Antes de África no había nada en su vida. Los días se sucedían sin ningún aliciente, vacíos y sin norte, entregándose al viento que llegase a su ventana. Vivía tanto hacia fuera que no era consciente de lo que poseía en su interior. De tanto subir, bajar, ejecutar, comparar, parecer, representar, cumplir, agasajar, se olvidaba ser.
Miraba sin mirarse, soñaba sin soñarse, juzgaba sin juzgarse. Cada jornada dedicaba más atención y energía a lo que le rodeaba y menos a sí mismo. Olvidaba hundir los dedos en la arcilla del alma y sacar el jugo de la sustancia que hervía en su interior. Por ende se descompensaba sobremanera al no valorar las vibraciones de los sentimientos.
No obstante el fútbol era lo suyo, lo que le encendía el ánimo y marcaba el rumbo. Por lo tanto mentía al afirmar que no había nada al inicio, ya que se volvía loco haciendo la ola en el campo y bullía en su mente el regocijo de hincha vociferando en el estadio o lanzando objetos o exabruptos al árbitro al considerar que el equipo se iba a pique por la actuación arbitral no logrando aplastar al rival, lo que desencadenaba un rencor hacia el juez de la contienda, catalogándolo como persona no grata o traidor, un judas que debía ser quemado en la hoguera de la noche de San Juan, y la situación se repetía al señalar una falta contra los suyos.
Casi siempre era el primero que se enfundaba la metralleta de las palabras y empezaba a disparar en todos los frentes; casi nunca permanecía indiferente al sonar el silbato mostrando la cartulina a alguno de su equipo. Estos acontecimientos marcaban su vida, era la hoja de ruta. En la cocina tenía un calendario donde aparecía marcado con rotulador rojo los días cruciales en que su equipo se la jugaba, y era raro que no pasase las semanas enganchado a las redes deportivas arrastrado por el gusanillo de la incertidumbre hasta el punto de descuidar otros quehaceres más importantes.
Así transcurría su vida hasta que conoció a África. Fue un flechazo. Un amigo que odiaba el fútbol se la presentó en la discoteca, y le entró tan fuerte que le cambió la vida. Cuando iba al bar y estaban ofreciendo algún partido no se atrevía a desviar la vista de África, pero el subconsciente le empujaba al vicio viéndose obligado a mirar a la pantalla de reojo. En tales circunstancias no se atrevía a abrir la boca exclamando a los cuatro vientos ¡g-o-o-o-o-o-o-o-o l!, sino que se quedaba con cara de circunstancias y sin articular palabra rememorando los escandalosos gritos que daba en compañía de los otros hinchas cuando llegaba la celebración del gol.
Antes de conocer a África tenía preparado el equipaje para desplazarse con la selección a Sudáfrica rivalizando con Manolo el del bombo, con la reserva de hotel en el bolsillo para asistir a los partidos del campeonato, pero al llegar el encuentro inesperado comenzó a encontrarse a sí mismo, el conócete a ti mismo del filósofo estando a su vez más cerca de África y de los nuevos aires que se habían estructurado en su interior, cuestiones que antes no sentía por la torpe sumisión a la masa que le hocicaba en los desaforados ámbitos donde gargantas anónimas se desgañitaban en pie de guerra como si se jugasen el ser o no ser en una ruleta cruel.
Antes era transportado por la jauría futbolística a los mares de la incomunicación. La amistad se había resquebrajado demasiado acumulando en su seno una compleja intolerancia e incomprensión que le impedía la más mínima relajación.
El roce de África le había afianzado en el camino, se estaba descubriendo a sí mismo, de manera que fue amasando unas perspectivas que le llevaban más allá de donde imaginaba. Era consciente de que iba madurando y se reflejaba en sus actos. Los días los veía de diferente color, los cambios del tiempo los soportaba ahora con grandes dosis de resignación, porque en estos momentos lo que le movía era una corriente que apuntaba a su interior, a los gustos, a las frustraciones, a sus alegrías más íntimas y estados de ánimo, aspectos que antes desdeñaba perdido en frívolas bagatelas por mor de la moda o por no se sabe qué fuerza exterior.
Por tales motivos no había navegado en su dársena con una entereza razonable, que le permitiese contactar con su ego desmenuzando las esencias que se aglutinaban en el espíritu, el cómo y el cuándo que le conturbaba en un juego de disparatados devaneos formando una dura coraza que le nublaba el horizonte.
Los vaivenes de la vida le habían ido enturbiando las pautas que había trazado, hasta que finalmente se fueron despejando ante el tesón y el amor propio que se generó en su fuero interno urdiendo una estela de felicidad, unas veces dando palos de ciego o una de cal y otra de arena a través de los diferentes habitáculos en los que se cobijó, y otras, por los decisivos embates en los que se vio inmerso.
Aunque busques sin encontrar y aunque encuentres sin buscar, nunca serás feliz si el hallazgo no eres tú.
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