Aquel otoño se le torció casi todo. Le tuvieron que enyesar la muñeca apresuradamente por un mal movimiento. El trabajo se le fue al garete por la insensible crisis. La suegra le cantaba las cuarenta al menor descuido, y la vecina del tercero cada día se hacía más insoportable y reacia a deshacerse del horroroso perro que guardaba su mansión. Dominaba por su cuenta y riesgo todo el territorio y no cesaba de crear problemas a diestro y siniestro, cada vez más complejos; cuando no ladraba, escupía a la cara como una persona o arañaba las paredes como un silvestre felino fiscalizando todos los pasos de los comunitarios.
Así que si él abría la puerta y se dirigía al ascensor corría el riesgo de que el pequeño monstruo se le abalanzara, por lo que le entraban unos escalofríos que le dejaban paralizado totalmente tardando horas y horas en volver en sí del pánico que lo cubría, pues pensaba que si el muy sinvergüenza se escapaba de los dominios de la dueña lo destrozaría en un abrir y cerrar de ojos atacándole a traición por la espalda al introducirse en el ascensor.
En semejantes enredos no atinaba con los actos más elementales de los que debía ocuparse sintiéndose impotente, un auténtico impedido a la hora de enfrentarse a tantos interrogantes como le asaltaban en las frescas mañanas cubiertas de hojas secas de aquel hosco otoño.
Durante un tiempo estuvo ponderando las ventajas e inconvenientes que le acarrearían si se alejaba de aquel maldito lugar vendiendo el piso al mejor postor, y trasladarse a otro barrio bien lejos a fin de rehacer su vida, haciendo borrón y cuenta nueva. Así podría navegar por otros mundos, unos nuevos derroteros libres de las amenazas del insensato can, el cual se revolvía como una fiera en su escueto recinto impidiéndole llevar una vida sin sobresaltos, deambulando de aquí para allá tranquilamente como cualquier hijo de vecino.
Resultaba que por los miedos que le embargaban prefería permanecer en casa a todas horas renunciando al trabajo y al resto de compromisos que tuviese que realizar. Se podía decir que vivía paradójicamente en una cárcel sin carcelero estando en su misma casa, debido a que a la hora de salir a la calle topaba con la realidad, pues se materializaban de repente todos sus pesares, y todo por mor de la vecinita que le importaba un bledo que el resto de los vecinos no pudiesen desarrollar sus funciones cotidianas a causa de la desazón que sentían por las actuaciones del indeseable animal, ya que, por si fuese poco, la dueña nunca sacaba el perro con bozal y sujeto con la correa, sino que lo dejaba suelto a su libre albedrío.
Al cabo de un tiempo, y viendo que no podía más, se decidió a denunciar el caso en el ayuntamiento del municipio, pero recibió por respuesta un no rotundo, alegando que la penuria económica por la que atravesaban las arcas en esos momentos les imposibilitaba hacer frente a tal problema al no disponer de personal ni infraestructuras para tal cometido, por lo que la solución estaba únicamente en sus manos, es decir, que hablase con la vecina haciéndole ver que no podía continuar de esa manera con su mascota porque estaba arruinando su vida de forma galopante, si es que se podía denominar así la existencia tan mísera que llevaba, e inculcarle que si no prestaba el menor interés tomaría otras medidas, como envenenarlo en su ausencia o proporcionarle somníferos y transportarlo a un lugar desconocido donde alguien que cruzase por allí se le ocurriera hacerse cargo de él y de esa suerte, acabado el perro se acabó la rabia, ese cáncer que flotaba sobre las cabezas de los vecinos desde que allí se instalara.
Finalmente perdió la paciencia y vendió el habitáculo mudándose a otro barrio de la ciudad ante la falta de apoyo de unos y otros, y de esa guisa lograría vivir la vida en plenitud exenta de furibundas pesadillas.
Decidió seguir caminando. Al fin y al cabo nada tenía que perder y nadie en realidad había asegurado que existiera un fin de trayecto.
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