Haciendo honor al epígrafe, el amigo andaba desnortado, empujado por un sinnúmero de inquietudes, foros y expectativas, de suerte que no sabía a qué carta quedarse o adónde acudir. Así, de ese acontecer cae en sus manos la prensa recién salida del horno y descifra con la mirada las primeras noticias del día. A un paso de cumplir el siglo se ha ido Sábato -99 primaveras, todo un mozo creativo-, que, aunque aparezca perdido entre los anaqueles y los achaques de la senectud, ya figuraba inscrito, gracias a sus escritos, en los anales y en las mentes más preclaras de los púlpitos literarios; mas de súbito se apagó su vela, como al soplar en el cumpleaños, no recuerdo bien si era lunes o jueves el día del óbito, dado que me hallaba atravesando ese sábado la oscuridad del Túnel de su fantasía.
Qué importa el día, pues no es cuestión de que por tan estulta bagatela, día arriba o día abajo, llegue la sangre al río –pues siempre se salen con la suya, impertérritos, los muy puñeteros-. Entretanto el amigo desayunaba café con leche y tostada perdido por esos mundos desconocidos –o acaso vagaba por los cerros de Úbeda, vaya usted a saber, que por cierto algún día no lejano debería visitar, por las excelsas beldades y el rico patrimonio de la humanidad que puebla sus contornos, o quizá veranease, distraído, en Babia por esas calendas-, pero no era el caso, sino que el amigo desplegaba sus velas allá por el Puerto tinerfeño de Santa Cruz, inmerso en la vorágine de las olas turísticas y de la blanca espuma del mar entre los porteños, que a buen seguro que será el gentilicio de los que son alumbrados por aquellas tierras, aunque rivalicen con los pobladores de otros lares, no queriendo ser menos.
De buenas a primeras se topó con una catarata de lumbres en medio de la noche, un espectáculo singular, al hallarse en vísperas del día de las Cruces de mayo, que por allí se venera con frenesí y mucho dulzor, proliferando los símbolos al por mayor por las esquinas o los cerros de la manera más inverosímil, resplandeciendo en todos los planos, por cruces de carreteras, por empinados campos a medio cultivar.
La arraigada costumbre de los lugareños le hizo reflexionar al amigo durante un buen rato, embebido como estaba en mil fugaces pensares, y más cuando se percató de que él llevaba su cruz sobre los hombros, pesándole más si cabe en estos instantes, como si se hubiese multiplicado por todas las cruces que se columbraban en lontananza y le cayesen encima, y las sentía como si fuesen enormes piedras de molino, sobre todo cuando la incertidumbre y la sensación de acoso y derribo arreciaban en sus hechuras, por el aluvión de situaciones nuevas, intrincadas unas, caras otras, por los ventorros, tascas u hoteles por los que transitaba.
Los distintos vericuetos del recorrido por donde se desplazaba se encontraban irreconocibles, anegados por el agua que caía a cántaros del firmamento, como si las nubes se hubiesen rajado de pronto por la acometida de alguna mano invisible, reventando como a veces le ocurre a la bolsa de la compra con todos los enseres que lleva dentro, y es de agradecer el preciado líquido, cuando se deja venir con buenas intenciones, con mimo y ternura, hasta el punto de embellecer los rostros, las gargantas y agranda los corazones, y para no quedarse atrás crecen los cabellos, incrementando a su vez los sentimientos y el verdor de las sementeras, plataneras y la fructífera flora de la isla, menguando las penurias del esquivo terreno y de los sufridos moradores que labran las plantas, aunque nunca llueva a gusto de todos.
No obstante, el amigo se refrescó un poco el esquilmado gaznate con un trago de buen vino de la tierra, y robusteció el maltrecho espíritu, al ir deambulando de un lado para otro, un tanto cansado, pero ávido de echarse algo a la boca del intelecto, discurriendo por aquellas panorámicas y paisajes, y fotografiaba con esmero las costuras del terreno y los picos y desconchones, como no podía ser de otra manera, y porfiaba escrutando los pintorescos rincones y leves acantilados o calitas, que bullen blancas y sonrientes como las ranas en las pozas o albercas por los más dispares derroteros.
A veces se imaginaba que no estaba allí, delante de las olas, sino perdido en mil suposiciones o quisicosas sin sentido, no viendo lo que le circundaba, cómo hervía la espuma blanca en las plantas de los pies, con todo su jolgorio de azul y sal, y se emperraba una y mil veces en la distancia, como si estuviese a miles de leguas, y oyese a través de una caracola los oleajes o las canciones de salsa guanche, importada o amasada en sus íntimas entrañas, como si se pasease en una barquita en pleno Caribe, en alternativos o sucesivos intercambios culturales, o humanos viajes de auxilio y correrías con el corazón en un puño, como en realidad se sentía el amigo, o sea, con la lengua afuera, todo azorado, con la vista colocada a través de la mirilla del guía para no perderse del grupo de la expedición.
Se encontraba elucubrando la diacronía de los eventos de los pueblos, y se remontaba a la época de los valiosos acarreos de Potosí, siguiendo el esnobismo del momento, y los arrastres de sones y pecios que irradiaron ilusión y toda una amalgama de razas, costumbres, tradiciones, lazos, danzas y suspiros en un incesante trasiego y trasvase de sangre, rituales, culturas, mitos e incalculables compensaciones, aunque algunos se llevasen la mejor tajada.
Una masa variopinta de personas desfilaba por estas largas avenidas y bulevares, Cupido, Quintana, Familia Betancourt, Menquinez, Obispo Pérez Cáceres, La Hoya, todas las rúas cercanas al paseo marítimo, yendo a desembocar a la vera del barranco que circulaba por los aledaños del centro comercial Las Pirámides, punto de encuentro de los transeúntes de diferentes rincones e intenciones, o puntos de mira de los que por allí transitaban algo preocupados por mor de las trapisondas del verdugo del tiempo, que en todo momento y a todas horas marca las fatídicas pulsaciones, como si hubiesen hecho un pacto entre río y vida para discurrir por lechos de paralelas semejanzas, ambos próximos al mar, aunque uno ubicado más próximo al the end de la película, que es el morir, y el otro, más bullicioso, el mar de la vida, donde se cobijan en sus sótanos el trasiego de autobuses que transportan felices y contentos a los usuarios a los más distantes puntos, cada uno con sus arrugas y sus dudas por dentro y por fuera, y su hoja de ruta, con las sienes sembradas de chispeantes grafittis y de proyectos saliéndole al paso, pendientes de realizar.
La lluvia, en esta tierra tinerfeña tira la piedra y esconde la mano, pues a cada paso asoma las narices, al menos cuando el amigo se movía por sus contornos, sonándose la mocarrera que le arrastraba, aunque a veces le refrescase el seco rostro por la fatiga, pero otras lo ahogaba, untando los cabellos de una abominable gomina, como una sustancia gelatinosa, casi volcánica, que emanaba de las capas tectónicas del terreno volcánico, y todo casi por la espalda, de sopetón, y de repente parecía refugiarse temerosa en una nube nodriza, o se guarnecía en subterfugios como un ladronzuelo de barrio con todos los trastos acuáticos, y comenzaba a reír y reír descaradamente, escuchando las reacciones de los habitantes y los curiosos, los toques en el pelo y vestimenta, así como las oportunas o inoportunas invenciones de los transeúntes, que unos, abrigados hasta la coronilla, y otros, casi como cuando vienen al mundo, desnudos y casi mudos, se dejaban elevar por los abrazos marineros de la brisa, pero a todo esto, la tele del bar no perdía puntada, enhebrando las peripecias moteras y eventos deportivos, que, aunque nadie prestaba la más mínima atención, decoraba el ambiente, y es lo que los dueños de los bares suelen ofrecer con suma largueza y derroche a la clientela, pues creen que es la mejor medicina, o somnífero, y por lo tanto lo que más encandila en determinados momentos, para que el personal permanezca amarrado a sus asientos, distendido, y se aleje de los tormentos cotidianos, poniendo tierra de por medio, y de camino consumir con agrado los presentes, que con la mayor generosidad del mundo les presenta la casa.
De todas formas hay que dar las gracias al anfitrión, que comanda la nave porteña de Santa Cruz, ya que invita a los asistentes al hipotético banquete, liberándolos de los lastres, indignos diálogos, torpes ocurrencias o gesticulaciones con cortes de manga y salidas de tono, sacando la lengua a los semejantes o los ojos o los puños por la defensa de la criaturita indefensa en la pantalla televisiva en animadísimas tertulias, borrando de sus retinas las bordes huestes, que asoman, al borde de un ataque de nervios, presumiendo de sus más eximios atributos y grandes de España, princesas del pueblo mezcladas con individuos del lumpen urbano o algo similar, que aunque inyecten nicotina sui generis al por mayor a una inmensa y ávida turba de fieles comparsas y creyentes en sus irrefutables dogmas, no obstante, es preciso darle las gracias, y escanciar una loa con los efluvios más leales y sinceros por su indiscutible aplomo y acierto en la elección del programa de la tele, siendo sin duda preferible que tales evanescencias las guarde para otras circunstancias u otros devoradores de inigualables gestas e histerias a pie de calle, reality show, siguiendo el tajo, no desvariando del proyecto esbozado.
No eran horas de echarse en los brazos de Morfeo, cuando había tanto mercado que olisquear, tanto que descubrir, aunque saltándose un poco los ritmos internos y las apariencias de persona circunspecta, bordeando las orillas de la provocación, algo tan trascendente en ciertos instantes de la existencia, como imaginar el haberse marcado un tango existencial, y enterrar en el puerto, donde había llegado con buen pie, olvidos, infamias o negras historias.
Y finalmente, colocar en el epitafio, si es que aquí viene a cuento, pues no es aconsejable mencionar la soga en casa del ahorcado, aquí yace una criatura que siempre hilvanó en los filamentos del sentimiento un río con abundante agua o un no sé qué, por el que proseguir circulando cauce abajo o cauce arriba con su mochila, o en la brecha a brazo partido.
Como el parto ya está hecho, y a lo hecho pecho, o quizá a verlas venir, que nunca se sabe, sobre todo al otear el horizonte en aquella ígnea noche, habrá que llegar a tiempo del comienzo del insondable espectáculo, teniendo presente, como no podría ser de otro modo, que, perdidos por esos mundos, la distancia nos separa, pero el amor nos enciende y une.
1 comentario:
Me ha encantado, ha sido el cuento que más me ha gustado.
Me recuerda bastante a mí... porque yo me suelo ''perder por esos mundos'' ¡Un besazo!
Angela :)
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