Saltó
de la cama donde dormía cual tigre envenenado, como si una pesadilla le
acribillase a balazos por mor del sueño repentino de un incendio o un atraco a
mano armada –como si la policía armada o grises le atacasen por la espalda confundiéndole
con los espaldas mojadas, o tal vez por pegar octavillas clandestinas en el
negro muro de la iglesia del pueblo en la dictadura-; el caso es que salió
de su casa en menos de lo que canta un gallo sin dejar ni rastro, borrándose del
mapa como aquel que dice.
Lo más curioso era que con lo quisquillosos
que son la mayoría de las veces los más cercanos a las viviendas no se alarmaran
lo más mínimo o murmuraran sotto voce sobre tales disquisiciones, ponderando el
acto como alguna vendetta o un ajuste de cuentas más de tantos cuantos se dan en
cualquier parte del mundo, y sin tener que irse a tierras sicilianas o a los
puntos más calientes del globo, para que esto ocurra.
Los vecinos, afanados en sus cosas, no
echaron en falta semejante lance, ocupados como estaban en sus quehaceres domésticos
y obsesiones permanentes siguiendo la rutina diaria.
Una vez que hubo ahuyentado los súbitos e inminentes
peligros que se cernían sobre su testuz, fue perfilando otras pautas para transitar
por la vida más seguras y placenteras, como la búsqueda de una nueva planta de
persona, pergeñando generadores que propalasen unos vientos más tonificantes,
sin adhesiva adrenalina ni trombos extraños, y de acuerdo con su fuero interno decidió
abrirse camino subiéndose al tren de las reconfortantes corrientes que arribaban
por primavera, abriendo la cáscara de su duro núcleo, desplegando unas ardorosas
alas y volar mañana y tarde de manera incansable de encuentro en feliz encuentro,
de deleite en deleite, de flor en flor, remedando las envidiables estelas del
colibrí, sobre todo del más dotado para ello por su descomunal pico, libando el
néctar que atesoran las acciones atractivas y las fragancias de las flores más
sutiles, que duermen en campos donde las rosas se desvanecen por la muerte
prematura del amor o la pérdida irreparable de un corazón malherido.
A pesar de que la duda lo cubría de pies a
cabeza en primavera e invierno, no obstante titilaba en sus aguas marinas de un
azul intenso cierta esperanza, y se moría por construir canales de comunicación
y puentes de orilla a orilla por el temor a morir aislado en algún islote, como
si se viese sumido en un intransitable sumidero y se esforzaba en recrear la
misma estructura de Venecia, con sus innumerables canalillos y puentes pugnando
entre sí por llevarse la palma y ser el más coqueto, eficiente y sonriente al
viajero, salvando amistades o soterrando inicuas mezquindades.
Tenía presente en todo momento los actos
fallidos de la existencia de los mortales: bien, el olvido de onomásticas de
amigos, de topónimos orográficos o urbanos, de frases hechas, de fastos, recuerdos
y proverbios; bien, lapsus linguae o cálami, erratas disléxicas en lectura y
escritura, leves desvíos de impresiones, intenciones o bosquejos; o bien, parapraxias
sintomáticas o deliberadas creencias en fanáticos y supersticiosos
determinismos por acción u misión, corroborándolo todo ello con las concienzudas
doctrinas del prestigioso Freud.
Todos ellos los había rotulado ricamente con
los colores del arco iris en el cielo de su cerebro y en la agenda verde que
guardaba en la mesita de sus sueños, recordándolos meticulosamente cada noche, y
más tarde los grabó en el frontispicio de su habitáculo, perfumándolos con las
emanaciones de su más sincero aliento, que se diluía con ligereza en
blanquecinas humaradas por los microscópicos rincones de su espíritu y de la
habitación, habilitándose de esta hechura como un acreditado prestidigitador o
entrenado gurú de vivencias encendidas en la oscuridad de las raras e imprevistas
convivencias, gestándose un potente banco de pruebas, un fructífero stock
vital, con los más sólidos fundamentos y recursos mnemotécnicos, atravesando inexpugnables
grutas, tugurios o lupanares de montes de olvidos, deleitándose en las exhalaciones
del néctar que elabora la razonable y sensible flora, y que da confianza plena en
las mareas más turbulentas por el influjo cósmico de los plenilunios de la singular
y enigmática luna.
Al cabo de un tiempo, para ahuyentar los
pútridos hervores arrastrados río abajo entre los matojos y troncos rotos por
el vendaval chillando en la desembocadura, quiso adentrarse en los pliegues
más recónditos del caparazón de las criaturas y experimentar a través de profundas
metamorfosis de la crisálida, cual ávido y sesudo entomólogo, los distintos
estados de ánimo y desequilibrios hormonales más severos del género humano.
Quería desenterrar los humus más secos o
humedecidos del humor que hierve en las entrañas del corazón de la mariposa
humana, en una especie de efecto mariposa, constituyéndose en especialista de
la conducta y la reptación de los individuos por las aceras y los socavones emocionales
de la esfera terrestre. Intentaba confeccionar álbumes de crisálidas de inenarrables
historias y enfáticos aromas para una vez explorados, catalogados y curtidos en
las distintas batallas querenciales, sobrevolar victorioso los muros de la
intolerancia, la sordidez y la incongruencia,
recalando en deleitosos y amenos oasis de terneza y contagiosa empatía, enhebrando la aguja de la duda a tono con el principio de jurisprudencia, in dubio pro reo.
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