Una
entusiasta vendedora ambulante de Senegal recorría bulevares y balcones de
Europa y del mundo incendiando las calles con sonrisas y elegante porte
destilando humanidad y valor, no teniendo nada que envidiar a la reina de todo
un imperio donde no se ponga el sol, exhibiendo con garbo los artesanales
trabajos de los ancestros para nutrir a los suyos.
Hay que quitarse el
sombrero ante ella, porque, con la que está cayendo de virus y vivos salteadores
de caminos, no duda en arriesgar la vida por un puñado de euros.
La dama con la cabeza
bien alta caminaba con singular equilibrio llevando un canasto atestado de
baratijas y variados artículos encima de la cabeza, exhortando a los
transeúntes a aportar un granito de arena contra la hambruna hurgando en los
sentires con idea de despertar el amor al prójimo, comprando algo para acallar
el llanto africano.
Estas infatigables
trabajadoras atraviesan durante su viaje bosques, desiertos o las columnas de
Hércules capeando corrientes u otros circuitos que ponen en peligro su vida y a
veces la de los retoños que cual marsupiales transportan formando parte de su
cuerpo.
Nada se sabe con certeza
de la casa que habita, y si dispone de sólidos pilares y techumbre segura, o
quizá viva a la intemperie en permanente contacto con las estrellas,
murciélagos o espíritus de los antepasados revoloteando por la atmósfera
celeste.
Se desplaza de un lado para
otro sin caer en el desespero en el laborioso quehacer, y sin más recursos que
la férrea voluntad para lograrlo.
Oh casa, mi casa, que
con tanto énfasis se pronuncia en el film de E.T. en estos tiempos que corren
de tanta incertidumbre estremece más si cabe por los estranguladores virus, al
ver a esta heroica mujer con la alegría en los ojos haciendo su trabajo,
teniendo el cielo ganado por su abnegación y entrega, yendo con aires nuevos por los viejos rincones o pasadizos de los continentes pregonando unos nimios
objetos peleando por la subsistencia ejerciendo de trotamundos, echándole
coraje a las contrariedades deshilvanando el ovillo de las
necesidades, enfrentándose a todo con no poco desparpajo y clase asustando al
miedo o al desamparo, y no morir en el intento.
En la memoria de la
colectividad humana se mece toda soberana la casa, el dulce hogar del celuloide
en las épocas doradas de la meca del cine. En el mundo en el que se mueven
estas criaturas es una pura utopía o entelequia, ya que no se dan cita en su
vida, toda vez que caerían en una gran depresión por no estar vacunadas para
ello o con el leitmotiv de una vida acomodada y digna, tan sólo buscan abrirse
camino a un mundo mejor fusilando las penurias, evitando lo peor.
La voluble fortuna da
pie para evocar algún lema o juicioso pensamiento de la experiencia humana
como, “dichoso el que en su casa vive y muere, porque hasta los pobres son
reyes”.
Si el hombre primitivo
levantase la cabeza y viera la que hay montada con desahucios, okupas,
especulación, burbujas inmobiliarias o siniestras residencias de mayores se
quedaría de piedra, y se mofaría a buen seguro de nuestras cortas luces al
vernos como auténticos energúmenos o aves de rapiña aplicando el proverbio
latino, “homo homini lupus” (el hombre es un lobo para otro hombre), y
rememorarían ipso facto los bucólicos tiempos de prístina creatividad y bonanza
cuando perfilaban plácidamente en las paredes de la cuevas siluetas de
bisontes, elefantes, dinosaurios, etc. disfrutando como enanos, sin
irritaciones por abusos de contadores de agua, luz, gas o acuciantes problemas
que acechan hoy día a la gente a la vuelta de la esquina, como ocurre sin ir
más lejos con esta maldita pandemia.
En aquellos tiempos en
los refugios o guaridas (como la ilustrada guajareña) no había problemas con
los vecinos, porque no le ponían puertas al campo, a los espacios, ni existía
la usura o abusivos gravámenes gubernamentales a los ciudadanos.
Eran
unos pocos, y se respetaban entre sí tanto en parcelas o roturas de terreno que
configuraban en lomas o cerros según dejaban de ser culos de mal asiento u
obsesivos nómadas convirtiéndose en sedentarios.
Probablemente sea ése el
punto de arranque del bache, el siniestro porcentaje de obesos, unos por
adicción al fast food, y otros por no moverse o por raros sones que no vienen
al caso, pero en todo caso de sobra se sabe el desenlace al llevar una vida
súper sedentaria, que nada tiene que ver con el concepto de sedentario de la
denominación primitiva siendo todo un peligro actualmente, y uno de los
principales factores de riesgo causados por irresponsabilidad o abandono.
La aseveración clásica,
“casa con dos puertas mala es de guardar”, y más si se dejan abiertas, no hace
ninguna mella en Leocadia, porque según su genuina filosofía hay que estar
dispuesto en todo tiempo para pillar presto la puerta por incendio o terremoto
que de improviso acontezca, por tanto según sus cálculos lo más importante no
estriba en sentirse seguro en casa colocando una tranca contra los amigos de lo
ajeno, que entren a deshora y la desplumen, y contando con que no le den
un golpe en la cabeza si parpadea por un eventual ataque de nervios.
Su raciocinio se
fundamentaba en dejar la puerta entornada día y noche como signo de seguridad y
garantía de salud, por si el techo se hunde o arde súbitamente la casa, algo
semejante al dicho popular sobre las lentejas, “o las tomas o las dejas”.
El balcón o ventanal siempre
ha sido un espacio por donde se han expandido las emociones o los más
recónditos sentires colocando banderas, ricos tapices u otros enseres para
delatar alegría o exaltación de lo patriótico o algo similar, aunque en otros
momentos de turbiedad extrema ha servido de tubo de escape de malos augurios o
contaminaciones reinantes por insostenibles momentos de pandémicas enfermedades
como ahora o bombardeos bélicos, si bien últimamente ha sido lo más calamitoso
que imaginarse pueda, al no poder visualizar por ningún sitio al enemigo que tienes
en frente, y ni siquiera se podía salir a la puerta de la calle, porque se hallaba
de manera invisible con la metralleta automática en la mano apuntando, persiguiéndote
el muy cobarde, provocando un sin vivir de padre y muy señor mío.
Era tan horrenda la
pútrida corriente que se respiraba en el confinamiento de la pandemia que, pese
a la claustrofobia, se resistía Leocadia a pisar la calle para hacer la compra u otras necesidades, se diría que la
agorafobia se le estaba instalando en la piel haciendo mella en las sienes, de
tal forma que ni por asomo se asomaba al balcón manteniéndolo cerrado a cal y
canto, negándole el pan y la sal al virus que por inverosímiles recovecos
anduviese al acecho.
Ya no recordaba Leocadia
el tiempo en que se le caía el techo encima si no pisaba la calle para exhalar
a los cuatro vientos los pesares, flatulencias o capturar gazapos, chismes o
noticias del vecindario, escarbando en las más inverosímiles fuentes o rescoldos.
La casa se había
convertido en tan dramáticas circunstancias en un búnker defensivo contra el
temible enemigo, siendo la mejor estancia de protección, sintiéndose dentro
seguros ante las envenenadas embestidas, ya que al salir a la rúa los
malnacidos bichos podían echar el guante a cualquiera, obligando a acudir
imperiosamente a urgencias y ser sometido a una tortura médica en la UCI,
siendo un afortunado a pesar de todo si no se encontraba colapsada, aunque
teniendo menos esperanzas de salvarse que Carracuca en tan arriesgado y macabro
juego o tiroteo, el cuerpo a cuerpo, en la batalla hospitalaria.
Gran ventaja tienen en tales coyunturas los cocinillas, que se ponen el mandil y se prestan a innovar platos de restauración en secreto al estilo de los premios Michelín, pero no cabe duda de que algún día saldrá a los cuatro vientos su labor, siendo reconocidos por las creaciones y talento oculto entre fogones y tiritones de frío por los ataques de la pandemia pasando las noches en vilo, y a veces no teniendo agallas o argumentos para mirar el porvenir con confianza, todo lo contrario que les ocurre a las damas que emigran de sus respectivos países con toda clase de género y baratijas para el mercadeo en la rica Europa, su paraíso encontrado, que con no poco orgullo y prestancia con el breve canasto en la cabeza se mueven como pez en el agua pregonando al mundo el producto, desenvolviéndose cual sabias diosas o chamanes mostrando una envidiable entereza digna de encomio, yendo muchas con bebé a bordo, y no les amedrenta la fatiga, la tormenta, la pandemia o la falta de alimento, y renacen de sus propias cenizas, cual ave fénix, con unas nuevas fuerzas sobrehumanas manteniéndose en la brecha, pateando inquietudes, plazas, callejones o barrios en pro de sus metas vitales, alimentando la esperanza de una vida mejor para sus vástagos, sintiéndose una madre feliz.
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