lunes, 1 de diciembre de 2008

Diluvio


Ya pasó el ciclo en que llovía a raudales sobre las sienes de Hipólito, un rosario de críticas, corto-circuitos y envenenadas pedradas siempre que tosía o buscaba información personal en los archivos de la empresa donde trabajaba. La realidad siempre supera a la ficción. En noches de insondable bajamar, la lama y el verde musgo se confabulan poniendo a prueba la elasticidad interior.
Hipólito, superado el escabroso pasaje, vive la época de mayor plenitud de su vida, al enrolarse en una empresa que goza de solvencia y contrastada valía; un dictamen avalado por propios y extraños. Desde hacía décadas ostentaba tal privilegio, consolidado por la pulcritud de sus cimientos fundacionales, y la agresiva red de inversiones que cubría como infranqueable carpa los puntos cruciales de los cuatro continentes.
El soberbio imperio generaba moratones en las cuentas corrientes y en los ojos de los contrincantes, figurando en círculos mercantiles de elite; todo un búnker de la plutocracia, hecho a prueba de burbujas y bombas bursátiles.
Sin embargo, a Hipólito, en su fuero interno le repicaba algo distinto, le atraía la vida sencilla y recoleta, contemplar la naturaleza, caminar por las colinas, las patatas a lo pobre, la morcilla casera, el vinillo de la tierra tomado con moderación, y dejarse guiar por el sentido común.
No cabe duda de que la rica tarta es estrangulada tradicionalmente mediante un golpe bajo del cuchillo en mitad del bullicioso jolgorio, y todos tan contentos cantando, feliz, feliz en tu día, amiguitos…; por ende, lo público y lo íntimo no siempre van de la mano. Lo que se cuece en la trastienda, en contadas situaciones aflora a la superficie, o acaso suceda lo contrario, aunque sigue el chisporroteo de la lumbre en la chimenea, y luego, como lengua de fuego, se deslice por los más intrincados vericuetos.
La acritud de la brega diaria engulle la dieta de natur house, los sacrificios, los panes bajos en sal, sus sólidos principios, las verduras, las endivias, los pepinillos en vinagre, y llega a empañar los cristales de su óptica, avinagrándole la existencia, golpeando el denuesto violento allí donde más hiere y al menor resuello.
La vida de la pareja se iba ajando, se deshojaba como el capullo aporreado de una rosa, impulsado por la carcoma y el alejamiento, de manera galopante. El fuerte temporal disparaba metralla al punto más débil, como el general al enemigo en el campo de batalla, o tal vez, por estratagema militar, guarecerse en las trincheras para cargar las pilas de los fusiles, si lo consideraba más oportuno.
La corbata le revolvía el estómago, y sobresalía del pecho más de la cuenta, de modo que un día tuvo la mala fortuna de quedarse colgado del ascensor por su culpa, semejante a una escena cinematográfica, condenado a morir en la horca en mitad de la plaza pública por malhechor, y la retorcida corbata se clavaba amenazante en la garganta, aumentando las arrugas, y los esquemas elaborados se iban quemando en la hoguera.
Se moría por acariciar el fruto en sus manos. Las dulces expectativas con ramos de violetas y palmaditas en la espalda al amanecer, cual reverdecidas liturgias de primavera, palidecían, y comenzaron de repente a desfondarse en la frialdad de la nieve, chirriando como patas de un destartalado mueble. La gran frustración. Adiós a la casita en calzoncillos en el campo con exquisitos y sensuales frutales, a los cruceros de placer por los mares del sur, a los amenos conciertos en el circuito París-Viena-Milán, a las visitas a emblemáticos museos del orbe, y, al final, todo se fue al traste.
Ella desdeñaba la altura de miras de Hipólito, el altruismo, destilando agrios rescoldos, cuyos flecos se revolcaban en las mismas faldas de la empresa, aplastando la entereza de Hipólito. Días había en que discurrían por su mente sensaciones extemporáneas, raras, como de arrojar la toalla y, sin hacer ruido, salir huyendo con lo puesto, aunque los anchos pantalones le bailaran como una marioneta entre las piernas, al no encontrar carne por los mordiscos de los últimos acontecimientos. Anhelaba con ardor emborracharse de libertad, o llegado el momento decir, aquí estoy, qué pasa, e increpar al viento que lo llevaba, ¡tierra, trágame!, borrándose del mapa que le habían pintado.
Pese a ello rehusaba la desmesura, no queriendo pecar de frívolo o intolerante, por lo que dejaba la puerta entreabierta por si las moscas, y así volver en caso de añoranza a la batalla de los vivos, acatando el dicho popular, camina o revienta, después de grabar a fuego lento las penurias en la piel, los aciertos y errores, las fatídicas falacias que derribaron sus ilusiones.
Hipólito luchaba por marcar el territorio, las aficiones, y confeccionó una agenda en la que entre otros asuntos apuntaba, componer un himno que le infundiera entusiasmo en pro de sus ideales, marcar los tiempos y ritmos musicales, los agudos y graves, tomando el pulso a las mezquindades que enmarcaban un horizonte gris, y pululaban por el entorno humano.
Necesitaba esclarecer las tinieblas de su vida, romper las máscaras que lo esclavizaban, implantando unos dignos parámetros, que contemplaran una inteligente y plácida convivencia.
En un principio los resquicios que se abrían eran exiguos, por lo que arreció en el esfuerzo, poniendo todo de su parte con objeto de fortalecer el perfil y las señas de identidad. En el transcurso de las secuencias, hubo de atravesar desiertos, desvaídas avenidas, vastas áreas de angustia contenida al ir contracorriente, como era el caso de no poder ver a Laura cuando quisiera, acompañarla al gimnasio, o invitarla a té un día de asueto o haciendo un alto en las tareas diarias, y por qué no, se cuestionaba entristecido, ya que por entonces la cortejaba su amigo.
Poco tiempo duró en realidad, aunque a él no se lo pareciera; se disgustaron, pero Hipólito vivía ya en pareja. Lucio, su amigo, rompió con Laura, desvinculándose totalmente, pero le cogió desprevenido. Sin duda la coyuntura lo trastornó, cayendo en sórdidas cavilaciones.
En tales circunstancias, Hipólito tenía por compañeros de viaje el estrés y la ansiedad, de suerte que la más nimia picadura la magnificaba sobremanera erosionando la blanda sonrisa, y la esbelta columna, antaño de acero, ahora lucía dos hermosas hernias discales, que le demandaban conseguir una cierta calidad de vida, mediante ejercicios terapéuticos y visitas al especialista desplazándose en ambulancia, o quedándose en observación en el hospital.
Cuando la autoestima andaba por los suelos, arremetiendo como un toro salvaje, Hipólito se acercaba al mar con los pertrechos de inmersión, y buceaba en las alborotadas aguas tarareando canciones de piratas, estribillos marineros, enterrando los humos del desasosiego; y se vestía de hombre nuevo, disfrutando como pez en el agua, inyectando brotes de energía positiva de las vibraciones marinas. Todo un feliz hallazgo. Y dibujaba paisajes bucólicos, tardes rojas despidiéndose lánguidamente de la fuente de la plaza, itinerarios utópicos o reales, espantando los mosquitos que merodeaban por el rostro, o controlando los fieros arañazos del pensamiento.
Algunos días unos desairados vientos le empujaban durante la marcha a ninguna parte, o se paraba a despojarse del suplicio de las chinitas incrustadas en el zapato, que le hacían la pascua. Meditaba con frecuencia en los excesos y tropelías del cosmos, en el diluvio, señalando las ventajas que pueden ofrecer como alivio para quienes sufren una penosa enfermedad sin esperanza alguna, y pidieran una retirada a tiempo, la muerte dulce. Enfrascado con los enigmas en la bola de cristal, evocaba retablos bíblicos, las diez plagas, las terribles gestas de aquellas gentes impotentes ante la adversidad, y la fortuna de unos privilegiados, el grupo que entró por la cara en el Arca de Noé antes de la hecatombe universal, como el club del ku-kus-clan, logrando salvar el pellejo todos. Tal suceso milagroso los convirtió en padres de la reformada humanidad, progenitores de los futuros retoños que repoblarían la esquilmada tierra, constituyéndose en un monopolio.
Hipólito dudaba seriamente de la primacía de los reinos de la naturaleza a la hora de entrar en el Arca, pues se acordaba de cuando alguien en alguna esquina lo tachaba de animal, bestia, serpiente, o pacífica paloma. Si él hubiera sido invitado a tan sorprendente viaje casi interplanetario y de balde, tal vez se hubiese planteado figurar en el Arca como simio, no sin antes cumplir con el ritual de cirugía plástica, sometiéndose al bisturí del cirujano, convencido de que tenía muchas posibilidades de alcanzarlo, burlando los controles de los cancerberos de la nave salvavidas, al ubicar la escena en el contexto de la empresa donde realizaba su trabajo, que ascendía vertiginosamente de categoría con hábiles artimañas.
No resultaba complicado entender a Hipólito, porque al menor despiste le llovían las descalificaciones y puñaladas, incluso en las aguas íntimas de la morada en las que se bañaba.
No descartaba otras opciones, como inquieto y rompedor terrícola que era. Quería apuntarse un tanto jugándoselo a los chinos, como si estuviera de copas con los amiguetes en el bar, y elucubraba con distintas hipótesis para abortar el diluvio universal. Él preferiría ser devorado por la ballena bíblica en primer lugar, navegando cómodamente en su vientre como el mítico personaje, durante los cuarenta días y cuarenta noches al menos, y librarse de cualquier sabotaje o fanática salvajada; la segunda, con el equipaje preparado, pijama, mudas, cepillo de dientes, introducirse en la bolsa de mamá canguro, como hijito predilecto, y pasearse una larga temporada, cuanto más mejor, atravesando desiertos y negros temporales comiendo, bebiendo, durmiendo y, si la jefa canguro se lo permitiera, sexo seguro, dando saltos de millones de metros si fuera menester para buscarse la vida, si lo abordasen en alta mar los bucaneros, las consignas, o las cartillas de racionamiento, y así, no ser violentado por las famélicas aguas, ni vivir a expensas de las veleidades del tirano.
La soledad del diluvio cotidiano ahogaba a Hipólito. Le aplastaba el rictus enfadado de la tarde, las horas vacías de sentimiento, la venganza de turbias intenciones. Se encontraba en el refugio, no sabía si como pacífica paloma salida del Arca, bestia o serpiente, sin llaves, sin teléfono, descalzo y el corazón roto. Llovía y llovía. Miró por la ventana y sólo divisaba agua, agua putrefacta. No veía a nadie. La ciudad dormía, pero ignoraba si seguía viva o yerta, pero estaba seguro de que dormía un sueño profundo. Los caminos despedían aromas de siglos. Era incomprensible el cúmulo de cascajos, excrementos y fanfarria que dejaba tras de sí el asesino diluvio. Tuberías y aortas reventadas por el torpedeo constante de incongruentes comportamientos, sin un horizonte por donde surquen las aves al salir del Arca. Los humanos quieren, cavilaba Hipólito, emularlas, despegar de la legañosa monotonía y mover las alas. Volar y volar…La mano manchada del estruendo despliega incansable las garras, pero él se agarra a un clavo ardiendo.
Se subió al tren de cercanías que cruzaba por aquellos parajes. La estela se fue diluyendo entre la neblina perdida en la lejanía, por encima de las copas de los árboles, conforme avanzaba el tren por su camino. ¿A su destino? ¿De quién?
Un remolino de inquietudes diluviaba, acudía a su empapada mochila; las reservas chillaban, escaseaban. Los músicos de la plaza ateridos por la desidia, recogían las partituras y los instrumentos para irse con la música a otra parte, y él seguía con el violín tocando melodías en la fantasía, con la cagada fresca en la frente de un pájaro que voló del Arca, con su cruz a cuestas, una riada de incertidumbres, luminosas o exangües miradas, inconexas, lacrando cualquier atisbo de esperanza.
Hipólito tosió, se acarició la mejilla sin saber qué hacer, y, al volverse, la indiscreta pelusa en el ojo le nubló el cielo, quedando a oscuras, balanceándose en una tormenta de ideas por los redaños de la memoria.

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