martes, 11 de octubre de 2011

Escritura en acción en los jardines de Lola


Espensipo
Espensipo apostaba por la vida, por la sencillez de una tarde en el campo, con unos cuantos amigos, comiendo cerezas y peras y aguacates o higos de pascua, o bien saboreando algún licor en cualquier barecillo típico del pueblo. Porque aquel verano se había propuesto vivir a secas, pero vivir en toda la amplitud del término, y declararle la guerra a la indiferencia, a los actos insensibles, que de un tiempo a esta parte lo deshumanizaban, de suerte que rehuía el placer más alentador, las alegres sonrisas de la vida, tropezando muy a su pesar en las mismas banalidades un día sí y el otro también, reiteradamente, como si quisiese remedar las funciones de otro Sísifo, en este caso urbano.
Finalmente adoptó la drástica medida de enterrar en una fosa común y bien profunda todo lo que presentase algunos ribetes de lo que más desdeñaba, la insensibilidad.

Rumor
Las mañanas se le torcían sobremanera, casi verticalmente, cuando se subía en la montaña rusa, por el mero hecho de evocar la áspera infancia, en que con otros zagales y zagalas zigzagueaba por el recinto del ferial con el firme propósito de divertirse. Algunos días se iba a la fuente que había a la entrada del pueblo, que apagaba la sed de los vecinos, y a veces se entretenía con una pistola de agua disparando por sorpresa a los transeúntes en el cogote o en los mismos ojos al volver la cabeza, sin ningún reparo. Le encantaba el rumor de la imaginación, porque le abría las puertas de un mundo nuevo, virgen, y el deseo de atrapar o descubrir inusitadas sensaciones, sobre todo cuando acariciaba la brisa las copas de los árboles y su cara, ofreciendo un rostro amable y dulce, ondulante, vibrando con dulzura por la vasta campiña, y el rumor, antes tan vago e impreciso se tornaba sereno, compacto, claro, empujándole a encarar los problemas con verdadero optimismo.

El dedo
El dedo acusador se convirtió en su dedo verdadero, cuando acudió al curandero al cabo del tiempo por no sentir mejoría, ya que en la fábrica donde laboraba sufrió un percance grave, y el jefe de personal le incrustó rápidamente el dedo de un muñeco que por allí andaba rodando, y se lo escayoló con premura, sin que se diese cuenta de nada, por mor del lastimoso trance por el que atravesaba, sintiéndose casi ciego y muerto de dolor y miedo.
Ahora ya podía presumir de llevar el dedo más chuli del mundo, el verdadero según sus cálculos, tras la intervención milagrosa del curandero –engullir sendos vasos de H2O con enigmáticos polvillos y unos trocitos de papiro puntiagudos dentro- a la que había sido sometido.

La cama
A Ángela le encantaban las camas grandes, espaciosas y que reluciesen como las aguas de los océanos, cuando los rayos solares se estrellaban sobre la superficie en el incesante balanceo de las olas. Pero Ángela no quería mancillar la tranquilidad y hermosura de la faz de la cama, quería respetar su atractivo, su duende, su ángel, y se decidió por acostar a sus muñecas predilectas, las más elegantes y cariñosas. Aquellas con las que más se identificaba, procurando que todas estuviesen ubicadas escrupulosamente, guardando las distancias estéticamente, y haciendo juego con los colores de la colcha que la cubría. Ella, cuando le vencía el sueño a altas horas de la madrugada, se acurrucaba pacientemente en un rincón de la alcoba, aguantando como podía el chaparrón del sueño, y se sentía embelesada observando la estampa tan gratificante de sus muñequitas.
Mañana será otro día, musitaba entre dientes, harto condescendiente con sus sublimes e inquebrantables principios.

El cajero
Cada vez que cruzaba aquella calle le entraba pavor al atisbar el cajero automático que allí había. Resultaba que muchas noches, oía unos ruidos raros, como si en su interior se albergaran infinitas ratas de enorme tamaño o terribles tigres, gritando desaforadamente como seres humanos en un estado de inminente pánico, bien por sentirse atacados por el fuego de un incendio o impulsados por la fuerza del hambre.
Después de la travesía, y a veces ni tan siquiera eso, ella permanecía toda la noche en vela, aturdida, como si los sintiese en sus entrañas, y le arrancaran trocitos muy lentamente, como si pensasen que estaba durmiendo y no quisieran despertarla, y no había forma de que conciliara el sueño, por el infernal estruendo que rumiaba en su cerebro día y noche. Al cabo del tiempo y luego de una profunda reflexión, decidió un plan, que lo presentía como algo definitivo, a fin de mitigar en lo posible el grave problema.
Puso al corriente a los bomberos del barrio de todos los pormenores del asunto, y de la situación tan penosa por la que estaban pasando los vecinos y ella misma, instándoles a que satisficiesen su nerviosa ansiedad, por lo que los bomberos, atendiendo a sus súplicas, acudieron en su auxilio en cuanto pudieron, y cuál no sería su sorpresa cuando al acercarse al cajero automático saltaban por los aires cientos de serpientes de cascabel silbando despavoridas, sembrando el desconcierto entre los transeúntes y entre el mismo cuerpo de bomberos, curtidos como estaban en mil batallas, y fueron desbordados por los acontecimientos, viéndose impotentes para fulminar tanta víbora viviente.

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