Iba sor Virginia con la cruz a cuestas por la calle de la amargura, cual otro Cristo, cruzando uno de los parajes más pintorescos y sugestivos de la ciudad, pero no era el momento propicio para deleitarse contemplando bellezas sudando como iba la gota gorda, resultándole harto pesada la carga, y no encontrarse físicamente en los mejores momentos.
Quizás unos años más
joven el lastre hubiera sido muy distinto, superando con otros aires más
frescos y halagüeños sarampiones, cuestas u onerosos costes, pero las
circunstancias mandan. La Comunidad la esperaba aquel día, cual pajarillos hambrientos
en el nido, ansiosa por olisquear las golosinas, entremeses e imperiosos
manjares que transportaba.
Por la cabeza de Sor
Virginia a buen seguro que pasarían toda clase de pensamientos tales como, si
hubiera tenido la suerte de los pastorcillos de la Virgen de Fátima otro gallo le
cantaría. Esa creencia la guardaba interiormente como oro en paño, porque la aureola
y fama de los afortunados videntes habían traspasado fronteras, estando en boca
de todos los púlpitos, cenáculos y devotos del orbe, auspiciado y llevado todo en
volandas por la fe de la gente en la Virgen de Fátima.
Sor Virginia no
podía subir a los altares de ninguna de las maneras por muy bajitos que fuesen,
ni por muchos viajes que realizase acarreando comestibles u otros enseres que le
reclamasen las obligaciones de la Orden a la que pertenecía.
A veces cuando subía
las duras rampas del trayecto evocaba todos los santos del cielo y de la tierra,
y el día en que tomó los hábitos solemnemente a los pies del altar convirtiéndose
en Sor Virginia, aunque en las horas de oración y presencia del Santísimo y la
Virgen de la Consolación y de Fátima recibía venturosas caricias, energías y
unas benditas vitaminas que le impulsaban a proseguir en la brecha por el áspero
camino, purificándose de las impurezas que siempre, a pesar de su abnegada vida
de sacrificio, se resistían, y en ocasiones le faltaban las fuerzas, como le
ocurrió un Viernes Santo cuando tuvo que ir a comprar víveres para la Comunidad,
a pesar de los calambres y estragos del riñón que sufría, no pudiendo
desentenderse de tan apremiantes menesteres, ya que hubiese sido una bofetada a
la Comunidad de la abadía.
Aquel día acaecieron
innumerables contratiempos y una horrible tormenta que le pilló por lo más
peligroso de la travesía complicándole aún más las cosas, mientras las monjitas
permanecían en sus celdas esperando el toque de campana para acudir a la
capilla a la meditación, y luego entonar villancicos, hosannas, el Gaudeamus
ígitur, llevando a cabo los rezos del Ángelus y demás oraciones pertinentes.
A tales ejercicios
religiosos no llegó a tiempo ese día, pese al titánico esfuerzo por aligerar la
marcha cortando por las trochas, y asistir a los actos religiosos de la Comunidad
uniéndose al fervor del resto de las compañeras.
No obstante le
estaban traicionando por la espalda los pensares a Sor Virginia, elucubrando acerca
de sus aspiraciones, si hubiera sido ella la pastorcilla de Fátima a quien la
Virgen se le apareció en cuerpo y alma para darle la buena nueva del estado tan
catastrófico en que se hallaba sumido el mundo, como cuando llegó el turbulento
tiempo con el duro golpe del diluvio universal otra música sonaría, en tal caso
podría estar en los altares con toda probabilidad recibiendo plegarias, ramos
de flores y haciendo milagros a mansalva, siendo la admiración de propios y
extraños, acrecentando en los corazones de los creyentes la fe y la esperanza, mezclándose
lo milagroso con las ganas de comer, con el pan nuestro de cada día, imaginando
que más temprano que tarde sería atendida con creces en sus necesidades más
urgentes, como la enfermedad del Covid 19 o en las penurias económicas, no
llegando a pasar las de Caín, con el ambiente tan lamentable que le tocaba
vivir peligrando el rancho diario, porque de lo contrario tendrían que acudir a
un centro de caridad y auxilio social para saciar los estómagos de la Comunidad
en medio de la pandemia y el miedo reinante, sin fuerzas ni garantías para
seguir viviendo como Dios manda.
A veces sopesaba Sor
Virginia que hubiese sido mejor haber colgado los hábitos, y haberse dedicado a
salvar almas currando por los campos de la vida, y haber creado un dulce nido
con la pareja cumpliendo con el mandato divino, creced y multiplicaos, trayendo
criaturas el mundo, y de ese modo habría recibido una mayor estabilidad
emocional, y a lo mejor una independencia de la que ahora carecía, más acorde
con sus debilidades psíquicas y soñados ideales, no estando sometida a la presión
de los votos que había profesado de pobreza, castidad y obediencia.
Había momentos en
los que se sentía reconfortada y feliz sirviendo a Dios, reflejándose en su
semblante, porque le iba dictando los pasos a seguir, aclarándole tanto los derechos
como los torcidos, que a través de los días iba tejiendo, aunque en verdad eran
muchos los obstáculos y adversidades que tenía en su contra, incluso de las
mismas compañeras de la Orden por rencillas, celos u otras pueriles zarandajas.
-EL otro día por
poquito si no cuelgo los hábitos –farfullaba ella, porque un joven sacerdote con
el que se confesó la trató con tanta ternura y delicadeza que le trasmitió un bálsamo
cuasi divino, hasta el punto que se derritió en el confesionario llegando a no
poder articular palabra, ni enderezar el esqueleto o mover las extremidades
inferiores, encontrándose en un estado de éxtasis, y tuvo que levantarse a toda
prisa el padre espiritual y llevarla en brazos a un reclinatorio, y al recibir
el aliento del Espíritu Santo en tan comprometidas coyunturas fue reviviendo del
penoso estado en el que se hallaba, no sabiéndose a ciencia cierta la causa, si
fue por anemia o por unos efluvios místicos que le inoculara el padre confesor en
las más sensibles fibras de su corazón, donde se cuece el guiso más suculento, la
molla y otros irresistibles condimentos aún más exquisitos que hacen milagros, levitando
las almas, llegando hasta el cielo, al paraíso de la felicidad…
No hay comentarios:
Publicar un comentario