No podía explicarse la mutación que había experimentado en su vida de la
noche a la mañana. Cuando se miró al espejo no se reconocía, creía ser otra
criatura, un ser de su vida anterior, y que vino a la postre a reencarnarse en
un esquivo ratón.
Pasaba el tiempo tumbado en la arena de la playa taciturno, desnortado, y
reflexionaba sobre el origen de la humanidad, sobre la primera piedra o los
primeros pinitos que hizo el ser humano en el universo, en un intento de
escudriñar los subterfugios y enigmas prehistóricos, sumergiéndose por los
túneles del tiempo y de la incongruencia, acerca de si antes de ser él mismo, probablemente
pasó por varios estadíos, crisálida, mariposa, rana, jumento, gallo o erizo,
pero según iba desentrañando los más diferentes estratos metamórficos, los diversos
roles de los reinos de la naturaleza, y las intrínsecas formas de expresarse,
no las tenía todas consigo, llegando a desconfiar hasta de su sombra, porque rebuznar,
lo que se dice rebuznar en sus justos términos, bueno, no le traspillaba la
garganta ni la lengua, no lo hacía tan mal, pero reproducir las onomatopeyas anímicas
del resto de las sensaciones cósmicas, ya era otra cantar, pedir demasiado,
llegando a la conclusión de que lo más probable, a simple vista, sería
conjeturar que engrosaría la lista de seres especiales, un raro ejemplar de los
que surgen cada x espacio de tiempo en el magma de los embriones naturales por puro
capricho, y que él existiría por un lapsus de los millones de imponderables que
se ciernen en los inmensos designios de los planetas y la vía láctea o de los
sapientísimos sabios que pilotan la nave del olvido o de las factibles casualidades,
pero que era a todas luces imperdonable para su altura de miras y las dignísimas
cualidades y atributos congénitos en sus sienes.
Sin embargo, ahondando en los ancestros, escarbando y atisbando en el turbio
ayer, arribó, sin apenas percatarse, en los años o días sempiternos que estuvo
aprisionado con tantos animales, pisando excrementos e inhalando malolientes
aires en el arca de Noé. De esa remota
estancia recordaba las abruptas y rocambolescas correrías y vuelos que
realizaba como paloma (allí figuraba como paloma de blanco traje), una paloma con
un lunar negro en el buche, que aún lo evocaba, sobre todo cuando estornudaba,
con bastante nitidez, y que un día de espantosa tormenta, quiso hacer de
mensajero, advirtiendo a toda la tripulación y a la comarca por la que navegaba
de los peligros y estropicios y tropelías que se estaban generando por las torrenciales
lluvias que se vislumbraban en lontananza, y sin consultar con el capitán de la
nave –el arca de Noé- se escapó volando como paloma que era por un ventanuco, que
tenía la hoja atada con gruesas cuerdas de esparto del puerto de donde
embarcaron, deshaciendo el nudo, y llevó el mensaje a todos los supervivientes
que aún pugnaban entre la vida y la muerte, con la panza atiborrada de agua putrefacta,
con gusarapos y hasta sapos por la abundante lluvia, pero por lo visto lo
tomaron a broma o por un loco, una paloma (es lo que era entonces) desquiciada
que se equivocaba como la de Alberti, “Se equivocó la paloma, se equivocaba/.
Por ir al Norte, fue al Sur/. Creyó que el trigo era agua/. Se equivocaba//”, y
empuñando una escopeta que tenían a mano unos desaprensivos le dispararon a
bocajarro, y al recibir el impacto, se transfiguró de manera inminente, convirtiéndose
en un raro ratón, y a partir de de ahí fue dando tumbos y más transformaciones
hasta hacerse un hombre, pero un hombre ratón, lo que le mosqueó sobremanera,
porque él había oído hablar del hombre lobo, pero no de su affaire actual.
Tal
conversión no le satisfizo, en todo caso hubiera consentido ser otro animal
cualquiera, un delfín, por ejemplo, y jugar alegremente con los niños o hermosas
doncellas ligerillas de ropa o en topless en el lento y augusto agosto por
aquellos andurriales haciendo pompitas de jabón, o un galgo o un gallo cantando
por las mañanas la buena nueva del amanecer a la vecindad, trayendo buenas
vibraciones, pero no, ni siquiera llegó a ser hombre lobo, y parecía como si ya
figurara su efigie escrita y rubricada en las insobornables profecías de
Isaías, Jeremías, Oseas y demás autoridades del ramo, como un actor en el gran
teatro del mundo en el que nos movemos, en el cual cada uno tuviese ya asignado
su papel, la máscara con el personaje, y a él le hubiese tocado ser un chirriante
ratón –tal vez pensase que si al menos hubiera sido un ratón colorado, todavía-,
y una vez acabada la función y bajado el telón, apaga y vámonos, limpiarse los
tatuajes, pinturas y algunos extraíbles genes y mudar de faz, colocándose su
atuendo y continuar las labores cotidianas, como acudir el miércoles a la
tetería nerjeña del Zaidín en calle Granada, precisamente, ¡bonita ciudad
ésta!, cuya arábiga toponimia – Zacatín, Albaycín, Sacromonte, Almanjáyar,
Alcaicería y el inconmensurable Castillo Rojo -es de ensueño, con las nevadas
cumbres, y en las faldas las olas de blanca espuma del Mediterráneo acariciándole
los pies moriscos con mimosa ternura, y a renglón seguido, subiendo un escalón,
zambullirse de cabeza en las ardientes aguas de la creatividad, practicando el
juego del boca a boca, de las palabras, de la pluma que vuela por las páginas en blanco, volando con las voces en
el pico del bolígrafo por los lugares más endiablados o dulces y serenos en un
dispendio de sonrientes y despeñadas primaveras, preñadas de inolvidables vigilias
y vivificadoras beldades, que discurren tiernas y saltarinas, aguas abajo, por
los ríos de la imaginación.
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