Godoy tenía esbozado meticulosamente el camino, además de unas pecas en la cara y la cabeza rapada, de forma que no podía permitir que cualquier intruso le trucara la hoja de ruta, alegando tal o cual pretexto, obstaculizando por mera decisión su marcha, sobre todo si ya de antemano había perfilado con clarividencia las prístinas intenciones de lo proyectado.
Resultaba que desde corta edad, en que su abuelo lo acompañaba al colegio, ya había adquirido, sin percatarse de ello, la costumbre de desplazarse cada día por las mismas calles y plazas, parándose en las esquinas que le apetecía, igual que sucede cuando se pasea al chuche por el parque, -caprichosos que son ellos-, y asimismo pegaba cuatro saltos en los rellanos de las escaleras de su bloque según bajaba cual potro salvaje; había a la sazón una vecina un tanto indiscreta y malintencionada, que fisgaba todas las mañanas por la mirilla de la puerta las cabriolas y los traviesos descalabros del pequeño Godoy, repartiendo posteriormente los mensajes con premura a los demás vecinos, generando una corriente emponzoñada y hostil hacia su persona, hasta el punto de llegar un día a comunicar al presidente de la comunidad tales patrañas, con objeto de que tomase cartas en tan grave y solemne asunto, y lo metiese en las mazmorras, en cintura, reclamando un severo correctivo.
La pobre e ingenua criatura salía de su casa bailando, más contento que unas castañuelas, con la irresistible energía propia de la edad, y necesitaba trotar, relinchar, quemar el veneno que llevaba en el cuerpo cuanto antes, y así poder aplicarse en clase, relajándose, pero ni por ésas.
Cierto día cogió una veloz carrerilla al descender por las escaleras, corriendo el riesgo de estrellarse o caerse por una de las ventanas del pasillo, debido al impulso que llevaba, y entonces el abuelo pegó un grito de desesperación, con el rostro desencajado, y el nieto, como tarzán en el bosque, iba desmelenado, dando tumbos por aquellas frías cataratas de las escaleras, perdiendo totalmente el control, ¡Godoy, Godoy!, exclamó el abuelo, espera, haz una pausa, hombre, párate, respira, que me ahogo y no puedo seguirte, pero ya era demasiado tarde, era tan vertiginosa la velocidad que había tomado, que cayó rodando como una pelota rota, saltando de tranco en tranco, echando sangre por las sienes, y alarmando sobremanera al vecindario, que en esos momentos desayunaba quedamente pensando en las inminentes e inquietas labores diarias que le aguardaba, así como en los atascos que tenía que padecer para acudir al trabajo, e imaginando la enigmática cara del jefe de la empresa con la crisis que le asfixiaba, recordando que el último fin de semana se rumoreaba que había en puertas un nuevo ERE en la empresa de algunos.
Las pausas eran para Godoy toda una pesadilla, pues le rompía el ritmo cotidiano y cerebral, le entraba una especie de negro ictus, algo inexplicable, de tal manera que, siendo persona sumamente sensible, podría causarle cualquier estrago irreparable en su frágil corazón, bien por arritmia o por alguna cardiopatía inoportuna. Y como además era un poco despistado, no asimilaba las enseñanzas de la vida como debiera, tropezando siempre en la misma piedra o transportándola a lo alto del monte cual osado Sísifo, de suerte que en cuanto le tocaban en ese punto, no había forma de conducirlo o amansarlo y hacerle entrar en razón, deshaciéndose lo mejor de sí mismo, que no era poco, como un azucarillo en un vaso de agua.
De ahí que el abuelo lo catalogara como un loco cervatillo o díscolo gorrión, saltando de mata en mata, de peña en peña o de puerta en puerta, siempre volando por el aire, sin tomar tierra, siendo sin duda el más duro de los reproches que le achacaban el abuelo y los familiares, y de esa guisa disfrutar placenteramente durante un rato de un breve descanso en la campiña, en el baño, o jugando entre ellos sosegadamente, pudiendo charlar sin prisas con él de lo divino y lo humano, de los acontecimientos del día a día, de las amistades que tenía, de los deberes del cole, de lo que le disgustaba o más le chiflaba y moría por él, y de paso proporcionarle unas breves dosis sobre el comportamiento, para los embates que se pudiese topar en un futuro no lejano, a fin de fortalecerlo para las horas más crudas, al decidir qué realizar o no, qué caminos tomar, o las complicadas actuaciones en los diversos vaivenes que acaecen a cada paso por la vida.
Godoy era puro nervio, siempre en continuo movimiento, como las olas marinas, tanto en pleamar como en bajamar, con luna llena o menguante, se hallaba inmune a los agentes externos de la naturaleza. Las pausas, los descansos, la quietud no figuraban en su mente, sólo volar, volar y volar sin rumbo, permaneciendo siempre en el aire, en suspensión –como un ángel-, como si su cuerpo hubiese sido hecho exclusivamente de aire, -o quisiese remedar la hazaña de Ícaro-, y no de barro o de carne pura y dura, como el resto de los mortales, que, en determinadas ocasiones, muy a su pesar, se les pone de gallina.
A lo mejor gozaba de unas cualidades raras, algo excéntricas o prodigiosas por algún milagro, nunca se sabe, viviendo en un mundo diferente y feliz, lleno de luz, de estrellas comprensibles, únicas, y más humanas y cercanas, donde no exista la envidia, el estrés, las zancadillas, el odio o las perversas intenciones en los corazones, y que a nosotros nos esté vedado percibir tal beatífica aura, y en consecuencia caemos en una feroz crítica de manera ciega, o sin razón alguna, y con alegre aspereza, amarrados a las insensibles cadenas de nuestra impotencia y cortas luces, nos suene a chino todo ese misterioso mundo de Godoy, que tal vez, en el fondo, sea genial, generoso y fantásticamente creativo, digno de encomio.
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