miércoles, 17 de diciembre de 2008

El poder de la tierra





Los habitantes de la comarca se quejaban del mal trato que recibían de su tierra: los portazos frecuentes en pleno rostro, los insoportables ruidos de aquel vacío, un gran vacío físico y espiritual que lo envolvía todo, de afuera hacia adentro, sin apenas un resquicio que permitiese huir. Unos expertos llamados a investigar el caso no encontraron respuesta y callaron.

“Descubrí –indicó Juan– que en mi vida existía un gran hueco que debía llenar; creí tener el talento y las herramientas necesarias para ello, pero en lo más hondo sentí que me faltaba algo: un no sé qué que no podía ocultar, y menos colmar con cualquier cosa, subterfugio, palabrería, o –ante la nada transformada en realidad– aún menos recurriendo al viejo truco que consistía en enaltecer los ánimos y no caer en la resignación.

“Un cúmulo de circunstancias y carencias nos condujo a esa inanidad –apostilló Andrés–: las cosechas perdidas en los campos, la descarnada sequía, los crueles granizos, los negocios frustrados por las riadas que sin apenas árboles ni obras para regularlas bajan de la montaña arrasando todo, o los agujeros negros que asoman por las cañadas y los caminos, afectando al corazón de las personas, a las vías respiratorias o acaso al intelecto, hasta hospedarse en nuestros cuerpos.
“El Cerro del Águila, el más alto, con sus fuertes garras de rapaz diurna, de aspecto robusto y color pardo, lleva en su pico colgado el entorno. Acuchillado está el terreno por los cuatro costados, como si una navaja hubiera sacado las buenas tajadas y dejado sólo barrancos. Aquí y allí, se dibuja alguna pequeña meseta tan reducida que no cabe ni una choza, y luego desniveles que caen casi verticalmente, de arriba abajo como un castigo del cielo.

“Tantas piedras tragadas al cabo del tiempo que se han quedado en las gargantas donde siguen rodando con las erres y algunas han bajado y aún pesan en los estómagos; las que molían también yaciendo en la trastienda, donde con bostezos se agolpaban grupillos irremediablemente ociosos al agobio de las conversaciones, mitigando las horas de amasijos hambrientos, despintando la tristeza que asomaba por el horizonte.

Gente expectante en el estribo del molino, aguardando el prensado de lo acumulado en su troje. Allí discurría la precaria vida mercantil, dibujando sueños de nuevas primaveras, maquillando bolsillos, endulzando arrugadas faltriqueras; allí, esbeltas, dando la espalda al más allá, las viudas triturando horas de chácharas, evocando cosechas y estaciones, ilustrando labores de antes, recogida de aceitunas de olivos centenarios endurecidos e indiferentes a las quejas, testigos que gritan silenciosos a los cuatro vientos, a través de generaciones que, como pavesas volando pasan, dejando sólo amargura y muerte.

Tierra de lomas, cerros y peñascales; lugares de palmares que desafían sequías y acaban por inducir aridez en los sentimientos. Allí, donde antaño sólo llegaba el sol en amaneceres oscuros, empapados de relentes a pan amasado con sudor campesino y olor a herramientas, recalentado en el transporte a lomos de la mula o del asno. Días deshilachados en el telar humano; donde, al filo del camino, algún conciso oasis caciquil, a cuentagotas destilaba, como dádivas caritativas, los salarios de los peones. Jeques jacarandosos, que bailaban al son capitalino aires matritenses allá en todo lo alto. Mientras las gargantas del terreno agujereado por la erosión, imponían su ley, seca y selvática, que se transmitían a las más secas aún gargantas de sus habitantes.

El agua sucia bajaba a sus anchas por la calle de en medio, entre acequias alborotadas, imponiendo al caminante buscar atajos por donde discurren otras aguas tranquilas, más claras: lugares exóticos, tiernos amaneceres; u otros caminos o cuencas donde fundamentar un futuro, echándose a volar como ave migratoria en busca del grano generoso, construyendo un afable y firme nido.

Las estaciones pesaban lo suyo en el pecho de sus pobladores durante aquellos mudos años. Los ojos desteñidos por la calima y la inclemencia que enrarece los artículos de primera necesidad: sopa de cazuela, migas de maíz, calabaza frita, habas con bacalao crudo… No llegaba el circuito comercial a cubrir la parca inversión pese al generoso esfuerzo humano.

La maquila y la molienda de los años se las llevó río abajo el verdugo del tiempo. Las plazas, callejuelas, el rincón, guardan en su mirada nombres, nóminas de entrañables tardes de garbanzos tostados, o aquellos tragos a caliche de agua fresca del barranco de las huertas, la dulce minilla, a los pies del histórico Castillejo, entre riscos y acantilados de ancestro morisco. Coqueto y umbroso escenario, donde se perfilaban sueños, refrescos, limonadas de colores, arrobamientos y perfumes de muchachas que por mayo –cual romance antiguo… ·cuando hace la calor, cuando los trigos encañan…, y los enamorados van a servir su culto·– oliendo a blanco y a campo, peleándose con el murmullo del manantial, encendían la tarde ruborizada.

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