viernes, 19 de diciembre de 2008

Trance






Llegó al alba, al poco de evadirse del vientre de la madre. Un mordisco en los impolutos balbuceos del amanecer. Fue la primera sanguijuela que burló la tranca de la puerta. Llegó cantando y bailando, como si trajera un pandero y unas sonajas de regalo para jugar el bebé. El envoltorio era blanco con cintas rojas, como niño vestido de primera comunión para recibir el cuerpo de Cristo, en un alarde de buenas intenciones, aunque en realidad se trataba de una emboscada, de ser recibido por la Bondad Divina en su seno. El eterno descanso de los justos. Lo colocaron en el salón de la casa, dispuesto en una canasta de mimbres rebosante de flores con nerviosos lazos perfumados sujetando los diversos ramos.
Paulino, saltando como un potrillo alocado y como si apagase las seis velas de su cumple, miró de soslayo al cruzar la estancia a requerimiento del padre, sin percatarse de la hondura de la herida, ni captar los latigazos descarnados de la escena. Bastante tenía él con la guerra del juego a su edad, las pedradas a traición del enemigo en la vía pública, los balazos mortíferos de el cara gorda, de el bizco, o las temibles coces a lo bestia del grandullón del barrio, corriendo y trepando balates con el miedo en los talones, dando bocanadas y la lengua afuera por campos recién regados a veces, y retorcidas callejas, jugándose el tipo.
A buen seguro que no asimilaba la alevosa trampa que se le ponía por delante. Pensó que el pequeño hermano dormía la siesta soñando con los angelitos, como tantas y tantas tardes, en que pasaba por su lado de puntillas para no despertarlo. Y en su pequeña cabeza encontraba la reiterada respuesta infinidad de veces, y no podía desviarse por un atajo contraviniendo el discurrir de su pueril pensamiento, imaginando en sus breves luces de la edad que lo que allí se representaba era la misma muerte. Como un belén en donde apareciera el hermanito ya dormido tan temprano, como un niño dios pero sin pastores ni el buey y la mula, y para siempre, y eso sin haber oído el acostumbrado y célebre cuento de la abuela, que ella a su vez aprendió de la suya, cuando tenía tal edad.
A ver quién le ponía los cascabeles fúnebres a lo que acaecía, y lograr que Paulino tragase piedras como montañas contándole cuentos o meciéndolo con mimo para que se lo bebiera poco a poco, aunque fuese distraídamente, mediante ingenuas estratagemas, o por qué no de un trago al estilo de los populares vaqueros de las películas del Oeste, como ocurría con la pastillita que le prescribía el doctor para aliviar las impertinentes fiebres que cogía cuando la garganta, algo intransigente, se rebelaba.
A la hora señalada, comenzaron a repicar las campanas pregonando a lo cuatro vientos el nefasto suceso de la despedida del recién nacido, que al cielo invisible de los desaparecidos voló tan rápido.
Paulino, cuando se hizo mayor, había ya picoteado por aquí y por allá como las aves, y sin querer picoteó en las propias entrañas de la muerte, y quiso arrancarla del subconsciente.
Con el tiempo se topó con innumerables historias de difuntos, El monte de las ánimas, la cita infernal de Orfeo y Eurídice, el viaje amoroso por el averno de Beatriz y Dante, Las cortes de la muerte en el parlamento de don Quijote, no sin antes haber pateado en los tablaos de la vida, a través de músicas y bailes macabros, las medievales Danzas de la muerte.
Estuvo indagando durante décadas cómo escapar de la cárcel de la muerte
Al fin se incorporó a un grupo de teatro que realizaba diversas representaciones a lo largo del año, figurando en la programación el desfile de los carnavales, en el que se disfrazaban utilizando la simbología de la muerte, con toda la parafernalia correspondiente, remedando las negras noches de Halloween: trajes de diablos, del monstruo de Frankestein, de vampiro, Drácula, zombie, muerto viviente, de Belcebú, criaturas de las criptas, o enseres tradicionales, carátulas, vestuario, túnicas, pelucas, cartas envenenadas, polvos milagreros, máscaras horripilantes, demonios desquiciados con el ojo bizco, ángeles malvados, vejigas, hechiceros oriundos de India.
Paulino se acordaba de los entierros de la infancia, cuando el sacristán, un hombre bajito con enormes mostachos y boca descomunal bramaba como un condenado al fuego eterno profiriendo cantos litúrgicos, como un emisario costeado por la propia muerte, esculpiendo esqueléticas figuras con los aspavientos y bruscos movimientos que hacía al bendecir con el hisopo al difunto, lanzando al aire el agua bendita con aire de pocos amigos, harto furibundo. Como si vislumbrara en las alturas estirados fantasmas que se las saben todas, con largas y misteriosas túnicas negras flotando, y entonaba con ojos irisados el “pater noster” entre el corro de asistentes al acto, metiéndoles el miedo en el cuerpo, al contemplar la altanería y raro vaho que exhalaba el sacristán, pareciendo un castigo del progenitor que amenazara al desdichado retoño, ea, quieto ahí, muerto, y no se le ocurre mover un dedo, y sepa usted que a continuación lo vamos a pasear por el pueblo; y ello ante la temblorosa mirada de los vecinos, que hacían un alto en sus tareas, con persignaciones, ayes y tétricos vítores, tarareando oraciones lúgubres, una ristra de salmos y versículos en latín cuidado guiados por el sacristán, la lengua que hablaban los sabios como Dios, que nadie -ni yo mismo, pensaba el sacristán- comprendía, pero sí el demonio, que es el culpable de que estas desgracias cristalicen.
Llevaban al difunto en apretado silencio, en medio de un fuego cruzado de estornudos, suspiros, algunas execrables miradas, colillas humeantes por los suelos resistiendo los pisotones, escupitajos y un mar de desconsoladas lágrimas.
En los momentos de lucidez, Paulino se interrogaba si no sería cierto el hecho de que él había vivido en sus propias carnes esas vidas mucho antes de que los demás las reflejaran en los escritos, y todo sin necesidad de crear cuentos ni imaginarse historias con visos de verosimilitud.
Y en los ratos felices no olvidaba los argumentos de Sancho, “Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los humanos; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias”.
Más tarde, Paulino decidió vivir en pareja, a fin de apaciguar el embravecido oleaje de los días. Mas, casi a la alborada, las tiernas y chispeantes caricias que se juraron recíprocamente se cuartearon, haciéndose añicos, siendo trasladados los restos a la otra orilla del río por la barca de Caronte.
Al evocar la sentencia, ¡qué solos se quedan los muertos!, no procede quedarse cruzado de brazos, sino dar un paso al frente, movilizarse y proclamar con toda energía ante quien sea menester, ¡hay palabras que no deberían existir!.

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