Los laberínticos pensamientos, tal vez como
antídoto de telúricas remembranzas del “Memento, homo, quia pulvis es”…,
embargaban sobremanera al hombre de la piscina, y, aunque lo pretendía con
todas sus ganas, no lograba ahogarlos en la sucintas aguas al tirarse de cabeza
desde el trampolín más alto, sino que se contagiaban de las reverberaciones de
su tozudez.
El
peso de su cuerpo deshizo el sosiego que perfumaba aquella atmósfera, generando
bruscas corrientes a derecha e izquierda, tan feroces que causaban pavor, brincando
las aguas, hechas unos basiliscos, por los bordes de la piscina anegando, cual
inmenso mar, todo el recinto, ante el asombro de propios y extraños y de los
eventuales bañistas, que murmuraban entre sí sobre la incongruencia de tan raro
fenómeno, aquella furia desatada en la somnolienta y minúscula balsa de agua.
Parecía como si las turbias perspectivas del
hombre tuviesen hechuras de una bien dotada ballena, presas en unos apretados tarros
o cobertizos o en la bifurcación de pequeñas salitas contiguas unas a otras que
chocasen entre sí sin saber cómo, armándose la marimorena, un zafarrancho de
combate, la rebelión a bordo en gigantescos remolinos, capaces de reventar
vidas o los más asentados muros en derredor.
El hombre se ufanaba de las grandes
conquistas en su época de esplendor, cuando el rostro rebosaba juventud, y
volaba raudo de flor en flor, alineándose en las más ardientes lides, allanando
moradas, masticando pimientos lúbricos del piquillo, enredos y corazonadas, o
escalando paredes conventuales o fortificados castillos, plantándose de repente
en alcobas, celdas, sacristías, como pedro por su casa, alentado por las
galantes alas de su mordisqueo, metiendo las narices y lo que no está en los
escritos en todo cuanto le seducía, en los mentideros más resbaladizos,
profiriendo vivas al amor libre, a las tonificantes ambrosías, a una especie de
privilegiados bacanales –así los denominaba en la intimidad -, achacándolo a un
no sé qué, a errores de cálculo o al subconsciente por mor de la súbita subida
de bilirrubina, en una huida hacia adelante
en las propias discordancias.
Uno de
sus primordiales objetivos consistía en enterrar en las profundidades de la
piscina el mal aliento, la mugre incrustada en los huesos durante años, los
desechos vitales, los miedos galopantes, mas topaba de continuo con la
impotencia, con el recelo de las aguas, de los mares de la vida y de los
continentes, donde los delfines y otros cetáceos hilan tan fino, y donde se
fraguaron los hilvanes vitales a la alborada, en sus prístinos inicios, en las
mismas entrañas marítimas, auténtica madre de los seres vivos, que, desde que
el mundo es mundo, propalaron los primerizos balbuceos y abrieron los ojos al
vivir, merodeando por aquellos lóbregos laberintos.
Al mojarse el hombre en tales veneros,
arrojándose a las aguas de la piscina, bullían en su mente las vibraciones más
abstrusas relativas a todo el oleaje de los planetas, de los océanos y de sus
calenturientas venas, buscando casi sin advertirlo un nuevo modo de vida,
pecios o restos de tesoros escondidos en las profundidades abisales, galeotes
tocados, Atlántidas o Titánic con corbatas y neceseres y maletines conteniendo
intimidades y lo mejor guardado, perlas preciosas, perfumes parisinos, cartas
de amor, de intrigas de la corte de lo cotidiano o de burbujas o banalidades de
los magnates que mangoneaban en los núcleos duros de los emporios, en los hilos
de los potentes trusts.
Perdido el hombre entre tanto laberinto no
atisbaba la cercanía, no saboreaba el rocío de la mañana, y sudaba la gota
gorda en un vaso de agua, y no digamos en la piscina. Aunque mirándolo bien, lo
que en realidad le turbaba eran los raros advenimientos o extemporáneas
adversidades al sentirse ninguneado por alguna bella ninfa, que entre nenúfares
se dejaba encandilar por otros juncos, otros orillas, otros amadores menos extravagantes
o de menos órbita extraterrestre.
Como dijera el poeta, “Caminante, no hay
camino, se hace camino al andar”… y en la misma dirección le aconsejaba el
doctor, lo animaba a que avanzara siempre hacia adelante sin miedo, y sin
volver la cabeza por si acaso, hasta el fin de los días o del mundo, porque el
que mueve las piernas, mueve el corazón, ignorando que el más pintado puede ser
fulminado al paso por un accidente, un rayo o una centella a causa de la
climatología, dado que se erosionan los cimientos, las aceras, los más
consistentes resortes, y en consecuencia caen por los suelos cuerpos, ideales o
incluso rascacielos de fachadas humanas.
Con el frotamiento del agua pensaba el
hombre que, al menos, las suaves y blandas manos acuáticas le masajearían las
cicatrices más resistentes a la primavera y al resurgir, conformando la faz de
su textura, y al fin y al cabo podría llorar con un ojo, porque después de
tantos desaguisados y envenenados guisos
y borrascas, allí en la piscina brillaría como un sol radiante, flotando
todo risueño, sosegado, elucubrando nuevos amaneceres, nuevos guiños por los
mares del sur o del norte, eligiéndolos a placer, procurando no perder el norte
por falsos cantos de sirena, y de pronto se quedó en suspense, embelesado,
escuchando en la lejanía una dulce sinfonía de Hayden, que brotaba de un viejo
piano, haciéndole paladear cierta cordura de espíritu.
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