jueves, 21 de febrero de 2013

El hombre de la piscina














                                                   

   Los laberínticos pensamientos, tal vez como antídoto de telúricas remembranzas del “Memento, homo, quia pulvis es”…, embargaban sobremanera al hombre de la piscina, y, aunque lo pretendía con todas sus ganas, no lograba ahogarlos en la sucintas aguas al tirarse de cabeza desde el trampolín más alto, sino que se contagiaban de las reverberaciones de su tozudez.
    El peso de su cuerpo deshizo el sosiego que perfumaba aquella atmósfera, generando bruscas corrientes a derecha e izquierda, tan feroces que causaban pavor, brincando las aguas, hechas unos basiliscos, por los bordes de la piscina anegando, cual inmenso mar, todo el recinto, ante el asombro de propios y extraños y de los eventuales bañistas, que murmuraban entre sí sobre la incongruencia de tan raro fenómeno, aquella furia desatada en la somnolienta y minúscula balsa de agua.
   Parecía como si las turbias perspectivas del hombre tuviesen hechuras de una bien dotada ballena, presas en unos apretados tarros o cobertizos o en la bifurcación de pequeñas salitas contiguas unas a otras que chocasen entre sí sin saber cómo, armándose la marimorena, un zafarrancho de combate, la rebelión a bordo en gigantescos remolinos, capaces de reventar vidas o los más asentados muros en derredor.
   El hombre se ufanaba de las grandes conquistas en su época de esplendor, cuando el rostro rebosaba juventud, y volaba raudo de flor en flor, alineándose en las más ardientes lides, allanando moradas, masticando pimientos lúbricos del piquillo, enredos y corazonadas, o escalando paredes conventuales o fortificados castillos, plantándose de repente en alcobas, celdas, sacristías, como pedro por su casa, alentado por las galantes alas de su mordisqueo, metiendo las narices y lo que no está en los escritos en todo cuanto le seducía, en los mentideros más resbaladizos, profiriendo vivas al amor libre, a las tonificantes ambrosías, a una especie de privilegiados bacanales –así los denominaba en la intimidad -, achacándolo a un no sé qué, a errores de cálculo o al subconsciente por mor de la súbita subida de bilirrubina, en una  huida hacia adelante en las propias discordancias.
   Uno de sus primordiales objetivos consistía en enterrar en las profundidades de la piscina el mal aliento, la mugre incrustada en los huesos durante años, los desechos vitales, los miedos galopantes, mas topaba de continuo con la impotencia, con el recelo de las aguas, de los mares de la vida y de los continentes, donde los delfines y otros cetáceos hilan tan fino, y donde se fraguaron los hilvanes vitales a la alborada, en sus prístinos inicios, en las mismas entrañas marítimas, auténtica madre de los seres vivos, que, desde que el mundo es mundo, propalaron los primerizos balbuceos y abrieron los ojos al vivir, merodeando por aquellos lóbregos laberintos.
   Al mojarse el hombre en tales veneros, arrojándose a las aguas de la piscina, bullían en su mente las vibraciones más abstrusas relativas a todo el oleaje de los planetas, de los océanos y de sus calenturientas venas, buscando casi sin advertirlo un nuevo modo de vida, pecios o restos de tesoros escondidos en las profundidades abisales, galeotes tocados, Atlántidas o Titánic con corbatas y neceseres y maletines conteniendo intimidades y lo mejor guardado, perlas preciosas, perfumes parisinos, cartas de amor, de intrigas de la corte de lo cotidiano o de burbujas o banalidades de los magnates que mangoneaban en los núcleos duros de los emporios, en los hilos de los potentes trusts.
   Perdido el hombre entre tanto laberinto no atisbaba la cercanía, no saboreaba el rocío de la mañana, y sudaba la gota gorda en un vaso de agua, y no digamos en la piscina. Aunque mirándolo bien, lo que en realidad le turbaba eran los raros advenimientos o extemporáneas adversidades al sentirse ninguneado por alguna bella ninfa, que entre nenúfares se dejaba encandilar por otros juncos, otros orillas, otros amadores menos extravagantes o de menos órbita extraterrestre.
   Como dijera el poeta, “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”… y en la misma dirección le aconsejaba el doctor, lo animaba a que avanzara siempre hacia adelante sin miedo, y sin volver la cabeza por si acaso, hasta el fin de los días o del mundo, porque el que mueve las piernas, mueve el corazón, ignorando que el más pintado puede ser fulminado al paso por un accidente, un rayo o una centella a causa de la climatología, dado que se erosionan los cimientos, las aceras, los más consistentes resortes, y en consecuencia caen por los suelos cuerpos, ideales o incluso rascacielos de fachadas humanas.
   Con el frotamiento del agua pensaba el hombre que, al menos, las suaves y blandas manos acuáticas le masajearían las cicatrices más resistentes a la primavera y al resurgir, conformando la faz de su textura, y al fin y al cabo podría llorar con un ojo, porque después de tantos desaguisados y envenenados guisos  y borrascas, allí en la piscina brillaría como un sol radiante, flotando todo risueño, sosegado, elucubrando nuevos amaneceres, nuevos guiños por los mares del sur o del norte, eligiéndolos a placer, procurando no perder el norte por falsos cantos de sirena, y de pronto se quedó en suspense, embelesado, escuchando en la lejanía una dulce sinfonía de Hayden, que brotaba de un viejo piano, haciéndole paladear cierta cordura de espíritu.
          
     






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