miércoles, 31 de diciembre de 2008

Del golpe perdió el sentido











En un primer momento, el golpe no revestía la menor importancia, era cosa de niños, algo así como un tirón de orejas; explotar un globo en la puerta de una escuela o de una iglesia, cuando los escolares abandonan sus tareas o los feligreses salen de misa de doce ensimismados en elucubraciones celestiales, a la sombra de las radiaciones divinas, un momento inoportuno por supuesto pero sin más trascendencia, pasando prácticamente desapercibido ante la mirada distraída de la gente o de los más curiosos, e incluso para el propio afectado, ya que los hechos acaecidos exhibían ribetes de terneza, de frescos y espontáneos arrullos, acordes con el angelical rito a que los tenía acostumbrados Raúl, tanto en días de imprudentes bofetadas y fría escarcha, como en ardientes andenes de jornadas de fiesta; y llegado al punto señalado en la agenda, se retorcía la nariz de mala forma y, cual drácula emergiendo del ataúd, alargaba la punta de la lengua agitándola bruscamente como si atrapase una presa, y rebosante de alegría retozaba como un energúmeno por las praderas del disparate, intentando mantener el equilibrio, y de camino acosar a destajo al personal.
Así que, transcurrido un tiempo de inactividad obligada, casi muerto, sin echarse algo a la boca, resurgía con viveza y, oyendo los toques del gong en su interior, entraba en funcionamiento con el propósito de recuperar el tiempo perdido, y saciar los intrincados instintos, sacando tajada a sus argucias expansivas, y alimentar sus lúdicas vanidades con procaces bromitas al incauto de turno, porque de lo contrario era pasto de las llamas, contrayendo urticaria o pronunciamientos depresivos, desbordado por la realidad de los sueños, del ego, llegando a desplomarse como un árbol partido por el rayo.
Al echarlo en falta con tanto frenesí, no podía controlar los vaivenes de sus miembros, el apetito del cuerpo, y se mordía verrugas y uñas con furia, vagando de un lado para otro, desoyendo el reclamo de los circundantes.
El amontonamiento de tales frustraciones le impedía utilizar las armas defensivas, y flotaba a impulsos del viento malévolo, incapaz de dibujar en el horizonte un mapa de colores, de rítmica cordura.
Aquella tarde, el golpe fue certero, puntual, de manera que al día siguiente aparecía en las notas necrológicas del periódico el nombre del desafortunado amigo, en grandes caracteres.
R. I. P.

A. M. R.

Amadeo, tu familia y amigos no te olvidan.
Sin embargo el más afligido fue su amigo Raúl, el gracioso, -que lo quería y admiraba como nadie, llorando como una magdalena al arrojar la primera palada de tierra sobre la sepultura-, y cuando más lo echaba de menos era al rememorar los tiernos sonidos que brotaban del piano cuando tocaba.
Precisamente Raúl, quien le asestó graciosamente el negro golpe, rematándolo con los cinco sentidos en un ataque de afectuoso hastío o saludo, siendo su amigo del alma… obsequiándole al cabo con el golpe de gracia.
No dispuso del tiempo suficiente AmadeoMR para saborear los dulces bocados de la vida, el amor compartido, beber el néctar del placer o plantarse en el baile de disfraces reales con las mejores galas, cristalizando los sueños y exclamar: Eureka. Albricias. Encontré a mi dulcinea.
Aunque, en verdad, no le habría importado mucho irse por mor de un encelado asalto de Eu.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Tripas


Aciagos esbozos luchan en el cerebro cuerpo a cuerpo contra el sensible aliento, cimbrean las lanzas nerviosos, y con inquina asaltan las entrañas de la fortaleza, las vivencias, inyectando ulcerosa insulina al volver a casa. Los cimientos de la siembra ceden, corren el riesgo de desplomarse antes de que los brotes se familiaricen con las capas habitables, que configuran la hechura humana.
Bueno será, si circula la sangre de la cordura por las venas, centrarse y arrinconar los cascajos amontonados contra la pared mientras llega el forense, y perforar la carpa envolvente, a fin de que los sabuesos infiltrados no se salgan con la suya.
Ciertos golpes bajos no se vislumbran arriba en la pantalla así como así, pudiendo catapultar a la inmensidad del abismo el alma de la agenda, y arrancar las vívidas raíces impregnadas de rayos de sol naciente.
Mientras tanto, el discurrir del pensamiento, cual lecho lactante aún, corre el riesgo de desvanecerse.
En una noche de invierno el viajero, a fin de salvar los muebles, sacó las tripas del año.

Lienzo




Perspicua pleamar
El dibujo,
Poema plasmado con
Etéreos verbos
De pincel,
En coqueto y cálido
Ritmo cósmico.
Nieves, quimeras,
Nubes, brisa, amores,
Valles, llovizna, lunas rojas,
Soles, cometas, abrasados
Meteoritos de medianoche
Regalando besos.
A veces se dislocan
En el espacio
Los elementos,
Se miman en armonía
Astral, o echan chispas,
Para luego echarse a dormir.
En calma lo teje
El creativo ojo humano,
Y en la misma cúspide
Apacigua los negros vientos,
Cual hervor bíblico.
Y la mágica plasticidad
Comprime líricamente
El poblado universo
Del lienzo:
Bolitas de cristal,
Lagrimillas, horóscopos,
Sueños voluptuosos,
Diminutos puntos
De océanos crepusculares,
U ozonos en la negra
Boca del lobo.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Trance






Llegó al alba, al poco de evadirse del vientre de la madre. Un mordisco en los impolutos balbuceos del amanecer. Fue la primera sanguijuela que burló la tranca de la puerta. Llegó cantando y bailando, como si trajera un pandero y unas sonajas de regalo para jugar el bebé. El envoltorio era blanco con cintas rojas, como niño vestido de primera comunión para recibir el cuerpo de Cristo, en un alarde de buenas intenciones, aunque en realidad se trataba de una emboscada, de ser recibido por la Bondad Divina en su seno. El eterno descanso de los justos. Lo colocaron en el salón de la casa, dispuesto en una canasta de mimbres rebosante de flores con nerviosos lazos perfumados sujetando los diversos ramos.
Paulino, saltando como un potrillo alocado y como si apagase las seis velas de su cumple, miró de soslayo al cruzar la estancia a requerimiento del padre, sin percatarse de la hondura de la herida, ni captar los latigazos descarnados de la escena. Bastante tenía él con la guerra del juego a su edad, las pedradas a traición del enemigo en la vía pública, los balazos mortíferos de el cara gorda, de el bizco, o las temibles coces a lo bestia del grandullón del barrio, corriendo y trepando balates con el miedo en los talones, dando bocanadas y la lengua afuera por campos recién regados a veces, y retorcidas callejas, jugándose el tipo.
A buen seguro que no asimilaba la alevosa trampa que se le ponía por delante. Pensó que el pequeño hermano dormía la siesta soñando con los angelitos, como tantas y tantas tardes, en que pasaba por su lado de puntillas para no despertarlo. Y en su pequeña cabeza encontraba la reiterada respuesta infinidad de veces, y no podía desviarse por un atajo contraviniendo el discurrir de su pueril pensamiento, imaginando en sus breves luces de la edad que lo que allí se representaba era la misma muerte. Como un belén en donde apareciera el hermanito ya dormido tan temprano, como un niño dios pero sin pastores ni el buey y la mula, y para siempre, y eso sin haber oído el acostumbrado y célebre cuento de la abuela, que ella a su vez aprendió de la suya, cuando tenía tal edad.
A ver quién le ponía los cascabeles fúnebres a lo que acaecía, y lograr que Paulino tragase piedras como montañas contándole cuentos o meciéndolo con mimo para que se lo bebiera poco a poco, aunque fuese distraídamente, mediante ingenuas estratagemas, o por qué no de un trago al estilo de los populares vaqueros de las películas del Oeste, como ocurría con la pastillita que le prescribía el doctor para aliviar las impertinentes fiebres que cogía cuando la garganta, algo intransigente, se rebelaba.
A la hora señalada, comenzaron a repicar las campanas pregonando a lo cuatro vientos el nefasto suceso de la despedida del recién nacido, que al cielo invisible de los desaparecidos voló tan rápido.
Paulino, cuando se hizo mayor, había ya picoteado por aquí y por allá como las aves, y sin querer picoteó en las propias entrañas de la muerte, y quiso arrancarla del subconsciente.
Con el tiempo se topó con innumerables historias de difuntos, El monte de las ánimas, la cita infernal de Orfeo y Eurídice, el viaje amoroso por el averno de Beatriz y Dante, Las cortes de la muerte en el parlamento de don Quijote, no sin antes haber pateado en los tablaos de la vida, a través de músicas y bailes macabros, las medievales Danzas de la muerte.
Estuvo indagando durante décadas cómo escapar de la cárcel de la muerte
Al fin se incorporó a un grupo de teatro que realizaba diversas representaciones a lo largo del año, figurando en la programación el desfile de los carnavales, en el que se disfrazaban utilizando la simbología de la muerte, con toda la parafernalia correspondiente, remedando las negras noches de Halloween: trajes de diablos, del monstruo de Frankestein, de vampiro, Drácula, zombie, muerto viviente, de Belcebú, criaturas de las criptas, o enseres tradicionales, carátulas, vestuario, túnicas, pelucas, cartas envenenadas, polvos milagreros, máscaras horripilantes, demonios desquiciados con el ojo bizco, ángeles malvados, vejigas, hechiceros oriundos de India.
Paulino se acordaba de los entierros de la infancia, cuando el sacristán, un hombre bajito con enormes mostachos y boca descomunal bramaba como un condenado al fuego eterno profiriendo cantos litúrgicos, como un emisario costeado por la propia muerte, esculpiendo esqueléticas figuras con los aspavientos y bruscos movimientos que hacía al bendecir con el hisopo al difunto, lanzando al aire el agua bendita con aire de pocos amigos, harto furibundo. Como si vislumbrara en las alturas estirados fantasmas que se las saben todas, con largas y misteriosas túnicas negras flotando, y entonaba con ojos irisados el “pater noster” entre el corro de asistentes al acto, metiéndoles el miedo en el cuerpo, al contemplar la altanería y raro vaho que exhalaba el sacristán, pareciendo un castigo del progenitor que amenazara al desdichado retoño, ea, quieto ahí, muerto, y no se le ocurre mover un dedo, y sepa usted que a continuación lo vamos a pasear por el pueblo; y ello ante la temblorosa mirada de los vecinos, que hacían un alto en sus tareas, con persignaciones, ayes y tétricos vítores, tarareando oraciones lúgubres, una ristra de salmos y versículos en latín cuidado guiados por el sacristán, la lengua que hablaban los sabios como Dios, que nadie -ni yo mismo, pensaba el sacristán- comprendía, pero sí el demonio, que es el culpable de que estas desgracias cristalicen.
Llevaban al difunto en apretado silencio, en medio de un fuego cruzado de estornudos, suspiros, algunas execrables miradas, colillas humeantes por los suelos resistiendo los pisotones, escupitajos y un mar de desconsoladas lágrimas.
En los momentos de lucidez, Paulino se interrogaba si no sería cierto el hecho de que él había vivido en sus propias carnes esas vidas mucho antes de que los demás las reflejaran en los escritos, y todo sin necesidad de crear cuentos ni imaginarse historias con visos de verosimilitud.
Y en los ratos felices no olvidaba los argumentos de Sancho, “Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los humanos; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias”.
Más tarde, Paulino decidió vivir en pareja, a fin de apaciguar el embravecido oleaje de los días. Mas, casi a la alborada, las tiernas y chispeantes caricias que se juraron recíprocamente se cuartearon, haciéndose añicos, siendo trasladados los restos a la otra orilla del río por la barca de Caronte.
Al evocar la sentencia, ¡qué solos se quedan los muertos!, no procede quedarse cruzado de brazos, sino dar un paso al frente, movilizarse y proclamar con toda energía ante quien sea menester, ¡hay palabras que no deberían existir!.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

El poder de la tierra





Los habitantes de la comarca se quejaban del mal trato que recibían de su tierra: los portazos frecuentes en pleno rostro, los insoportables ruidos de aquel vacío, un gran vacío físico y espiritual que lo envolvía todo, de afuera hacia adentro, sin apenas un resquicio que permitiese huir. Unos expertos llamados a investigar el caso no encontraron respuesta y callaron.

“Descubrí –indicó Juan– que en mi vida existía un gran hueco que debía llenar; creí tener el talento y las herramientas necesarias para ello, pero en lo más hondo sentí que me faltaba algo: un no sé qué que no podía ocultar, y menos colmar con cualquier cosa, subterfugio, palabrería, o –ante la nada transformada en realidad– aún menos recurriendo al viejo truco que consistía en enaltecer los ánimos y no caer en la resignación.

“Un cúmulo de circunstancias y carencias nos condujo a esa inanidad –apostilló Andrés–: las cosechas perdidas en los campos, la descarnada sequía, los crueles granizos, los negocios frustrados por las riadas que sin apenas árboles ni obras para regularlas bajan de la montaña arrasando todo, o los agujeros negros que asoman por las cañadas y los caminos, afectando al corazón de las personas, a las vías respiratorias o acaso al intelecto, hasta hospedarse en nuestros cuerpos.
“El Cerro del Águila, el más alto, con sus fuertes garras de rapaz diurna, de aspecto robusto y color pardo, lleva en su pico colgado el entorno. Acuchillado está el terreno por los cuatro costados, como si una navaja hubiera sacado las buenas tajadas y dejado sólo barrancos. Aquí y allí, se dibuja alguna pequeña meseta tan reducida que no cabe ni una choza, y luego desniveles que caen casi verticalmente, de arriba abajo como un castigo del cielo.

“Tantas piedras tragadas al cabo del tiempo que se han quedado en las gargantas donde siguen rodando con las erres y algunas han bajado y aún pesan en los estómagos; las que molían también yaciendo en la trastienda, donde con bostezos se agolpaban grupillos irremediablemente ociosos al agobio de las conversaciones, mitigando las horas de amasijos hambrientos, despintando la tristeza que asomaba por el horizonte.

Gente expectante en el estribo del molino, aguardando el prensado de lo acumulado en su troje. Allí discurría la precaria vida mercantil, dibujando sueños de nuevas primaveras, maquillando bolsillos, endulzando arrugadas faltriqueras; allí, esbeltas, dando la espalda al más allá, las viudas triturando horas de chácharas, evocando cosechas y estaciones, ilustrando labores de antes, recogida de aceitunas de olivos centenarios endurecidos e indiferentes a las quejas, testigos que gritan silenciosos a los cuatro vientos, a través de generaciones que, como pavesas volando pasan, dejando sólo amargura y muerte.

Tierra de lomas, cerros y peñascales; lugares de palmares que desafían sequías y acaban por inducir aridez en los sentimientos. Allí, donde antaño sólo llegaba el sol en amaneceres oscuros, empapados de relentes a pan amasado con sudor campesino y olor a herramientas, recalentado en el transporte a lomos de la mula o del asno. Días deshilachados en el telar humano; donde, al filo del camino, algún conciso oasis caciquil, a cuentagotas destilaba, como dádivas caritativas, los salarios de los peones. Jeques jacarandosos, que bailaban al son capitalino aires matritenses allá en todo lo alto. Mientras las gargantas del terreno agujereado por la erosión, imponían su ley, seca y selvática, que se transmitían a las más secas aún gargantas de sus habitantes.

El agua sucia bajaba a sus anchas por la calle de en medio, entre acequias alborotadas, imponiendo al caminante buscar atajos por donde discurren otras aguas tranquilas, más claras: lugares exóticos, tiernos amaneceres; u otros caminos o cuencas donde fundamentar un futuro, echándose a volar como ave migratoria en busca del grano generoso, construyendo un afable y firme nido.

Las estaciones pesaban lo suyo en el pecho de sus pobladores durante aquellos mudos años. Los ojos desteñidos por la calima y la inclemencia que enrarece los artículos de primera necesidad: sopa de cazuela, migas de maíz, calabaza frita, habas con bacalao crudo… No llegaba el circuito comercial a cubrir la parca inversión pese al generoso esfuerzo humano.

La maquila y la molienda de los años se las llevó río abajo el verdugo del tiempo. Las plazas, callejuelas, el rincón, guardan en su mirada nombres, nóminas de entrañables tardes de garbanzos tostados, o aquellos tragos a caliche de agua fresca del barranco de las huertas, la dulce minilla, a los pies del histórico Castillejo, entre riscos y acantilados de ancestro morisco. Coqueto y umbroso escenario, donde se perfilaban sueños, refrescos, limonadas de colores, arrobamientos y perfumes de muchachas que por mayo –cual romance antiguo… ·cuando hace la calor, cuando los trigos encañan…, y los enamorados van a servir su culto·– oliendo a blanco y a campo, peleándose con el murmullo del manantial, encendían la tarde ruborizada.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Compro oro


Deseo comprar un reloj de oro y arrojarlo al mar con la esperanza de que cuando pase el tiempo se le olvide el tiempo, desconozca tal concepto, o lo confunda y se vuelva loco, de modo que al marcar la manecilla aparezcan lustros por horas, centurias por meses, o eras por minutos, y no siga el ritmo impuesto por el verdugo. Compro oro, todo el tiempo del mundo.
Es preciso lavarle el cerebro. Grabar un nuevo programa con los siguientes puntos: que desobedezca las instrucciones de su ordenador a bordo y tire por la calle de en medio, que contenga un tiempo sin tiempo, que lleve una vida sana sin calendarios ni años bisiestos, y se abroguen con urgencia los calendarios romanos, islámicos, chinos, mayas, y, por qué no. el Zaragozano, con sus quisquillosas y puntuales témporas.

Se vende


Se vende casa atestada de muñecas, que a lo largo de su vida han pertenecido a distintas dueñas. Cada muñeca es una vida. Encierra una historia. Muestra las relaciones que mantenían en cada caso con cada dueña. Se puede leer en las manos, en el vestuario, y, a veces, en el rostro, que, como buen espejo, no te engaña. Las más antiguas emiten una vocecilla casi rota, al dar cuenta de los duros años que pasaron en la casa. Alguna refiere que su patrona se emperejilaba con suma elegancia, aunque guiada por caprichos infantiles.
Muchas tardes el ama, durante las visitas de amigos o familiares, iniciaba una conversación y zas, de pronto la desnudaba sin previo aviso, lo que convertía a la muñeca en una sinvergüenza, una mujer de la vida, destruyendo sus principios, al exponer a los presentes sus atributos.
Eso humillaba a las muñecas. No querían que las confundiesen con una pelandusca. Para exhibir las portentosas hazañas de que eran capaces, les metía los dedos en la boca o en los mismos ojos, provocándoles vómitos repentinos, y así quedar bien ante los invitados, demostrando que disponía del mejor club de muñecas del mundo. Semejantes desvaríos le llenaban de orgullo y encendían una aureola de insigne dama de un inconmensurable poder.
Las muñecas la consideraban una persona fea, perversa, ególatra. La megalomanía la domeñaba. Determinados días las vestía de menesterosas, calvas, patizambas vanagloriándose, y colgaba en el portal de la mansión reliquias y objetos de oro, ornados con orejas de muñeca, heredados de sus ancestros.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Diluvio


Ya pasó el ciclo en que llovía a raudales sobre las sienes de Hipólito, un rosario de críticas, corto-circuitos y envenenadas pedradas siempre que tosía o buscaba información personal en los archivos de la empresa donde trabajaba. La realidad siempre supera a la ficción. En noches de insondable bajamar, la lama y el verde musgo se confabulan poniendo a prueba la elasticidad interior.
Hipólito, superado el escabroso pasaje, vive la época de mayor plenitud de su vida, al enrolarse en una empresa que goza de solvencia y contrastada valía; un dictamen avalado por propios y extraños. Desde hacía décadas ostentaba tal privilegio, consolidado por la pulcritud de sus cimientos fundacionales, y la agresiva red de inversiones que cubría como infranqueable carpa los puntos cruciales de los cuatro continentes.
El soberbio imperio generaba moratones en las cuentas corrientes y en los ojos de los contrincantes, figurando en círculos mercantiles de elite; todo un búnker de la plutocracia, hecho a prueba de burbujas y bombas bursátiles.
Sin embargo, a Hipólito, en su fuero interno le repicaba algo distinto, le atraía la vida sencilla y recoleta, contemplar la naturaleza, caminar por las colinas, las patatas a lo pobre, la morcilla casera, el vinillo de la tierra tomado con moderación, y dejarse guiar por el sentido común.
No cabe duda de que la rica tarta es estrangulada tradicionalmente mediante un golpe bajo del cuchillo en mitad del bullicioso jolgorio, y todos tan contentos cantando, feliz, feliz en tu día, amiguitos…; por ende, lo público y lo íntimo no siempre van de la mano. Lo que se cuece en la trastienda, en contadas situaciones aflora a la superficie, o acaso suceda lo contrario, aunque sigue el chisporroteo de la lumbre en la chimenea, y luego, como lengua de fuego, se deslice por los más intrincados vericuetos.
La acritud de la brega diaria engulle la dieta de natur house, los sacrificios, los panes bajos en sal, sus sólidos principios, las verduras, las endivias, los pepinillos en vinagre, y llega a empañar los cristales de su óptica, avinagrándole la existencia, golpeando el denuesto violento allí donde más hiere y al menor resuello.
La vida de la pareja se iba ajando, se deshojaba como el capullo aporreado de una rosa, impulsado por la carcoma y el alejamiento, de manera galopante. El fuerte temporal disparaba metralla al punto más débil, como el general al enemigo en el campo de batalla, o tal vez, por estratagema militar, guarecerse en las trincheras para cargar las pilas de los fusiles, si lo consideraba más oportuno.
La corbata le revolvía el estómago, y sobresalía del pecho más de la cuenta, de modo que un día tuvo la mala fortuna de quedarse colgado del ascensor por su culpa, semejante a una escena cinematográfica, condenado a morir en la horca en mitad de la plaza pública por malhechor, y la retorcida corbata se clavaba amenazante en la garganta, aumentando las arrugas, y los esquemas elaborados se iban quemando en la hoguera.
Se moría por acariciar el fruto en sus manos. Las dulces expectativas con ramos de violetas y palmaditas en la espalda al amanecer, cual reverdecidas liturgias de primavera, palidecían, y comenzaron de repente a desfondarse en la frialdad de la nieve, chirriando como patas de un destartalado mueble. La gran frustración. Adiós a la casita en calzoncillos en el campo con exquisitos y sensuales frutales, a los cruceros de placer por los mares del sur, a los amenos conciertos en el circuito París-Viena-Milán, a las visitas a emblemáticos museos del orbe, y, al final, todo se fue al traste.
Ella desdeñaba la altura de miras de Hipólito, el altruismo, destilando agrios rescoldos, cuyos flecos se revolcaban en las mismas faldas de la empresa, aplastando la entereza de Hipólito. Días había en que discurrían por su mente sensaciones extemporáneas, raras, como de arrojar la toalla y, sin hacer ruido, salir huyendo con lo puesto, aunque los anchos pantalones le bailaran como una marioneta entre las piernas, al no encontrar carne por los mordiscos de los últimos acontecimientos. Anhelaba con ardor emborracharse de libertad, o llegado el momento decir, aquí estoy, qué pasa, e increpar al viento que lo llevaba, ¡tierra, trágame!, borrándose del mapa que le habían pintado.
Pese a ello rehusaba la desmesura, no queriendo pecar de frívolo o intolerante, por lo que dejaba la puerta entreabierta por si las moscas, y así volver en caso de añoranza a la batalla de los vivos, acatando el dicho popular, camina o revienta, después de grabar a fuego lento las penurias en la piel, los aciertos y errores, las fatídicas falacias que derribaron sus ilusiones.
Hipólito luchaba por marcar el territorio, las aficiones, y confeccionó una agenda en la que entre otros asuntos apuntaba, componer un himno que le infundiera entusiasmo en pro de sus ideales, marcar los tiempos y ritmos musicales, los agudos y graves, tomando el pulso a las mezquindades que enmarcaban un horizonte gris, y pululaban por el entorno humano.
Necesitaba esclarecer las tinieblas de su vida, romper las máscaras que lo esclavizaban, implantando unos dignos parámetros, que contemplaran una inteligente y plácida convivencia.
En un principio los resquicios que se abrían eran exiguos, por lo que arreció en el esfuerzo, poniendo todo de su parte con objeto de fortalecer el perfil y las señas de identidad. En el transcurso de las secuencias, hubo de atravesar desiertos, desvaídas avenidas, vastas áreas de angustia contenida al ir contracorriente, como era el caso de no poder ver a Laura cuando quisiera, acompañarla al gimnasio, o invitarla a té un día de asueto o haciendo un alto en las tareas diarias, y por qué no, se cuestionaba entristecido, ya que por entonces la cortejaba su amigo.
Poco tiempo duró en realidad, aunque a él no se lo pareciera; se disgustaron, pero Hipólito vivía ya en pareja. Lucio, su amigo, rompió con Laura, desvinculándose totalmente, pero le cogió desprevenido. Sin duda la coyuntura lo trastornó, cayendo en sórdidas cavilaciones.
En tales circunstancias, Hipólito tenía por compañeros de viaje el estrés y la ansiedad, de suerte que la más nimia picadura la magnificaba sobremanera erosionando la blanda sonrisa, y la esbelta columna, antaño de acero, ahora lucía dos hermosas hernias discales, que le demandaban conseguir una cierta calidad de vida, mediante ejercicios terapéuticos y visitas al especialista desplazándose en ambulancia, o quedándose en observación en el hospital.
Cuando la autoestima andaba por los suelos, arremetiendo como un toro salvaje, Hipólito se acercaba al mar con los pertrechos de inmersión, y buceaba en las alborotadas aguas tarareando canciones de piratas, estribillos marineros, enterrando los humos del desasosiego; y se vestía de hombre nuevo, disfrutando como pez en el agua, inyectando brotes de energía positiva de las vibraciones marinas. Todo un feliz hallazgo. Y dibujaba paisajes bucólicos, tardes rojas despidiéndose lánguidamente de la fuente de la plaza, itinerarios utópicos o reales, espantando los mosquitos que merodeaban por el rostro, o controlando los fieros arañazos del pensamiento.
Algunos días unos desairados vientos le empujaban durante la marcha a ninguna parte, o se paraba a despojarse del suplicio de las chinitas incrustadas en el zapato, que le hacían la pascua. Meditaba con frecuencia en los excesos y tropelías del cosmos, en el diluvio, señalando las ventajas que pueden ofrecer como alivio para quienes sufren una penosa enfermedad sin esperanza alguna, y pidieran una retirada a tiempo, la muerte dulce. Enfrascado con los enigmas en la bola de cristal, evocaba retablos bíblicos, las diez plagas, las terribles gestas de aquellas gentes impotentes ante la adversidad, y la fortuna de unos privilegiados, el grupo que entró por la cara en el Arca de Noé antes de la hecatombe universal, como el club del ku-kus-clan, logrando salvar el pellejo todos. Tal suceso milagroso los convirtió en padres de la reformada humanidad, progenitores de los futuros retoños que repoblarían la esquilmada tierra, constituyéndose en un monopolio.
Hipólito dudaba seriamente de la primacía de los reinos de la naturaleza a la hora de entrar en el Arca, pues se acordaba de cuando alguien en alguna esquina lo tachaba de animal, bestia, serpiente, o pacífica paloma. Si él hubiera sido invitado a tan sorprendente viaje casi interplanetario y de balde, tal vez se hubiese planteado figurar en el Arca como simio, no sin antes cumplir con el ritual de cirugía plástica, sometiéndose al bisturí del cirujano, convencido de que tenía muchas posibilidades de alcanzarlo, burlando los controles de los cancerberos de la nave salvavidas, al ubicar la escena en el contexto de la empresa donde realizaba su trabajo, que ascendía vertiginosamente de categoría con hábiles artimañas.
No resultaba complicado entender a Hipólito, porque al menor despiste le llovían las descalificaciones y puñaladas, incluso en las aguas íntimas de la morada en las que se bañaba.
No descartaba otras opciones, como inquieto y rompedor terrícola que era. Quería apuntarse un tanto jugándoselo a los chinos, como si estuviera de copas con los amiguetes en el bar, y elucubraba con distintas hipótesis para abortar el diluvio universal. Él preferiría ser devorado por la ballena bíblica en primer lugar, navegando cómodamente en su vientre como el mítico personaje, durante los cuarenta días y cuarenta noches al menos, y librarse de cualquier sabotaje o fanática salvajada; la segunda, con el equipaje preparado, pijama, mudas, cepillo de dientes, introducirse en la bolsa de mamá canguro, como hijito predilecto, y pasearse una larga temporada, cuanto más mejor, atravesando desiertos y negros temporales comiendo, bebiendo, durmiendo y, si la jefa canguro se lo permitiera, sexo seguro, dando saltos de millones de metros si fuera menester para buscarse la vida, si lo abordasen en alta mar los bucaneros, las consignas, o las cartillas de racionamiento, y así, no ser violentado por las famélicas aguas, ni vivir a expensas de las veleidades del tirano.
La soledad del diluvio cotidiano ahogaba a Hipólito. Le aplastaba el rictus enfadado de la tarde, las horas vacías de sentimiento, la venganza de turbias intenciones. Se encontraba en el refugio, no sabía si como pacífica paloma salida del Arca, bestia o serpiente, sin llaves, sin teléfono, descalzo y el corazón roto. Llovía y llovía. Miró por la ventana y sólo divisaba agua, agua putrefacta. No veía a nadie. La ciudad dormía, pero ignoraba si seguía viva o yerta, pero estaba seguro de que dormía un sueño profundo. Los caminos despedían aromas de siglos. Era incomprensible el cúmulo de cascajos, excrementos y fanfarria que dejaba tras de sí el asesino diluvio. Tuberías y aortas reventadas por el torpedeo constante de incongruentes comportamientos, sin un horizonte por donde surquen las aves al salir del Arca. Los humanos quieren, cavilaba Hipólito, emularlas, despegar de la legañosa monotonía y mover las alas. Volar y volar…La mano manchada del estruendo despliega incansable las garras, pero él se agarra a un clavo ardiendo.
Se subió al tren de cercanías que cruzaba por aquellos parajes. La estela se fue diluyendo entre la neblina perdida en la lejanía, por encima de las copas de los árboles, conforme avanzaba el tren por su camino. ¿A su destino? ¿De quién?
Un remolino de inquietudes diluviaba, acudía a su empapada mochila; las reservas chillaban, escaseaban. Los músicos de la plaza ateridos por la desidia, recogían las partituras y los instrumentos para irse con la música a otra parte, y él seguía con el violín tocando melodías en la fantasía, con la cagada fresca en la frente de un pájaro que voló del Arca, con su cruz a cuestas, una riada de incertidumbres, luminosas o exangües miradas, inconexas, lacrando cualquier atisbo de esperanza.
Hipólito tosió, se acarició la mejilla sin saber qué hacer, y, al volverse, la indiscreta pelusa en el ojo le nubló el cielo, quedando a oscuras, balanceándose en una tormenta de ideas por los redaños de la memoria.