo adiós a los vírgenes anhelos de
espiritualidad en el convento, y en un plis plas se fijó la fecha de boda, mucho
antes de lo que ellos hubiesen imaginado.
Sin embargo el cambio de
rumbo de la núbil daba que pensar, ¿qué artimañas habría utilizado el
pretendiente para tan inesperada mutación, tal vez amenazas, recompensas sin
límite o alguna herencia secreta...?
Y no pudiendo el arriero
digerir tal mezcolanza de súbitos advenimientos en tan breve tiempo, bebía y
bebía vino de la costa o mosto de la Rambla o Jurite poniéndose morado,
porque era lo que con mayor facilidad entraba en esos momentos por su garganta
granjeándole felicidad.
Era sin duda un remedio
bendito para olvidar, durmiendo luego el tablón, estando fuera de combate y sin
figurar en la lista de morosos o deudores, y se reía a mandíbula batiente del
mundo y no sólo de las deudas que, aunque fuesen de pura usura, era lo que
había en aquellas calendas de negras estrecheces, y sobre todo cuando los
tiempos se confabulaban para que no valiesen los frutos, y los campos se
esquilmaran de repente por falta de agua, no sirviendo de nada las rogativas al
Señor, desfilando todos los vecinos por las angostas y polvorientas calles de
entonces, quizá recordando que el hombre fue hecho de polvo,
movilizando a todo el personal para tan alto fin, poniendo rabiosos a los
perros la algarabía humana, y nerviosas a las gallinas que picoteaban alegres
por las calles, así como las conversaciones ("comeaciones") a calzón quitado que entablaba la concurrencia,
que hasta el marranillo del santo patrón, que deambulaba y hozaba a sus anchas
por las callejas de la villa, todo enseñoreado y manso, se quejaba gruñendo
como un descosido por tanto alboroto de campanas, plegarias o cánticos a la
divina providencia.
Cierto día, según bajaba
Juanico con el mulo por la Cuesta de la Hoya, tarareaba canciones como, Una
piedra en el camino me enseñó que mi destino era rodar, rodar y rodar...
quizá pensando como el poeta que cantando la pena, la pena se olvida, y
volaba por su cabeza un sinnúmero de impetuosas y extravagantes vivencias o
ancestrales pensares populares como, "No por mucho madrugar amanece más
temprano", "donde las dan las toman", "año de nieves, año
de bienes" o "arrieros somos y en el camino nos encontraremos",
mas no hallaba respuesta a lo que buscaba.
Y abundando en el desconsuelo,
menos recomendable sería cruzar a las primeras claras del día los oscuros
morros del Tablazo bajando hacia el río de la Toba, por donde discurren sonrientes
y saltarinas las aguas, pues aumentaría la lobreguez del alma.
El animal debía beber agua
cuando fuese preciso, y parecía que lo escuchara al ver su reacción al
olisquear la tasca, pues quería beber también, quizá para congratularse con su
amo.
Al entrar en el bar lo primero
que asomaba por el mostrador era el cuartejo de vino acompañado de cacahuetes,
garbanzos tostados o habas con bacalao para saciar el hambre y refrescar la
garganta, pues se presentía harto dura la jornada, desatascando con el riego
los atranques existenciales y los del gaznate, que a buen seguro que con el desgaste
del camino vendrían mulo y arriero jadeando como perros con la lengua afuera.
¿Si al menos se hubiese
acabado ya el duro crujir del vivir, o el hondo dolor mudo!
A ver cómo viene este año la
cosecha -se decían unos a otros. Y si las nubes se dignan hacer una gracia y
traen lluvia buena y pareja, y no pasa como a Bartolo el otro año con la jaca
blanca que compró en la afamada feria de ganado de Motril, que por poco si se
la lleva la crecida del río, pues tuvo mucha suerte, ya que, además de librarse
de la muerte, la compra fue fruto de un buen trato, muy bien llevado por cierto,
argumentando con las mejores razones, insistiendo el comprador, como un
cascarrabias, en lo que creía era lo justo, dándose al final la mano y la
apalabra y trato hecho. Eran otros tiempos.
En cambio en otros conciertos
la música variaba como de la noche al día, y si no que se lo pregunten a mi
compadre, que los otros días se le murieron dos cabras con unas ubres de oro, y
un marranillo ya criado, no sabiéndose a ciencia cierta la causa, algunas
lenguas, jugando a veterinarios, apuntaban a una extraña epidemia llegada de
ultramar, torciendo las buenas perspectivas, o envenenando el atajo por donde
intentaba camuflar algún pellejo de aceite de oliva de estraperlo, o algo
similar en aquella época de carestía, con idea de sacar unas perras para el pan
de los niños, y si algo sobraba guardarlo para el préstamo, porque cada vez que
se cruzaba con el usurero se lo advertía con acritud en mitad de la calle.
Los álamos de las márgenes
del río de la Toba, con su corpulento follaje acrecentaban más si cabe la
oscuridad reinante, y daban pie a lanzarse a la aventura, a retozar, a saltarse
las leyes, a madrugar saltando de la cama, aunque sin pasarse -argüiría
Juanico-, pues mal iría la cosa si perdía la cuenta de los lingotazos de ginebra
que engullía cada mañana para abrirse paso en la vida y los ojos matando el
gusanillo y las carrasperas vitales, porque del abuso de tales mejunjes el
cementerio andaba lleno.
Era todo un ritual la
copichuela de ginebra al rayar el día, a fin de templar las cuerdas de la
guitarra corporal y los sinsabores, un tanto destemplados por las actuaciones
orquestales a la intemperie y las contracorrientes del fluir humano.
Y a la hora acostumbrada del
almuerzo iban llegando exhaustos los arrieros, atando del ronzal a las bestias
a la puerta de la taberna, unas veces en la venta de las Angustias y otras en
el cortijo de Cañizares, y cogían la talega con lo que llevaban aviado en las
alforjas, y entraban felices y contentos en el templo del dios Baco pidiendo alborozados
con voz en grito, m a r ch a n d o u n c u a r t e j o de vino
tinto (o del terreno o mosto de fulanito que este año lo tiene muy
bueno).
El tabernero (o tabernera aún
más) alegraba a los clientes contando historietas, chascarrillos o las últimas
noticias del pueblo, quedando agradecidos de corazón, abriendo todos los
sentidos a lo que les espetase, pese a que algunos tenían más cuento que
Calleja, contando lo que no estaba en los escritos, muertes espeluznantes,
picaduras de avispa en los ojos o de escorpiones en el trasero, cabras
despeñadas por los cerros o alguna cencerrada de pareja, incluso algo que a su
vez se lo había contado alguien y éste otro a un tercero y así sucesivamente
hasta los confines de las cortijadas, y cosas así.
Una vez satisfechas las
ansias más intempestivas, tornaban a la labor unos y otros y John, el
extranjero que no le faltó tiempo para aclimatarse a las costumbres del pueblo
guajareño, siendo uno más de la cuadrilla, que quieras que no le gustaba el
tinto como al que más, cargándose a veces más de la cuenta
En aquel templo de Dionisio se
sentían los amos del mundo, un Nikita Kruschov o un Ike Eisenhower, a salvo de amenazantes
tormentas o tormentos familiares, ensartando sueños, cual otro John Wayne en el
celuloide, aunque con la cabeza perdida a veces u ocupada en no se sabía qué,
acaso en pegarle fuego a las inquisiciones, pejigueras o pesadumbres echando un
gran chisco en la plaza del pueblo y quemar las facturas del desamor o de la
luz, la cartilla de racionamiento u otras doloras, no pudiendo pasar por alto
ni un minuto más el calzar al mulo, siendo algo superior a sus fuerzas,
colocándole las nuevas plantillas, unas herraduras de primer orden, porque ya
no aguantaba más el pobre animal, pues era su salvavidas.
Sin embargo el arriero,
incluso con las albarcas roídas y el corazón partío siempre estaba dispuesto a
subir o bajar cualesquiera cuestas (de Panata, la Hoya o del camino de Faragüit),
no faltaba más, como si fuese de acero como el borrico Platero, no habiendo
tiempo que perder, y los compromisos y labranzas no esperan, y no había más
remedio que jugarse la vida a diario, bien dando un porte o echando mano del
contrabando de bajo voltaje, llevando a la capital de la comarca, Motril,
algunos odres de aceite o frutillos u otros surtidos, arrimándolo pacientemente
a la churrería, tienda o taberna que se pusiese a tiro.
Y al hilo de los surcos de la
pluma surge la duda de que siendo como eran muchos los guajareños de
ascendencia morisca (indelebles huellas lo delataban), no se sabe a hasta qué
punto se les atragantaría o remordería la conciencia al echar mano tan
alegremente y con tanto amor de los productos porcinos y vitivinícolas,
obviando las severas advertencias del Corán.
Al parecer compaginaban con
suma diligencia y exquisita cortesía lo antiguo y lo moderno, el jamón de pata
negra con los ricos caldos de la tierra o del globo, entrantes emblemáticos en todo
tiempo y lugar (otro tinto en Oporto, Burdeos o el Cairo podrían atestiguarlo),
porque allá por el siglo trece el primer poeta castellano de nombre conocido,
Gonzalo de Berceo, lo resaltaba en los poemas del Mester de Clerecía, "Ca
non so tan letrado por fer otro latino,/ Bien valdrá, como creo, un vaso de bon
vino, y escribir en romance claro y llano, en el cual suele el pueblo fablar a
su vecino" .
Otros oscuros parámetros, no
por ello de menor pleitesía, hervirían en sus abigarradas mentes, pero se
diluían entre la umbrosa neblina de los apretados cerros guajareños, como el
harén, que seguramente más de una vez pasaría por las mientes del arriero
anhelando ser sultán por un día con el reglado séquito, no obstante las aguas
masculinas fenecían ante el furibundo oleaje, al chocar contra la muralla de la
resignación cristiana, tanto del viejo como del nuevo.
Y ocurrió algo sorprendente.
Un tañer extemporáneo retumbó al crepúsculo por el cerro del Águila, por cuyas
estribaciones discurría en esos instantes el arriero, un sonido parecido al de
un viejo y cascado cencerro, era el doblar de campanas por la muerte del
usurero, miró al cielo el arriero, se santiguó y sintiéndose liberado descansó.
Y Angustias recibió al cabo
lo prometido por el compromiso nupcial, la herencia de su marido, que por
caprichos del destino no era otra que las posesiones del usurero.
Y mientras tanto el reloj
seguía impertérrito su curso, sin detenerse, oyéndose imperiosos los sones y
repiques de campanas, el bullicio de la gente cruzando las calles, la banda de
música, los puestos de turrón y dulces y otras chucherías, estallando el
castillo en la plaza con lanzamiento de cohetes y traca iluminando los cielos,
era el día de la Virgen.
Albricias, guajareñ@s, a
disfrutar de estas fechas tan señaladas, tomando con familia y amigos ricos pestiños,
buñuelos, morcilla, longaniza, pan de higo, chicharrones, higos chumbos,
arencas, granadas, racimos de uva y mosto, mucho mosto, pues septiembre llegó,
como cantaba José Guardiola, "... con sus manzanas fuertes, con sus uvas
maduras, con sus flores silvestres", ...y, como buen arriero, por todos
los caminos te buscaré sin verte.
1 comentario:
Lo he disfrutado y mucho... te dejo constancia para evitar perderme 😉
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