Los amigos de los animales pondrán el grito
en el cielo, al llegar a sus oídos el allanamiento de morada o la usurpación de
sus legítimos derechos por parte de las Instituciones, sin ningún recato o alegato
que lo justifique, siendo a todas luces una apropiación indebida, una actividad
un tanto clandestina, al ser exclusiva de los animales salvajes, que habitan en
sus guaridas en la espesura de los bosques.
Hasta ahí podíamos llegar, exclamarán los
enfurecidos dolientes, al confundir churros con merinas o huesos de santo con
pimientos de padrón, comprendiendo en parte la razonable operación llevada a
cabo contra los exaltados humos y la inminente peligrosidad en determinadas
calendas de los osados animales, que a causa de la furibunda proliferación por
páramos, majadas u oteros, los responsables del ramo, curándose en salud,
aplican a rajatabla los consabidos cánones, al verificarse en sus vestigios
carnívoros bárbaros desmanes y estropicios sin cuento en multitud de reses, las
mansas ovejitas, que se quedan rezagadas por la fatiga, lejos del rebaño,
pastando por el monte, o los rudos azotes
a los corrales de gallinas en zonas rurales.
No obstante se alargan las oscuras sombras
sobre los engranajes que engarzan estos hechos con las intervenciones de los
agentes del orden encargados de tales empresas, puesto que no se sabe a ciencia
cierta si se han extralimitado en sus funciones, al no cerciorarse como dios
manda de tal vez ocultos subterfugios o maquiavélicas maniobras para acabar no
ya con la vida de los seres vivos, sino incluso con los mismos humanos, sobrepasando
la línea roja, al transitar por los más sospechosas fronteras, acometidas
dignas de las mayores reservas y sospechas, se diría que del mundo del crimen,
no mostrando ningún miramiento o respeto por las leyes vigentes.
Hay que reconocer que los seres humanos
poseen partes alícuotas de animaloide y de humanoide, de modo que no se
mantendría en pie el sibilino desarrollo de sus planes pergeñados según su
punto de vista a la perfección, al cien por cien de credibilidad; sin embargo
ello no quiere decir que nadie, y menos las autoridades al uso, se arroguen la
caprichosa facultad de utilizar unos instrumentos que denominan modernos, pero que
hoy día son obsoletos, los cepos de toda la vida, no ya para frenar los
desvaríos de algún desbrujulado tigre, pantera o aventurero zorro que zorree
por calles o plazas urbanas, plantándose ante las puertas de las casas de vecinos,
en mitad del bullicio, cruzando por delante de la gente, paseándose como pedro
por su casa, y a renglón seguido los arúspices y gendarmería se suelten el pelo
y se salten a la torera las perspectivas del mundo de los vivos, las
inquietudes de las propias personas, montando trampas inhumanas por doquier,
donde menos te lo esperas, algunos casos de verdadero órdago, ya que no se perciben
muy bien los fines de tales campañas, si buscan disminuir el paro con una boca
menos, los usuarios de la seguridad social, o tapar agujeros o bocas o quizá
para mitigar la indiferencia o los votos en blanco en el cómputo electoral, ocultando
sus miserias y plagiando a los cazadores furtivos, que trotan a sus anchas por
dehesas y territorios prohibidos.
La presencia de contrabandistas y
malhechores ejecutando actos vandálicos y extraños los ha habido siempre, pero
que la fachenda gubernamental se enfangue en los cascos antiguos reconocidos
por la UNESCO como patrimonio de la Humanidad o en el escueto recinto de las
ciudades es más difícil de digerir, confundiendo el bosque con los bolardos y
arquetas que cubren el alcantarillado, los darros y el cableado subterráneo con
el fin –reza el eslogan- de proteger a los transeúntes, a las personas
sencillas de males mayores, de raras contaminaciones, de intrusos roedores que
corretean jocosos por calles y bulevares, tomando la ciudad a sangre y fuego,
pues si bien se mira no son en modo alguno descabellados dichos planes,
disimulando dentro de lo posible los áridos parques y avenidas urbanos insertando
un verdor aparente e inusitado de praderas de los campos en los contornos de la
ciudad, algo totalmente plausible, aunque mueva a risa o roce la incongruencia
a veces, en un frívolo alarde de pintar la vida de color rosa, de límpidos y
seguros senderos, pero en el fondo de muerte segura.
Mas por lo visto la ocasión la pintan calva,
y gota a gota, hilo a hilo, a la chita callando, subiendo y bajando el telón,
haciendo mutis por el foro o pasándoselo por el forro todas las directrices
protocolarias, tal vez creyendo los eximios gobernantes que, como la paloma,
iban para el norte –el bosque-, cuando iban para el sur –la ciudad-, y en
semejante desconcierto van sembrando el campo de la inocente población de
sobresaltos, de tumbas encubiertas, de bombas sin estallar, de trucos amañados,
que vigilan noche y día al peatón accidental, ajeno a tan macabros menesteres y
viles intenciones, mientras sigue las pautas del doctor, cumpliendo con sus contrastados
consejos, que insta a andar por el camino del mantenimiento, a pasear con
sosiego a diario, porque quien mueve las piernas mueve el corazón, las
pulsiones del sístole y diástole, y de esa guisa vivir largos y lustrosos
lustros plenos de lozanía, lucidez y buenandanza, ahorrando al erario público innumerables
millonadas al no tener que reparar fachadas, columnas, u otros miembros
atrofiados por el anquilosamiento o la falta de entusiasmo del espíritu.
Y siguiendo la sana y metódica hoja de ruta,
el incauto peatón accidental pateaba confiado las aceras y sendas con vigoroso
mimo, consciente de que obedecía la letra chica del decálogo, las normas
prescritas por el galeno y el Ministerio de salud pública y consumo, anhelando
figurar en el cielo de los elegidos, entrando en el libro Guiness de los
récords con la ya célebre frase, “Mens sana in corpore sano”.
Nunca pasó por su cabeza que se llevaría a
cabo tan nefasta gesta en sus propios horizontes y carnes, pues según paseaba y
pisaba con toda franqueza la redondez de la tierra y solidez del itinerario, de
buena a primeras, en un plis plas, se abre la boca del lobo de caperucita, el
justiciero Caronte, se desprende la mítica tapadera y se columpia en la cuerda
floja del circo entre los tubos de cavernas infernales, tierra trágame,
farfulla, al tragarse aquel boquete al transeúnte de pies a cabeza en un
periquete, y, aunque duro de testuz, mantenía la cabeza bien alta, no le sirvió
de nada, atrapado como estaba en aquel inmundo hoyo, por haber puesto en
práctica las sublimes enseñanzas y benefactores parabienes del doctor, sus
sabias profecías.
Después de lo visto y no visto, en un raudo
y fugaz examen de consciencia, de ahora en adelante el peatón accidental pasará
de cuantos arúspices y gurús y sabelotodo, así como de la Unidad de Defensa del
Medio Ambiente y Protección animal, que pregonen en los púlpitos palpitantes y
solemnes sentencias que alumbren la dicha, la mejor vida, y andar por caminos
seguros, pero ¡ojo!, con mucho talento y tiento, no vaya a ser que, muy a su
pesar, pase a mejor vida, al paraíso de los justos con todas las necesidades
cubiertas.
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