Ángela gozaba de una fantasía asombrosa, por cuyo motivo era arrastrada en volandas cuando se hallaba sumida en el más profundo del sueño a verdaderas simas de inconmensurables sueños como si su cerebro lo azotase una insensata ventisca. Aspiraba a darle la vuelta al mundo, ser trotamundos, un Marco Polo exiliado de mundos extraterrestres, brincando de un país a otro como en la pista con la pértiga y no le asustaba lo más mínimo llegar a ese trance, el pisar nuevos territorios, frías nieves sin hollar, sin conocer nada de nada, costumbres, lengua, gastronomía,debido a que todo lo minusvaloraba enormemente, le daba igual.
Quería escudriñar el cielo terráqueo, otros astros, porque este planeta le resultaba cansino, poco agraciado, pensaba que ya lo tenía demasiado visualizado, al menos en lo que hasta el momento le había sido familiar y que para ella no aparentaba más allá de un tablero de ajedrez.
Algunas veces lo soñaba de veras, otras lo veía en el cine tal como se observa un insecto con la lupa en la realidad del laboratorio, incluso en las tres dimensiones, pero siempre le perseguía la fatídica idea, que ya se iba haciendo vieja, insoportable, porque no se detenía ni de noche ni de día hurgando en lo más íntimo de su ser. Primeramente se encaminó a unas tierras lejanas, según sus cálculos, para verificar si así olvidaba las pesadillas que se le agolpaban en la mente principalmente al albor y de esa guisa quedarse inmaculada, totalmente en paz.
Entonces, continuando su sueño, empezó a caminar y caminar por cerros y desiertos y no llegaba a ninguna parte, lo que le sacaba de quicio y se preguntaba a cada paso cómo era posible que eso le ocurriera precisamente a ella, que era tan alegre, tan poco dada a reflexionar y dispuesta siempre a soltarse el pelo. Cuando había transcurrido mucho tiempo, haciendo las correspondientes paradas de rigor para repostar dentro de su posibilidades, y había aliviado en parte la pesada sensación de las horas y los días que le oprimía el pecho se tumbaba a la sombra de un árbol abriendo profundamente los ojos y los pulmones para renovar el aire que llevaba dentro, ya que cuando caminaba no sabía si lo hacía durmiendo o estaba realmente avanzando sin cesar, pero al fin conseguía llegar al relajamiento tan ansiado.
Así pasaban los lustros en aquellos nuevos lugares, que a pesar de ser todo distinto no se sentía extraña ni rara, lo que se añadía a la triste realidad, por otro lado lógica, de no encontrar por los caminos a nadie de los suyos o algún conocido de sus antiguas andanzas por tierras moras o cristianas.
Ella tenía un primo que le indicaba de vez en cuando por dónde debía dirigirse, una especie de GPS, al modo como se proyecta la ruta de vuelo del avión, pero le costaba bastante digerir la teoría del primo porfiando como estaba en descubrir unos mundos ignotos, nuevas galaxias, por lo que la encontraba obsoleta y falta de fundamento llevándole inconscientemente la contraria. Estaba deseosa de restregarle sus argumentos por todo el rostro para convencerle de que estaba en un craso error, ya que podía inducirla a buscarse su propia perdición por su culpa, pero la cosa seguía sin resolverse creándole una tremenda ansiedad y un continuo sin vivir.
Al cabo del tiempo fue acatando, por si acaso, los razonamientos e instrucciones del primo, pues al parecer los vientos soplaban a su favor, aunque ella estaba hecha un mar de dudas calibrando que no las tenía todas consigo. De todas formas no fueron muy generosos con ella en la interminable gira que realizó, pues incluso en el último país donde recaló se encontró sola y abandonada por la multitud, la observaban como un ente extraño, y se revolvía sobre sí misma abatida por los fríos disparos de la aventura.
Su primo tenía razón: ella no le debía nada a aquel país que le había arrebatado todo, que le había negado incluso unos fundamentales derechos humanos; un país cargado de prejuicios y rencores rancios y olvidados.
Siguió caminando, hundiéndose en la nieve, durante lo que le parecieron horas infinitas sintiendo como le iban abandonando sus últimas fuerzas. Su primo la instaba a seguir adelante, con palabras de ánimo, suaves y temblorosas, en el silencio de la noche. En la lejanía se oyó el aullar de un lobo y otros le siguieron.
Estaba a punto de desmayarse cuando oyó decir a su primo:
“Hemos llegado, la frontera está tras aquella loma. Al otro lado deben de estar esperándonos Janus y Yuri con algo caliente”.
Despertó en una cama limpia, rodeada por rostros amables y sonrientes.
“No hay duda”, dijo, “el cielo existe”.
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