Con los más halagüeños sueños se disponía Mario a ir al trabajo como de costumbre en el autobús de ALSA, convencido desde hacía tiempo que era un medio de transporte harto confortable y seguro, encontrándose como en casa, relajado, leyendo o durmiendo o hablando con familiares o amigos, en buena compañía y en las mejores manos.
Últimamente había llevado a cabo todos los preparativos
para pasar las vacaciones de Semana Santa con la familia en el campo, respirando
nuevos aires y desintoxicarse del síndrome del hastío rutinario.
Una idea genial, pensó Mario, que le
vino al toparse con unos hexámetros del poeta Horacio alabando la vida retirada
lejos de la voluble fortuna y usura, y andaba ensimismado rumiando en tales coyunturas las
bondades del campo deleitoso con la mayor ilusión del mundo concretando proyectos
y haciendo cábalas como el cuento de la lechera, cuando de súbito se le troncharon
los sueños, al entrar por la ventana amenazadoras corrientes del mar de la vida.
La cuestión palpitante no se ceñía a
supuestos caprichos porque sí de ninguna de las maneras, cuando se entera del
decreto gubernamental avalado por la OMS en el que se ordena el confinamiento inmediato
de la población por mor de unos brotes sanguinarios de pandemia detectados al
parecer en China.
Mario, que vivía libre como el viento
desafiando los más serios ogros o negras tempestades del cielo y vías terrenales
y sin tiempo para reaccionar se ve obligado a modificar ipso facto los planes
mudándose a un Crucero, acatando el mandato rubricado por los doctos arúspices
del maquiavélico virus, asumiendo sin remilgos las nuevas recomendaciones echándose
en brazos de la divina providencia pisando pensamientos y tierras vírgenes en
el fluir de los días, pensando qué hacer para no contagiarse de la terrible plaga
y recluirse en casa, emprendiendo un singular e incierto crucero con el ojo
puesto en los dictámenes que fuese ofreciendo el capitán del barco.
Y al poco se oía por los altavoces
del puerto el aviso confundiéndose con el nervioso hervor de la concurrencia, “Atención,
viajeros, acomódense en sus camarotes que vamos a zarpar rumbo a Utopilandia”,
un mundo recién descubierto por los más eximios expertos de la NASA, China y
Rusia en viajes interplanetarios y asoladoras pandemias así mismo.
Se empezó a divulgar por los
medios que los primeros brotes tuvieron lugar en China, no sabiéndose el leitmotiv
del affaire o intereses ocultos de tan denigrante empresa, surgiendo la duda de
si el susodicho virus fue creado a conciencia en un laboratorio por venganza comercial
o fue fruto de la madre natura como degeneración del cambio climático.
A lo largo de la travesía todos debían
tomar conciencia de que sus vidas pendían
de un hilo, y había que estar atentos a los vaivenes de los fallecidos y del
barco por las corrientes del Golfo e indicaciones de las autoridades sanitarias
poniendo los puntos sobre las íes sobre la marcha y posible fecha del desembarco,
así como tomar nota del desaguisado y desconcierto social fraguado en los
distintos camarotes por la aparición de posibles contagios del invisible
enemigo, portando en el pico lo que no está en los escritos de maleficios y su torticero
comportamiento, generando neumonías a la carta, por lo que todas las
precauciones que se tomasen eran pocas.
Por el oscurantismo de las laberínticas
intenciones del virus, y la suma gravedad
de las circunstancias en que se veía envuelto el personal, no había más remedio
que embarcarse pese al vértigo de algunas personas, y según fueran pasando los
días y la evolución de los contagiados se irían desmenuzando paulatinamente los
intríngulis de la pandemia.
Para informar al público en general se había expuesto en un gran panel
con todo lujo de detalles las diferentes actividades a realizar durante la
travesía, a saber, horarios, eventos, áreas de descanso, concursos, talleres, programas
culturales, ven a cenar conmigo esta noche, comidas de protocolo, amor a
primera vista, barbacoas, picnics y un largo etcétera hasta completarlo.
Entre otras recomendaciones dignas de
mención figuraba el consejo encarecido a los viajeros que no tirasen basura por
el suelo del barco, ni por la borda cuantas novedades se les fuese trasmitiendo,
porque pondrían en riesgo la vida de los demás y la propia, por lo que debían cumplir
a rajatabla lo dictado.
Convenía no relajarse en el confinamiento en el cumplimiento de las
pautas a seguir por insulsas o extemporáneas que pareciesen a algunos como, aplausos
en las ventanillas del barco a las ocho de la tarde, no salir a la puerta o
cubierta a hacer footing, no alzar la voz en el pasillo del camarote por desavenencias
con la pareja para no turbar a los tiburones que se crucen en sueños o en alta
mar (¿¡personas asintomáticas!?, así como a los demás pececillos compañeros de fatiga
(indefensos convecinos atrapados), porque al menor descuido la travesía puede atragantarse
y alargarse más de la cuenta cayendo en perversas recaídas no deseables para
nadie, como regresar de nuevo a la uci.
Por otro lado se precisaba hacer mucho hincapié
en la trascendencia de lo novedoso de todos estos episodios nunca vividos, como
el de ser una ruta altamente peligrosa por imprevisibles acometidas de
contagio, corrientes marinas, el paso por el triángulo de las Bermudas o estado
febril de personas bajas en defensas, así como ser totalmente desconocido el
itinerario entre otros motivos por ausencia de faros de alta gama o ser
inservibles los GPS en los avatares en los que nos movemos, en todo caso puede
que nos sacase del apuro por su veteranía el de Alejandría (los internistas
hospitalarios), y la posibilidad de estar sembrado de avisperos acuáticos, que
se pegan a las partes más vulnerables del barco (la casa), nadando en esas interioridades
placenteramente los muy infames, y los albatros más aventureros y famélicos se
dejaban caer en picado sobre el barco con sus fuertes garras llevándose la
presa, provocando desgracias.
No cabe duda de que hay que proclamar
a los cuatro vientos que es una ruta nada aconsejable por no haber sido nunca transitada
por ninguna tripulación, como no fuese el Arca de Noé, el providencial salvavidas.
En la casa (¿el crucero de marras?) había
antaño un tráfico intenso con todos los miembros de la familia al completo, con
su trajín diario, y las ingentes labores agrícolas que realizaban entrando y
saliendo por la puerta de la fachada principal, y por la de la izquierda, menos
impoluta según el plano del edificio, conducía al establo donde dormían los
animales, ocurriendo a veces cuando el hambre apretaba que unas cuantas
gaviotas desnortadas o desmejoradas planeaban por el tejado del crucero echándole
el ojo a boquerones, jureles, bogas o bocatas de jamón pata negra que había encima
de la mesa o en la despensa del barco, y siempre figuraba en la fachada principal
como en un altar la silla vacía, testigo fiel del ayer, delatando ausencias,
soledad, pérdida.
El establo era lo más relevante del
crucero, porque allí era donde se cocía la vida, ubicándose los motores de
labranza y agentes que abastecían el sustento de la familia y animales dando
leche y carne, ofreciendo unas existencias suculentas, así como compañía al cruzarse
los miembros de la familia para realizar las distintas tareas domésticas o
faenas del campo entre otros quehaceres.
De esa guisa salía o entraba la mula vacía
o cargada hasta las orejas de frutos del campo endulzando los raros aires bucólicos,
y las gallinas retozaban a sus anchas alegres y felices picoteando por aquí y
por allá buscándose la vida, entrando y saliendo como pedro por su casa.
Los autobuses ALSA de la comarca funcionaban a la perfección permitiendo
viajar cómodamente, y al subir por las escalerillas se olvidaban los sinsabores
vitales como, hipotecas, depres, prisas o infortunios propios de las obsesiones
que acechan en los desplazamientos subsanándose por la buena gobernanza de la
empresa con la distribución de horarios, equipamiento, paradas y la puntualidad
en los trayectos, así como las atenciones de los conductores arribando dichosos
a buen puerto.
Ahora en el crucero (la casa) en el que nos ha tocado vivir y viajar ya
nada es como antes, la silla vacía que aparece en el portal de la vivienda
habla por sí sola, rememorando tiempos de penurias y decesos, y clama al cielo la
fría estampa aireando los tejemanejes que se confabulan para tejer desventuras,
salpullidos o desmanes, que como dice el refrán, no vienen solos, y acaecían precisamente
en esa humilde morada, ya que el amo del terreno curtido en mil batallas (guerra
de colonias, como el dicho popular, más se perdió en Cuba, Filipinas con los
últimos, o la fratricida guerra civil, y habiendo superado tantos escollos y estrecheces
en las propias carnes) errase el camino de mala manera, y viniese a caer tan
temprano en la barca de Caronte, tal vez con el óbolo a flor de piel por
aquello de hombre prevenido vale por dos.
Mientras tanto el barco no se para, seguimos
navegando en el crucero (la casa) en tiempos tan inciertos con tiburones pisándonos
los talones (invisibles virus) en alta mar, lejos de lo que fue el hogar
entonces, dulce hogar, por mor de los desalmados virus que no dan tregua ni la
cara apuñalando por la espalda al entrar o salir, al subir o bajar escaleras,
ascensores o tocar puertas, ventanas o rellanos del crucero no pudiendo salir al
tranco de la puerta ni a dar un recado, tan sólo por la compra de la ingesta
vital al supermercado, farmacia o alguna imperiosa necesidad, permaneciendo enjaulados
por imperativo legal.
¿Dónde están aquellas concurridas verbenas
y joviales escenas de los viajeros de autobuses ALSA en viajes culturales o
fiestas patronales con encendidos bailes en la plaza pública o rincones, donde ahora
sólo se oye el canto del miedo o el serio carraspeo de algún fumador trasnochado,
u objetos obsoletos abandonados en la fachada principal del crucero (la casa)
connotando una triste estampa que recuerda la caída del imperio familiar, como otrora
el imperio romano, bárbaramente pergeñado, conformando desestabilización, tristeza,
muerte.
Cuando todo respiraba primavera y bonanza
se fueron a pique de un día para otro, y los usuarios de los autobuses ALSA y
del barco ni siquiera podían vislumbrar la cara de los invisibles y
barriobajeros asesinos tras sus infernales caretas invisibles entrando por
ventanas o rendijas de camarotes de residencias de ancianos a pecho descubierto
disparando a bocajarro no quedando vivo ni el gato, o al deambular por la rúa
apuñalan por la espalda sin que le duelan prendas o saltan a ojos, boca o fosas
nasales por narices.
La voracidad del virus es tan galopante,
morbosa y perversa que devora todo cuanto encuentra a su paso, y se ensaña siempre
con el más débil, no dando el más mínimo respiro a la víctima en la macabra jugada.
Mientras los estragos y extrañas
coyunturas se suceden, el crucero sigue navegando sin rumbo, no obstante, a
pesar de los exasperantes vaivenes del viaje, hay que escuchar la voz de
quienes ya pasaron por similares turbulencias de arresto carcelario, y asimilar
algunas briznas más temprano que tarde de las aseveraciones de don Quijote: ”Sábete,
Sancho, … todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de
serenar el tiempo, y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que
el mal y el bien sean durables, y de aquí se sigue, que habiendo durado mucho
el mal, el bien está ya cerca”… y gritemos ¡albricias!, amig@s, viva la
vida, subámonos a su tren, que no es otro que el autobús de ALSA.
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