Según reza en el legajo hallado en las ruinas de un vetusto convento, el dragón es un animal fabuloso, producto del miedo imaginario de los antiguos, representado como un extraño reptil de cola de serpiente, garras de león y alas de águila, exhalando un olor pestilente.
Es el símbolo de la animalidad, enemigo primordial del género humano, un genio maligno, que se encuentra en los pueblos de Oriente y Occidente. En las representaciones plásticas, quienes evocan la espiritualidad o el bien, aparecen en encarnizada lucha contra el dragón; así, Cadmo, Apolo y Perseo, en la mitología griega; Sigfrido, en la nórdica; San Jorge y San Miguel Arcángel, en la cristiana.
Los dragones esculpidos en los monumentos bizantinos encarnan las calamidades públicas, tales como el hambre y la peste. Otros opinan que el dragón es portador de determinados obstáculos en la vida, dificultando el descubrimiento de las maravillas del inconsciente a causa de los lazos tan estrechos que nos atan a lo consciente.
El nombre deriva del griego derkein, que significa ver, y por su fuerza, agilidad y vista extraordinaria es considerado como el guardián vigilante por antonomasia; así, la diosa Juno encargó a un dragón la custodia de las manzanas de oro en el jardín de las Hespérides.
El arte chino y japonés ha generado múltiples dragones, que son verdaderas maravillas de composición y ejecución.
Desde el Renacimiento se le representa, pictórica o escultóricamente, como símbolo del diablo. En heráldica se le pinta con alas de murciélago, y figura en el escudo, el yelmo o el casco.
No obstante, después de tan dilatado y proceloso currículo, no puede uno por menos que preguntarse, qué culpa tiene el sufrido animal de todo cuanto se ha urdido a sus espaldas, en ese patio de monipodio, sin enterarse de la negra leyenda, y todo por un afán recaudatorio o legendario de la estirpe humana, anhelando figurar en los frontispicios y anales de la historia como mentores de nuevas razas o de los seres más misteriosos, y quizá lo explique claramente el hecho de que como no tenían otra cosa más interesante en que entretenerse en las cavernas, se dedicaron a idear y pintar monstruos u otros inocentes seres, y, después de siglos de vagancia y pertinaz contumacia, se han atribuido unos poderes que no les corresponden, hilvanando miles de historias y batallitas sobre el dragón sin venir a cuento, dándole bofetadas hasta en el cielo de la boca, erigiendo envenenados monumentos a su costa, echándole en cara todos los desconchones y catástrofes del globo terráqueo, filmando series vergonzosas de televisión, con anacrónico e irrisorio tramado, que clama al cielo y al suelo que pisan los dragones, al atisbarse la indignidad de los ilustres arúspices que lo alientan, que no benefician en nada a estas indefensas criaturas, tan dóciles y benignas, ansiosas de paz, que desean arribar a tierra firme, a su refugio, sin meterse con nadie, con su peculiar y genuina estampa.
Al dragón, en su fuero interno, le encantaría llevar una vida corriente, sencilla, sin sobresaltos, tomando unas copitas con los amigos, entre bromas, chistes y chascarrillos, o pasear por las callejuelas del casco antiguo de la ciudad, o viajar por los sitios más sugestivos del planeta, solo o en pareja, en cualquier época del año, si los ahorrillos así se lo permitiesen, pero mira por donde no lo dejan en paz, lo traían a mal traer, arrancándole los ojos del alma, el fuego de su inteligencia, las crestas que le nacieron al venir al mundo, despellejándolo, escribiendo en la mentes de las personas auténticas barbaridades, manchando su hoja de servicios con infamias, atrocidades y ultrajes, siendo a la postre el pararrayos de todos los desaguisados que se cuecen encima y debajo del firmamento como, desprendimientos o choques de cometas, asteroides, meteoritos, o el promotor de los puntos negros, los tsunamis, los tornados, e incluso de las tormentas que brotan en la convivencia humana, y el pobre dragón se ha arrugado, viéndose en la necesidad comulgar con terribles ruedas de molino, no pudiendo resollar incrustado en el iglú, sin lanzar cantos o chinas con la onda, siniestras miradas o escupitajos contra los maltratadores, y se encierra en su soledad, en la lobreguez del instinto, viéndose obligado a mudar la costumbre, el hábitat, haciendo las maletas cada dos por tres, en invierno o verano, haciéndose pasar por un extraterrestre o un perro vagabundo, callejeando sin cesar por nocturnas plazas o espeso bosque a las claras del día.
Después de muchas cavilaciones, se ha refugiado en su casa, su dulce hogar, no queriendo intervenir en los foros que proliferan por la red, ni en los mass media, porque le tiembla el espíritu y tienden trampas por doquier, y desconfía de los gerifaltes que maquillan la escena, y ha llegado a la conclusión de que el tiempo es oro, y no está dispuesto a perder ni una brizna de su existencia en fútiles garrucheos o necias mezquindades, que a nada conducen, absteniéndose de concurrir a los distintos foros, poniendo los puntos sobre las íes, aunque tenga toda la razón del mundo, y esté dotado de poderes sobrenaturales, como atestiguan las dinastías chinas, –de ahí viene la envidia encarnizada que despierta- para hacer eso y mucho más, pero como es una criatura paciente, comprensiva y sensata, no quiere entregarse o rebajarse a esos tejemanejes, que tanto venden en la sociedad actual, y pasa de todo, como un hippie cualquiera, porque viene ya de vuelta, y entiende que sus profanadores no están capacitados para aprehender sus argumentos, ni asumir el papel que les incumbe en este mundo, convencido de que es precisamente lo contrario de lo que se le acusa.
Por otro lado, no quiere tocar las manzana de la discordia ni las de oro, al no admitir que se parezca lo más mínimo a una serpiente, a un gigantesco cocodrilo o un verde lagarto, y menos a un murciélago, ni haber pasado tan siquiera por su imaginación en ningún momento; es más, cuando los servidores del bosque le pasan las minutas de los trabajos, los menús de los empleados, los honorarios, las facturas de la compra en el corte chino, o las referencias de los habitantes del planeta Tierra se monda de risa, al comprobar la poca valía que exhiben los mortales, sobre todo en alegaciones y argumentos ad hominem para destronarlo de su pedestal, para cargárselo en una palabra, y otras veces, se hincha de llorar por el continuo descalabro en que se encuentran sumidos los terrícolas, enredados como están en un río de veleidades, insultos y bofetadas, cebándose con él, tildándolo de malvado, traidor y mullidor de infernales trapisondas, manchando su impecable historial, habiendo mantenido siempre el tipo y el coraje, con las manos limpias en todo momento, quedando indemnes su prestigio, sus andares por los lugares más comprometidos del Olimpo, del Tibet o del Parnaso, o los palacios de oriente o por las duras rocas de la misma Petra, respetando a vikingos, mongoles, chinos o japoneses, a pesar de la incesante tortura a que lo han sometido en interminables exposiciones, teatrillos y desfiles, llegando a mofarse en sus barbas de los gustos y costumbres, aunque a veces reconoce in péctore sentirse reconfortado y feliz siendo transportado en andas, a hombros o en carrozas por los bulevares y plazas orientales, vomitando fuego por los ojos y la boca de modo infernal, dado que él lo asume plenamente como un juego, sintiéndose autocomplaciente en tales circunstancias.
Por encima de todo es una criatura encantadora, agradecida, y se la cae la baba a la menor carantoña, y a renglón seguido, utilizando todos los medios a su alcance, se lo hace saber a toda su corte del bosque, donde ahora vive, soltando un grito estilo tarzán, que la gente no percibe, pero que retumba en la espesura de los bosques como una bomba, sintiéndose liberado de las ásperas cargas.
En el fondo es una persona de buen corazón, sensible, respetuosa, amiga de sus amigos, y no quiere armarla, pasando por alto tanta humillación, y pasar por este mundo sin ser notado, aunque nadie apueste un centavo por él, tanto es así, que hay momentos en que le dan ganas de disfrazarse de mendigo, o ladrón de estrellas o payaso de circo, recorriendo plazas y palacios, o apontocarse en la puerta de una iglesia con objeto de recabar unas migajas de cariño, con idea de que la honda pena mengüe, y de ese modo cicratizar las heridas que le embargan.
Y a todo esto, no quiere ni pensar en cuando llegue el día en que tenga que contárselo a los descendientes, a sobrinos, nietos, biznietos, taratanietos y requetetaratanietos, pues vaya usted a saber lo que dirán, al escuchar las monstruosidades que propalan a los cuatro vientos los desaprensivos de su mítico requetetaratabuelo, el famoso dragón, que antaño se paseaba ufano, pletórico de facultades por las tórridas estepas y montañas rocosas, cubiertas de blancas toneladas de nieve allá por aquellas prehistóricas épocas.
Ahora prefiere permanecer enclaustrado en su casa, la casita mía, como le gusta denominarla, pronunciándolo con peculiar acento, entre chino, mongol y japonés, en el idioma de las deidades ancestrales del bosque umbrío, entre el susurro de abejas y el aullido del lobo, recalcando el trabajo que le ha costado aclimatarse a esa vida terrenal, renunciando a otras prebendas y a los banquetes de los dioses en celestiales bacanales y opíparas orgías.
El otro día le telefoneé a altas horas de la madrugada, y me atendió con suma delicadeza, ofreciéndose para lo que fuese menester, preocupándose de los más nimios detalles, si me encontraba económicamente colgado por alguna compra o mordida de última hora, coche, cortijo o isla desierta, porque puestos a pedir no hay quien nos gane, ya que para él todo vale lo mismo, y con los ojos draconianos que tiene entreve a mil leguas lo que el ojo humano no ve, de forma que apabulla al personal, descifrando los intrincados pensamientos que bullen en los desvencijados cerebros.
Por lo tanto se puede afirmar que los dragones son los auténticos guías y guardianes de los elementos primordiales de la existencia, Tierra, aire, Agua, Fuego y el Espíritu.
No hay comentarios:
Publicar un comentario