Empezaron a repicar las campanas y había un jolgorio de chiquillos en sus enredos y cabriolas por las esquinas, semejando gorriones saltando de poyo en poyo o de rama en rama entre los árboles y las sombras de la plaza, cerca de una fuente, y en mitad de aquel desorden compacto, con la sesera bien emperejilada, venía el hombre, el de todos los días, al igual que el pescadero, el panadero o el vendedor de chuches (garbanzos tostados, chicles, pirulís, polvorones, peladillas y otras golosinas), y lo zaherían los muchachos sin piedad, con ásperos epítetos y piruetas y lajas, que silbaban por encima de las cabezas de los advenedizos, vociferando sin cesar, a pique de reventar las venas del cuello, el loco, el loco, que viene el loco…, y todos se ponían en derredor, en pie de guerra, protegiéndose detrás del muro de sus caretas, clavando la mirada en los más insignificantes detalles, rasgos del cutis, tics nerviosos, muecas, cómo alzaba los ojos para mirar o los pies al caminar, o cómo se limpiaba las enquistadas legañas o las narices cuando, por culpa de la alergia, estornudaba con gran estruendo.
¡Cuánto le costaba al hombre respirar en esos momentos!, y sin embargo transmitía un aire sereno, siempre en su sitio, pensativo, envuelto en una especie de aureola extraña, entre el furioso oleaje que lo saludaba, permaneciendo en sus cabales, ajeno a las voces y gritos que al unísono entonaba el coro apiñado en la plaza del pueblo; otros, evocando personajes similares de los ancestros, le increpaban por la espalda, Macharaviaya, Macharaviaya, viejo intruso, vete a tu pueblo, que nos das miedo con esas barbas tan grandes, porque no podían realizar sus juegos, y lo reiteraban con sorna, o acaso tocados por cierta tristeza, desparramándose la incontinencia de las gargantas infantiles por el entorno.
A veces, las acometidas subían de tono y las más bruscas, al desequilibrarse con el empuje del brío, rodaban por los lugares más insospechados, yendo río abajo, transportadas al mismo mar, adonde la vida de los ríos y de los mortales acaban, siempre que antes no sean sepultados en el camino por el fango de las aguas, al ser llevados en volandas y atravesarse por entre los enormes palos y patas de alguna acémila, que casualmente vadeara el río grande, el más caudaloso de la cuenca, ya que en ocasiones venía con los bigotes exaltados, formando turbios remolinos en la superficie del agua, bailando dramáticos tangos en los huérfanos inviernos, abiertas las fauces fluviales para devorar carne fresca.
El hombre iba con el flequillo inclinado sobre el ojo izquierdo, hurgando en su sabiduría, en los males del mundo, en las complejidades de las personas, sus raras filias y fobias, los subidones de ánimo, subido en flaco borriquillo, todo esplendoroso, con el sombrero de paja como corona, tan pancho, con el cigarrillo de chasca preso entre las rejas de los labios, fundiéndose en un tierno abrazo con el aliento, en un horizonte oscuro, inundado de negro humo, de manera que no se diferenciaba de las chimeneas de las fábricas, pues el impulso con que lo lanzaba era de tal calibre que el pobre jumento que lo transportaba rezongaba con dificultad, y se las veía y deseaba para sacudírselo con el rabo, en un desconcertante y persistente meneo, descompuesto por la premura de llegar a tierra firme, a su establo.
El loco no apuntaba indicios de fatiga, ni de venganza o impaciencia por las avinagradas diatribas que le disparaban. El jolgorio no decaía ni un instante, tenía fuelle para rato, y seguía incrustado entre la vorágine de las rotas gargantas, contagiando el ambiente, los sufridos olivos, los destartalados almendros y las mortecinas higueras del campo, compartiendo los avatares de la pétrea efigie del loco, configurando todo el marco de su conspicuo y sagaz carácter, que no jadeaba ni exhalaba queja alguna. Era un dechado de locura; ojalá nos contagie, pero no caerá esa breva.
Los días de fiesta el hombre se deshacía en parabienes con los transeúntes ya desde la alborada; las gotas de rocío le abrían el apetito y los sentimientos, las sensaciones más hondas, y era cuando el loco mejor se lo pasaba, con las cachazas que tenía, paseando por su escenario vital, sin prisas, sin mordeduras humanas o de mosquitos impertinentes que le impidiesen ser él mismo, con las viejas abarcas y el sombrerete agujereado, tarareando estribillos de melodías de los años de supuesta cordura, cuando moceaba, en que le gustaba salir de la taberna a mear detrás de la tapia, y los pósters y canciones de Marisol, Brigite Bardotte, Palito Ortega, Rapfael o Frank Sinatra, y rememoraba los ritmos, tales como, “Yo soy aquel que cada noche te persigue, yo soy aquel que por quererte ya no vive, el que te sueña”…o “Tú eres lo más lindo de mi vida, aunque yo no te lo diga, aunque yo no te lo diga, si tú no estás no tengo alegría, tú eres como el sol de la mañana, que entra por mi ventana”…, o “Háblame del mar marinero, háblame, que desde mi ventana el mar no se ve”…, o “Extraños en la noche”..., no desafinando en los compases de la música ni de los chupitos o cubatas que tomaba, desafiando al resto de los cuerdos, enfangados en sus afanes de conquista de locos tesoros, dando muestras de una sensatez exquisita, porque perdía la cabeza por lo sencillo, por lo meritorio, entregándose con todas sus fuerzas, orillando hipocresías, ruindades e injusticias.
Era increíble cómo se zambullía en los vaivenes de la algarabía y la alegría que lo nutría, balanceándose en los columpios de su pensamiento, con el aplomo y el tino de un auténtico malabarista, cual plomada de alta precisión.
No obstante, siempre que cruzaba la plaza o las callejas colindantes, se oía el tierno eco del griterío desgranándose en el aire, mezclándose con el polen de las flores de las macetas que chillaban a su manera, placenteramente, colgadas de las ventanas o en los portales y patios de las casas, y era un eco reiterativo, cansino, como el de todos los días, el loco, el loco, que viene el loco…
Había sin duda una polémica abierta en torno a la persona y al comportamiento, ya que los destellos de ciencia oculta en su cerebro mostraban bien a las claras que su locura engendraba la ciencia infusa, las creaciones más genuinas, los pasos más firmes y sugerentes, en medio de la anodina y adocenada melancolía reinante, destilando en sus actuaciones y silencios la encarnación de las esencias más nítidas y florecientes que imaginarse pueda.
Y nientras tanto, tú como yo, en manos de un barbero cualquiera, un verdadero loco, que cobra caro, con la crisis que crepita, estando uno expuesto a que de un viaje se lleve por delante el gaznate o la testuz, cobrando, el muy loco por el dinero, un pastón.
A buen seguro que el pelado no iba a salirle a uno barato, una ganga de las rebajas de enero, sino todo lo contrario, iba a ser la ejecución más tonta que hayan visto los siglos a manos de alguien que se hacía pasar por un loco de remate, dándoselas de listillo de barrio, estafando miserablemente al personal.
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