Albertillo se sentía acomplejado por las necedades que urdían los suyos a su costa, sacando a relucir el comportamiento con tintes clandestinos en un carrusel de despropósitos, preguntándose insistentemente por las compañías, quiénes serían los compinches por los que se bebía los vientos, cómo pasaría las horas muertas a la intemperie sin dar señales de vida, deambulando por inhóspitos lugares desconectado de la familia, y de paso cociéndose en su interior insólitas emociones, imprevisibles secretos o aberrantes chiquillerías.
Los progenitores se desayunaban cada mañana con tostadas untadas de grasientos comentarios, y no respiraban sin informarse aunque fuese fugazmente de las amistades que frecuentaba; era una obsesión, siempre calibrando si serían muchachos decentes, si por un casual se relacionaría con los dos balas perdidas del barrio, si ejecutaba fechorías de grueso calado al socaire del anonimato, porque vaya usted a saber, se decían, cómo se las gastará en esos recintos, moviéndose a sus anchas y sin ninguna vigilancia; todo ello les conturbaba en exceso, y concluían que tal vez se encontrase en un mustio desierto, dejado de la mano de dios, porque si al menos lo observasen en la sombra o cobijado en una discreta penumbra y desempolvar las oquedades que cimentaban los ocultamientos del grupete, de qué pie cojeaban los líderes que diseñaban el cuadro de costumbres que debían pintar con los respectivos graffiti, o montando mil triquiñuelas en las desperdiciadas horas de esa edad.
No cabe duda de que la comidilla de los padres durante la semana era siempre la misma, comiéndole el coco al retoño con acritud, pues se plantaban en sinuosos meandros visionando los vídeos más intrincados, lo que le provocaba no pocos quebraderos de cabeza, de modo que se sentía como condenado a la guillotina, sumido en las tinieblas que le envolvían en invierno y verano, en especial cuando lo sometían a un sumarísimo interrogatorio en el cuarto de objetos inservibles con exasperantes rasgos de amenaza, sin consentir una chance, un breve ventanuco de oxigenación, a lo que cada hijo de vecino tiene derecho por muy cutre que se precie, y contar hasta diez antes de contestar a las intrigantes averiguaciones. Según caían las hojas del almanaque el gusanillo de la incertidumbre crecía cercenando los brotes de esperanza, y alzaba sus garras corroyendo cada vez más la moral de los padres no dejando títere con cabeza, y lo que en un principio guardaban como secreto familiar, pronto voló por los aires como castillo de naipes por prejuicios cobardes que se fueron fraguando, fragmentándose en mil pedazos, y, ninguneando las barreras de lo íntimo, empezaron a airearlo descaradamente a cualquiera que se les pusiera por delante, exteriorizándolo con tal ahínco que se les chafaban de repente las cuerdas vocales, convirtiéndose las gargantas en una guitarra muda, y en esa tesitura farfullaban onomatopéyicos monosílabos, gesticulando en mitad del caos el latiguillo heredado de los ancestros, que portaban en las sienes como refulgente antorcha de las olimpiadas, “dime con quien andas y te diré quién eres”.
Toda esta ristra de componendas no cuadraba en las isobaras de Albertillo, toda vez que los amigos eran alimento sagrado, el tubo de escape de todas las frustraciones, formando entre todos una piña infranqueable con infinidad de ramas y brazos, disfrutando de los mismos derechos y obligaciones, y se reunían en cualquier parte a cualquier hora, porque les encandilaba la elasticidad del proyecto en común, aficiones, inquietudes, correrías, actos temerarios o fobias, resumiéndose en dos palabras, vivir la vida. En esa bola de cristal hervía el destino de cada uno, en un intento de pasarlo lo mejor posible, respetando las reglas, de suerte que si alguien por un desliz sufría algún revés y cayese rodando por un precipicio desinflándose el globo de las ilusiones lo aceptaban como broma, contratiempo o metedura de pata, achacable a fin de cuentas a la fina lluvia que refrescaba sus amaneceres, humedeciendo la superficie que pisaban, provocando peligrosos deslizamientos, que recalaban en la pista de la duda al no esquivar a tiempo el obstáculo que les amenazaba, pero nunca culpaban a los contrincantes de traición o malas intenciones, dando por descontado que se batían el cobre en buena lid.
El meollo del proverbio lo tenían los progenitores bien digerido generándole no pocos ardores estomacales, llegando a un estado anímico casi enfermizo, con acompañamiento de calenturas y puntuales estragos en el propio seno de la familia, debido al egocéntrico afán de querer anular al retoño, instalándose en el ojo del triángulo divino y querer abarcar lo indecible controlando los tímidos pasos que daba. Ponían el grito en el cielo cada vez que les asaltaba el resquemor de la compaña, dime con quien andas… y lo recitaban con la monotonía de la tabla de multiplicar de los niños en la escuela, erizándoseles el cabello y frunciendo el ceño hasta límites insospechados.
El asunto exhalaba fetidez, una preponderancia inexplicable en sus actos, cuando un conocido de forma inesperada les relató las noches de frío invierno que les había hecho pasar el hijo por el estilo de vida que llevaba, viéndose acorralado en su propia mansión, en la coyuntura de denunciar al hijo por malos tratos, al haber entrado por méritos propios en el mundo de la drogodependencia de la noche a la mañana, llegando a chantajearle con lo peor si no accedía a sus diabólicas pretensiones, las dosis indispensables para seguir vivo, de lo contrario acabaría con ellos. La confesión del amigo fue la gota de agua que colmó el vaso, viniendo a anegar aún más su vida, disparando sobremanera las alarmas.
El padre nunca se había planteado, ni en las peores horas de fuerte zozobra emocional, consultar con un especialista su problemática, o cuestionarse si el trato que había dispensado a su pupilo era el adecuado, o si el tiempo que le dedicaba era suficiente para el funcionamiento de la mutua comunicación y afecto. Tales avatares no habían circulado por su intelecto, y a continuación empezó a emitir fogonazos de impaciencia cuando entraba por la puerta de la peluquería, al bar de la esquina donde jugaba las partidas de dominó, o bien vomitaba en el bullicio del vecindario que fluía alborozado por la plaza del barrio.
Entre otros pasatiempos de los que se nutría, se encontraba el gusto por la charla interminable, y llegado el caso desplegaba su armamento pesado con exabruptos a las puertas de la iglesia como envenenados dardos de Belcebú, o encadenaba esdrújulos de predicador barroco de vidas atormentadas, que advertía del tsunami que se avecinaba, explayándose en una catarata de reflexiones en nombre del Sumo Hacedor.
En los momentos de retirada, en que Albertillo arribaba a la guarida, tan pronto cruzaba el umbral escuchaba un chisporroteo de habladurías, y al instante el progenitor, en una operación relámpago, con idea de lograr el efecto oportuno le soplaba cuatro bofetadas rubricándolo con fríos latigazos, resoplando como fiera en la pelea en la nocturna irritabilidad dejándolo K.O., y metiéndole el miedo en el cuerpo casi de por vida.
Él imaginaba en un principio que a todos los de su edad les sucedía lo mismo, mas al descubrir la verdad se le agravó el abatimiento, produciéndole un hundimiento y unas convulsiones que le retorcían las tripas, no pudiendo salir a la puerta de la calle sumido en la más honda desesperación, pues no encontraba tierra firme, el momento oportuno para gritar con entusiasmo, eureka, lo conseguí, sino que se columpiaba en el vacío, sin sacudirse la negra testarudez de los suyos, que construían murallas impidiendo el acceso de aguas de libertad y autoestima que tanto necesitaba.
Durante esta etapa de la vida todo huele a laurel de triunfo y a juego, siendo eternos los minutos, que como chicle se van estirando, quedándose pegados en las suelas de los zagales y en las esquinas de las calles más transitadas por ellos, saltando y haciendo cabriolas como animalillos salvajes en la selva al calor de la manada, porque la naturaleza con su sabiduría así lo ha establecido, no poseyendo nadie suficientes atribuciones para abolirlo, y no interpretarlo como quimeras que no casan con sus lúdicas mentes que pertenecen a otra galaxia, lejos de los adultos, no utilizando el concepto de venganza, el trabajo remunerado o la preocupación por el porvenir; ninguna de estas letanías se reflejaba en la agenda infantil.
Ansiaban beber los momentos cruciales sin perjudicar a nadie, divirtiéndose con cualquier cosa que se les ocurriese por simple que fuera, pero Albertillo se sentía tetrapléjico, atado de pies y manos a la hora de ir a jugar, pues sabía que después sería transportado al infierno de su casa y vapuleado por la incomprensión, porque acaso la familia del compañero no gozaba de buena reputación, o bien el abuelo estuvo entre rejas por insondables causas difíciles de aquilatar.
No podía aguantar por más tiempo el fúnebre ceremonial de los padres torturándolo con tanto misterio, resultando para él una pérdida estúpida de tiempo, ya que le importaba todo un bledo.
Ellos creían que si se juntaba con el negro se le pegaba el color, si con el drogadicto la enfermedad, si con el deforme la fealdad, y así sucesivamente.
Como las apariencias engañan al flaquear la percepción de los sentidos, y el hábito no hace al monje, lo aconsejable será cultivar el arbolito desde que despunta con abundante agua, dulces caricias y altas dosis de comprensión.
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