Serajaugsol, aunque pequeña se consideraba una gran urbe situada en un enclave escarpado y montañoso. De origen morisco, fue un emporio de primer orden en su época de esplendor al menos a ojos de los residentes pese a no sobrepasar las tres mil almas. Albergaba en su jurisdicción un sinfín de excelentes cultivos y comodidades que seducían al más exigente hasta el punto de fomentar la envidia de los pueblos limítrofes. Gozaba de gran bonanza, de abundante agua, fresca y cristalina, que manaba de la misma mina del barranco que lo abraza por el costado derecho, encontrándose a menos de trescientos metros y con la cual saciaban la sed del cuerpo y las ansiedades del espíritu.
Conservaban la mayoría de las tradiciones y se reconfortaban sobremanera mitigando las desdichas con mucho amor. De la mina manaban a su vez comprensión y consuelo para las muchachas que acudían con los cántaros sedientos a llenarlos del generoso elemento.
Allí la gente se descalzaba alegre por la calle, se soltaba el pelo plácidamente sacudiéndose el polvo de los zapatos o las miserias que le brotaban interiormente, los secretos, las rencillas entre iguales, o las aventaban a la intemperie en las aireadas eras que se erigían a lo largo y ancho del desnivelado campo.
Las costumbres persistieron durante varias generaciones. Así los quintos celebraban el peculiar ceremonial el día del alistamiento degollando un cordero o una altiva cabra siendo cocinado por las ásperas y arrugadas manos de hombres curtidos en mil batallas -Marruecos, Cuba, Filipinas, Países Bajos o la misma piel de toro-, pero se fueron viniendo a menos y acuciados por la necesidad extrema ello cristalizó en fugas masivas a la Europa Verde, a tierras norteñas o a la otra orilla del charco en la década de los cincuenta y sesenta. Buscaban un nuevo amanecer, unos suculentos ingresos que les permitiesen cabalgar indemnes por el lodazal reinante y abastecerse de materia prima extraída de aquellos territorios hasta entonces desconocidos por ellos.
Posteriormente retornaron con los rostros sonrientes a la tierra madre, la que les vio nacer. Poco a poco fueron adquiriendo un cachito de huerta por acá, un terrenillo de vega o secano por allá, y los enseres de las casas los fueron adecentando y renovando cada uno a su medida, generando chispeantes alicientes que aliviaban la desazón de las cuestas –también la de enero, cuyo frío los achicharraba- que por doquier proliferaban.
Las costumbres se mudaron con el paso del tiempo. Los gustos tenían otro color, aunque el sol asomara siempre por el mismo lugar. La historia tiende a repetirse. El ser humano sigue tropezando dos veces en la misma piedra. Y entre dimes y diretes la desconexión creció echando raíces donde menos se esperaba y se expandió por inverosímiles vericuetos.
Y saltaron a la palestra la ambigüedad y la doblez. Se robusteció la endeblez de la cabeza humana. Así ocurría que unos vecinos pasaban por la calle de tapadillo pensando en las labores que debían ejecutar ajenos a los demás, otros cruzaban la calle principal disfrazados, con la cabeza apuntando al cielo en actitud chulesca y desafiante, a lo mejor rumiando grandes hazañas. Algunos ya ni se saludaban entre sí o como mucho esbozaban un gesto seco, hueco, mirando para otro lado como si fuesen a hurtarle la cartera o los rayos de sol que les iluminaba, el sol radiante que encendía la mañana.
Un cojo pasaba irradiando desasosiego con aire malhumorado, molesto por toparse con el panadero, que acaso venía masticando chicle o pesadillas o fantasías rotas en el espejo de los días, porque en reiterados sueños se le había aparecido como enemigo irreconciliable. Una mujer con larga cabellera, un oscuro lunar en la mejilla y la nariz torcida por una desafortunada caída daba la mano a los haraganes que vagaban silenciosos por las esquinas; unos cuantos mozalbetes daban los buenos días a unos soberbios carniceros que se subían a lo alto de los árboles amenazantes; el maestro mendigaba paciente a la puerta de unos mendaces iletrados. Eran distintos episodios o facetas de sueños o pesadillas que se concretaban en la rutina diaria.
En ciertas ocasiones el caldo de cultivo consistía en sentirse atrapados por un traidor, o simplemente haberles mojado la oreja en una horrible correría nocturna de juventud al punto de haberles atravesado la afrenta el corazón.
Rememoraba algún desconocido en primavera que había sido maldecido por los ojos de un bizco que se agitaba evanescente perdonándole la vida.
Una joven cruzaba por la calle con minifalda y tacones de aguja, con aires sensuales y de súbito un transeúnte imaginó a Marilyn Monroe al alzarle la falda una nerviosa brisa vespertina mas una tormenta inoportuna comenzó a disparar de repente su artillería de truenos y relámpagos acabando con los amores del sueño.
De cuando en vez esos chisporroteos –soñados, imaginados?- decretaban el comportamiento y despertaban la curiosidad del viandante en tales instantes tan extraños dejándose arrastrar a un mar de ilusiones compartidas o de odios irreconciliables o de tiernos atardeceres en la alborada de la existencia.
Si hombres y mujeres empezaran a vivir sus efímeros sueños, cada fantasma se convertiría en una persona con quien comenzar una historia de amor, de persecuciones, de simulaciones, de malentendidos, de choques, de opresiones, y el carrusel de las fantasías se detendría.
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