martes, 2 de marzo de 2010

La otra


Aquel día Roberto se levantó muy consciente de lo que hacía. Se colocó la corbata en el punto justo, abrochándose los botones de la camisa con cierta prisa mirando hacia ninguna parte y se calzó los zapatos nuevos. Iba más elegante que de costumbre. Hacía semanas que lo llevaba madurando, aunque había días que se le iba de la mente. El recuerdo de las últimas jornadas le fue avivando el rescoldo de cuando estuvo con ella en el chalé verde a la vera de la playa durante uno de los fines de semana. Allí bailaban y se bañaban al arrullo de las olas, sus pies eran acariciados por las aguas nada más pisar la arena. Se divertían como niños chapoteando en la espuma que salpicaba la última ola.
El bañador preferido de Roberto estaba ya un poco descolorido por el paso del tiempo y el uso. Últimamente Laura no lo besaba como antes. Los labios destilaban un olor agrio de sucia borrachera, de turbia resaca.
Desde hacía un tiempo ella no usaba sujetador por prescripción facultativa, debido a una inoportuna y virulenta alergia que sufrió la pasada primavera, que la había tenido postrada en el sofá de la casa más de lo que ella esperaba golpeándole con saña.
El último día que lo pasaron juntos, sin la menor sospecha y como el que no hace la cosa Laura se arregló en un descuido y salió del hogar a las siete y cuarto de la tarde como si fuese de compras, demostrando que nada extraño pasaba por su cabeza, acaso los diferentes saldos o gangas que pudiera hallar en alguno de los grandes almacenes o boutiques de moda.
Sin embargo el hallazgo de unos pendientes de oro y un frasco de colonia selecta que dejó tal vez olvidados en la mesita de noche la delató ante los ojos de Roberto en ese instante, aunque luego la cosa en sí pudiera no revestir mucho fundamento, nada más que meras sospechas a causa de la incertidumbre que rodeaba el caso y los hechos, ya que ella no se prestaba a ese juego de amantes, más que nada por pura soberbia heredada de su abuela paterna.
A las once, después de una parada en la oficina en la que trabajaba trastocando el papeleo y dando consignas a la secretaria, fue a la cafetería donde solía tomar un tentempié y acaso se encontraba con ella, en aquella época de locura y pasión, en que ningún obstáculo hubiera podido impedir que se juntasen. Dentro del templado hervidero matutino, gente de alto copete y algún conocido del mundillo empresarial royendo sus churros y sorbiendo con fruición el café, la miraron, los unos de reojo, los otros con altivez y desprecio. Hablaban de ella los presentes sin apenas disimularlo, después de haberla identificado como objeto de escándalo –al menos era lo que allí se pensaba- , al entrar sin dirigir ni siquiera furtivamente un saludo por mera cortesía.
Al sentirse poco a sus anchas y por ello a punto de levantarse de su asiento, con mucha desfachatez y resolución, viniendo de una mesa lejana y plantándose enfrente, una mujer alta y espigada, rubia y de ojos verdes, porte arrogante y peinado de corte cuadrado que le daba aires de emperatriz seductora, deslizándose de un golpe del lugar que ocupaba, le pidió permiso para sentarse mientras lo hacía sin esperar su consentimiento.
De repente pero sin poder identificarla claramente, supo por los pendientes y el olor a perfume exquisito que exhalaba de toda su imponente figura que era aquella a quien buscaba.
Entonces en un arrebato de audacia inesperado y al tiempo que intentaba esta señora dirigirle la palabra, en un gesto raudo pero premeditado, hundió su mano derecha en el bolsillo interior de la chaqueta arrojando sobre la mesa los pendientes.
Ni siquiera había intentado protegerse y en la cafetería corrió un rumor de espanto.
-Siéntese, le espetó el ofendido. Seguro que sabe dónde los había colocado. Soy Roberto. Explíquese.
-Son míos sí. Lo mismo que Laura, su querida putilla, que no los ha sabido guardar dándole el placer que necesitaba. Es mía ahora y nunca, ni usted ni nadie me la usurpará. Si ha venido aquí para recuperarla, está perdiendo el tiempo.
-¿Perdiendo el tiempo? No me diga machota. ¿Piensa que voy a dejársela?
-Mire tonto. Nunca se ha dado cuenta de que nosotras, las mujeres de hoy necesitamos, además de culto a la belleza, consideración, buen sexo y una buena cartera…Ahora se paga todo eso y si quiere reanudar con ella le invito a una copa esta noche en el lugar convenido y le enseñaré el catálogo de los placeres programados que ofrecemos.
Al terminar la parrafada, se levantó, trincó los pendientes de la discordia y por despedida, masculló:
-Tendrá que preguntar por Eli…o por la inglesa. Así me llaman –agregó con soberbia, regresando a la mesa que minutos antes había abandonado, a reencontrarse con el tentempié que compartía con otras chicas del centro convenido.
A la mañana siguiente estalló la noticia en la ciudad de un ajuste de cuentas sucias en una discoteca de categoría en que un hombre –honrado, casado, con hijos…- había aparecido muerto en la acera, apuñalado por sicarios por querer forzar –a punta de pistola y alegando que era invitado- la entrada a dicho local.
Se perdían en conjeturas autoridades, policías y familiares.. La vida, tío, a secas y con derrame ocasional.

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