Casandra, atormentada por los escrúpulos, cual trasunto de una propia nota biográfica que redactase, no coordinaba las neuronas últimamente, de modo que cada una tiraba por su lado, al igual que la cabra tira al monte, y sin más circunloquios, se bloqueó.
En una noche otoñal de luna llena del dos mil once, con las altas temperaturas a las que se veía sometida, Casandra concertó con su cohorte una solemne reunión en el retrete más próximo del palacio de Apolo, no lejos del templo sagrado, a fin de enderezar los entuertos que le llovían desde todos los frentes, pero sobre todo desde la andorga.
No estaba dispuesta a continuar por más tiempo padeciendo la insufrible intranquilidad de semejantes sofocos y violentos apretujones, no ya del pueblo llano, porque no le creyesen las profecías tan nítidas y calculadas que realizaba, como les aconteció a los troyanos por no creerlas cayendo prisioneros en manos del enemigo, sino del mayúsculo ninguneo de que era objeto por parte de los insignes y poderosos dioses del entorno –Príamo, Hécuba y Apolo, entre otros-, que le circundaban en aquella atmósfera divina.
La desventurada Casandra, en contra de su voluntad más puritana, y a pesar de los detractores que la hostigaban con acritud, al verse obligada a deslizarse por las vertientes de lo escatológico más cruel, siendo sin duda alérgica a tales coyunturas advenedizas, tenía que comulgar con ruedas de molino, debiendo incorporarse a periódicas sesiones de espiritismo y catárticas terapias a fin de subvertir las fobias y rémoras que la atenazaban, y aceptarse a fin de cuentas con todas las calamidades que se alojaban en su cuerpo, es decir, tal cual su constitución divina había sido concebida, pero su amor propio se rebelaba sin denuedo ofreciendo las mayores de las intransigencias a tales avatares.
Continuando con la biografía de Apolo, vemos que fue hijo de Zeus y Leto, y hermano de Artemisa, y dios de la luz y del sol. Su hijo Asclepio le ayudaba en la medicina y la curación de las enfermedades. Ejercía dominio sobre los colonos de aquellos territorios; asimismo era jefe de las Musas, y el dios de la música y de la poesía.
En el ámbito amoroso fue el prototipo por excelencia de la galantería y la conquista, superando con creces, a años luz, a los futuros personajes que pululan por las páginas de la literatura engendrados por obra de los mortales. Tuvo relaciones con Dafne, sólo hay que evocar aquellas terribles persecuciones a las que la obligó, pero debido a que se burlaba de Cupido por imitar a los humanos, entonces éste se vengó disparando una flecha a Dafne, logrando que ésta odiase a Apolo, y éste se venga transformándola en laurel, pero consagrado a su persona. Más adelante tuvo unas aventurillas con Lucótee, hija de Orcamo y hermana de Clicia, y posteriormente, como era de suponer, llegaron otros amores, Marpesa, aunque lo rechazaba por ser un dios inmortal –tal vez pensase que el amor no perdura por los siglos de los siglos-, mientras ella con el paso del tiempo envejecería y la abandonaría. Luego vendría la ilustre ninfa, Castalia, pero pronto huyó zambulléndose en la fuente de Delfos, al pie del Parnaso, cuya agua sagrada inspiraba a los poetas en la creación artística.
Más adelante tuvo con Cirene un hijo, llamado Aristeo, que se convirtió en el dios de los árboles frutales y de la agricultura. Con Hécuba, esposa de Príamo, tuvo a Troilo. Luego se enamoró de Casandra, hija de Hécuba y Príamo. Pero no acabó ahí la cosa, pues luego se enamoró de Coronis, cerrando provisionalmente el largo corolario amatorio.
!Pobre Casandra, cuántos devaneos y veleidades tendría que sobrellevar en su débil y frágil cuerpo, por lo que tal vez sus vibraciones intestinales serían una clara somatización de las convulsiones de enamorada no correspondida!
Pero a lo largo de su dilatada vida, resultando sumamente difícil poner puertas al campo, y más aún si la lascivia se abre en carne viva, Apolo también gozó de amantes masculinos. Las circunstancias mandan, como decía Ortega, yo soy yo y mi circunstancia, y así sucedió en aquellos idílicos parajes y melifluos ambientes, donde a la sazón Apolo era el dios de la palestra, lugar donde los hermosos jóvenes se reunían para practicar atletismo, y siempre iban desnudos, lo que abría el apetito de los sentidos, aunque fuese acaso un placer efímero –lo bueno si breve…-, pues al poco tiempo sufrirían algunos trágicas muertes. Tuvo, entre otros, a Jacinto, un príncipe espartano, de gran belleza, mas cuando lanzaban el disco fue desviado por el celoso Céfiro, golpeándole en la cabeza con tan mala fortuna que Jacinto falleció, y en castigo Apolo lo convirtió en viento, para que no pudiese detenerse ni relacionarse con nadie. Luego tuvo a Cipariso, que le regaló un ciervo domesticado como compañero, pero lo mató accidentalmente, y solicitó a Apolo que sus lágrimas rodasen eternamente por valles y campiñas, éste accedió y lo transformó en ciprés, de ahí que simbolice la tristeza, dado que su savia forma gotitas que asemejan las lágrimas.
Con el paso del tiempo, se le atragantó a Casandra de tal forma la poca estima que le profesaban todos ellos que, no aguantando más, tuvo que acudir al gurú de turno de los mismos dioses que reinaba con múltiples prebendas por aquellos lares, y le expuso minuciosamente las cuitas, ultrajes y debilidades sin ambages ni tabúes, no reservándose el misterio de las horribles colitis que la azotaban sin reconcomio, y más si cabe al coincidir unas y otras, las desafecciones más íntimas, humanas y divinas, de lacayos y congéneres, con la nutrida nómina de crónicas e indescriptibles gastroenteritis agudas, que la llevaban a mal traer, y siendo persona precavida –pues lo llevaba en los genes-, con olfato de elefante o de buen oráculo, averiguando lo que le fuese a caer encima, el enigmático obrar del vientre, advirtió a todo el séquito sin excepción, los habilitados ujieres y bedeles encargados del distinguido evento, que el mejor lugar o escenario para entrevistarse con los mandamases, arúspices y demás selecta corte de los dioses era la letrina, pero eso sí, debidamente adecentada por expertos criados en tan delicados menesteres, y todo ello en prevención por la eventualidad de algún advenimiento no deseado, y de esa guisa encontrarse a salvo de cualquier extravagante indiscreción o impronta acometida, que tramasen las díscolas vísceras en tan singular y trascendente confluencia, ponderando en su justos términos el lastimoso trance por el que muy a su pesar transitaba.
Los dioses de su firmamento, aunque eran comprensibles y campechanos en cierta medida, no cayeron en la cuenta sobre las preferencias de Casandra por estar distraídos elucubrando sobre los amores frustrados en que se habían visto envueltos en anteriores citas, simposios y convenciones, donde cada cual llevaba el agua a su molino, achacándole al otro la falta de entrega, afecto o correspondencia en dádivas y desvelos y cuidados dispensados, ya que todo lo más que imaginaban era que las prístinas razones de la proposición serían políticamente correctas, y que todo se debería acaso al albur de ser un tanto caprichosa como la abuela, o tal vez porque estuviese embarazada, o por simples casualidades del azar, cosa extraña no obstante para la sutil mentalidad de los dioses, que lo saben todo, pues sabido es que habitan en escrupulosos y suntuosos palacios, rodeados de las comodidades más sofisticadas, baños térmicos, lujos y egregios oráculos, brillando todo como los chorros del oro.
Finalmente, la reunión se llevó a cabo en el retrete, como se había anunciado anteriormente por los emisarios del reino, con todo el boato y pompa de las grandes solemnidades, sintiéndose toda la comitiva harto satisfecha y confiada y contenta por tal determinación, ajenos como debían estar a la probable presencia de insoportables insectos voladores y moscas, hedores y otros furtivos aromas y factores, que por una brizna de pulcritud conviene obviar.
Los claros clarines de la corte de los dioses comenzaron a difundir sus alegres sones y aleluyas, en ese raro cielo en el que se cobijaban, echando mano de gruesas y luengas túnicas y bastones de mando, con el pecho ornado de brillantes medallones logrados en ínclitas intervenciones a lo largo y ancho del cosmos, marcando hitos, en auténticas gestas, en encarnizados enfrentamientos con otros dioses, de tirios y troyanos, habiéndolos humillado en su propio territorio, y posteriormente borrados del mapa, de su propio hábitat, cumplimentando sobradamente su envidiable hoja de servicios, subiendo a las cumbres del cielo y de la fama, cerca de los astros y satélites más influyentes, que pueblan el firmamento celeste, compartiendo casa, bienestar y bocados divinos.
La inmortalidad era lo que menos valoraban, toda vez que ya lo son per se, como la mosca posee patas, cabeza y ojos.
Casandra, figurando como el símbolo de las personas clarividentes por antonomasia, aunque rodeada de una pléyade de incrédulos por expreso mandato de su amor Apolo, no podía fallar en sus deliberaciones por nada del mundo.
Y dicho y hecho. Cuando más ensimismados y enzarzados en los asuntos se hallaban los eximios dioses reunidos en el retrete, empezó una furiosa y chocante cohetería de fuegos artificiales, con pronóstico reservado –remedando la erupción del volcán de la isla canaria-, un estruendo de viento y pedorretas y eructos y raras soflamas huecas e incandescentes, de suerte que se oscureció el día y el ambiente reinante hasta límites insospechados, debiendo salir huyendo Casandra, cual animal acorralado y despavorido –siendo mujer tan pulcra y tierna y delicada, amante de los dioses-, rodando por las escaleras, por supuesto que sin despedirse, y sin haber gozado del suave placer de utilizar el papel higiénico que por allí le aguardaba, siendo la comidilla en las tertulias del reino hasta los primeros atisbos del canto del gallo durante muchos, muchísimos otoños, como otras belenes estébanes, cotilleando en los tronos de oro de toda la deidad celestial.
Y es que no hay peor profecía para acallar y satisfacer a los incrédulos, al auditorio, que la de la inminente necesidad de la micción o la súbita evacuación de vientre.
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