No encontraba la cofrade
el vestido, la vela, el rosario, la peineta, el báculo de oro, el neceser de manicura, todo andaba manga por
hombro, perdido por los rincones de la casa, y no había manera de enderezarlo.
Era tal el desbarajuste que, Dios la perdone, pues casi falta a la cita y no puede
cumplir la promesa, satisfacer sus religiosas aspiraciones, acompañar al Santo
Cristo de la Buena Muerte en cuantito pisara las calles empedradas del pueblo.
Después de no pocos sofocos, por fin sale,
toda emperejilada hasta el último detalle, debiendo sortear las desenfadas risas
y bromas de los transeúntes entre acera y acera, los llantos de los fatigados bebés,
los gritos y empujones de los zagales correteando a calzón quitado por la
calzada; contrastando todo ello con el callado esfuerzo de los costaleros. Los
huecos en las solitarias esquinas de las calles le permitían avanzar más
rápidamente rumbo a la cabeza de la procesión, subiendo y bajando cuestas, dando
algún que otro tropezón con los empinados tacones, como si transitara por las ásperas
calles de Galilea camino del Gólgota.
La cofrade, con los
principios muy bien trenzados, y una vez recuperado el equilibrio primigenio
y las divisas que poblaban su cerebro, se
va introduciendo en el ambiente, olvidando las nerviosas horas de búsqueda y
con el reloj en hora, y empezó a cantar, como un legionario más, la canción El novio
de la muerte, que en esos momentos interpretaban, con el Cristo ensangrentado
en su pecho, emprendiendo azorada el camino de la dura pasión, el más negro y
descorazonador en el día del amor fraterno, el jueves santo, habiendo depositado
en la mochila las quemaduras imaginadas y las migrañas celestiales del
subconsciente, al objeto de sentirse una persona hecha, formal, íntegra.
En su concienzudo
espíritu se incrustó el desfile procesional con sobresaltados latidos, meditando
sobre los distintos rostros de las imágenes que procesionaba la cofradía por la
vía pública.
El gentío contemplaba
expectante el suntuoso y solemne despliegue de semana santa, estandartes, horquilleros,
la banda de música, las autoridades eclesiásticas, civiles y militares, los
pasos, los penitentes y las circunspectas damas con mantilla y demás
parafernalia.
La cofrade, en ciertos
momentos, andaba algo confusa, entre el chisporroteo de las velas, el ciego
apego a los sacros pasos en una atmósfera rara de mucho ajetreo, ruidos, chismorreos
y las críticas más dispares a las cofrades que se cruzaban sobre la marcha:
-Mira aquella –se oía una
voz-, qué vanidosa, ¿quién se creerá? Si sus padres no tenían donde caerse
muertos, y lleva un collar de perlas y
el báculo de oro de la virgen del Consuelo,
no se puede creer.
-¿Y por qué no?- dice
alguien.
-Porque no se lo merece,
no reúne el pedigrí para figurar ahí –.
-Si aquí lo que vale es
la fe-.responde alguien por detrás.
-Ya me río yo de eso, lo
hacen par vanidad, por aparentar, para salir en los medios y estar en boca de la
gente, y exclamen, es persona distinguida, de buena familia, guapa y con mucho señorío,
- apostilla alguien al fondo.
-Pues no se entiende, si
Cristo nació en un pobre pesebre, menudo chasco, qué carretón - farfullaban otros
entre el tumulto.
La procesión llega a su
fin, y los sufridos costaleros, ahora más satisfechos y contentos por la labor
realizada, van colocando los distintos
pasos procesionados en los respectivos espacios del templo, y a continuación se
dirigen junto con los más allegados de la cofradía hacia el banquete que les
aguarda para celebrarlo, como recompensa por los estragos del martirio, y
reponer fuerzas, repostar, aunque durante el trayecto han ido picoteando por
los distintos bares en las pertinentes pausas por las callejuelas, apuntando el
importe de bebidas y bocatas a cuenta del santo de su devoción, la cofradía de
turno, y ahora viene el broche del proceso, el agasajo postrero, y empiezan a brindar,
a dispararse los morteros con toda la balística que duerme en sus entrañas, y
estalla la reivindicativa y presuntuosa batalla, manifestando unos a otros su
malestar con cierta envidia y arrogancia, “aquél no ha dado ni golpe, no arrimaba
el hombro, “aquel otro tiene un rostro que se lo pisa, sólo masticaba chicle”,” mi espalda está dolorida, era
la que de veras soportaba el peso del Cristo”, “¡qué cara tienen algunos!”, y
ahora aquí a buen seguro que querrán beber y comer por cuatro, como si fuesen los privilegiados
de la película, los que se han partido el pecho”, y es que no puede ser,
peroraban con ímpetu, “qué desfachatez, siempre lo mismo, mira ése, ya lleva
seis cervezas sin resollar y no sé cuantos bocatas, y acaba de llegar”…
Comida hecha, mesa
deshecha. Y cada mochuelo a su olivo.
La cofrade, para continuar
con el hálito austero y vivo de la pasión y los gloriosos efluvios de éxtasis, enciende
la tele y se zambulle sin reparos en las nauseabundas aguas televisivas, en los
programas ofrecidos en esos días de manera especial para contrarrestar y distraer
a las turbas de infieles, los ateos de toda la vida, las criaturas desahuciadas
de Dios. Aquellas que vuelven la espalda a la sagrada liturgia; y sin embargo,
el espíritu aventurero e indagador de la cofrade se mete de cabeza y se duerme
en los laureles de tales carnes caducadas, recreándose sin perder ripio,
navegando por canalillos y cloacas, culos y cuentos divinos, que poco a poco
van contribuyendo a que su eufórico espíritu se santifique aún más si cabe con
las aguas benditas de los programas bazofia, que, como becerros de oro, se idolatran
en los inanes altares con la inconsciencia más sustanciosa
Las devotas citas y rituales del ánima de creyente continuarán en
invierno y verano, encuentro tras encuentro en la mansión del Señor, entierro
tras entierro, y después, el muerto el hoyo y el vivo a vivir que son dos días,
de modo que las comensales (de forma sagrada) se pierden por los rincones y conventos
de moda, tomando suculentos tentempiés u opíparas raciones, con la llama
encendida de la fe ciega en la inmortalidad de las almas y su triunfal entrada
en la gloria, en una loa a las almas
limpias, no impuras ni glotonas, pues éstas recibirán la justa penalización por
la desidia exhibida ante los estilizados rituales de los espíritus, que velan
en todo momento por superarse y purificarse de las originales máculas y lúbricas
liviandades;,
Y poco a poco se llega al trance final, al término de la opereta, el trueque de la teoría cuántica en
3D, trimensionando los anhelados placeres, las báquicas creencias en funerales acartonados,
en carruseles de fantasía para trucar el nombre de la rosa, de las cosas, no
llamando al pan, pan, ni al vino, vino, en un ensortijado de madejas de estrafalario
capital, adulterado por la estulticia de la persona, enterrando en sórdidas zanjas
las posibles perlas que pudiesen aflorar en tantas circunstancias y tardes
perdidas en beaterios sin cuento, en desaliñadas hazañas, disfrazadas de píos ceremoniales en mitad del hastío de la sinrazón que se apilan en las sienes, burlando la
cordura humana.
En los ratos de libre
albedrío, la cofrade diseñaba Cristos de mamarracho, cubriéndose las
necesidades más perentorias, apuntando a su altura de miras, yéndose por los
cerros de Úbeda, y mirando para otro lado ante la hecatombe hambruna o las hirientes tristezas del
género humano.
Y se dormía con la conciencia remansada en un lago azul, inundado
de nenúfares, verdes juncos y mimbrales, ponderando las indulgencias que había engullido
y acumulado pateando las empedradas calles del casco antiguo,
pisando la escurridiza cera del perdón, consagrándose a la impostura de su
efigie, a la que denominaba el Cristo de
la Buena Muerte, que le infundía el sosegado deleite de Eterna Vida.
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