La experiencia y el sentido común lo
atestiguan. No se puede construir un edificio en terrenos movedizos, porque los
cimientos ceden y se deslizan por los parajes más insospechados, como la luz de
la luna, que se descuelga y deambula ufana por los más lúgubres vericuetos, por
las aristas acuáticas de los océanos o los filamentos del embrujo amoroso.
Un ciudadano, con los cimientos vitales
resquebrajados, no podía aguantar la respiración bajo aquellos escombros, y se
lanzó a la desesperada por los precipicios más comprometidos, buscando un
puesto fijo en el staff de la empresa de sus sueños, después de haber estado durante
largo tiempo bailando con la más fea, el contrato basura, de tal forma que lo
oprimían sin miramiento, mintiendo a sus demandas, empleando métodos irrisorios
y dictatoriales, estando siempre en el filo del peligro, en las puertas del infierno
del despido en menos que canta un gallo, y no estaba dispuesto a seguir soportando
el duro yugo, los latigazos y la poca hombría de los empleadores, y aquel día
(13 y miércoles del 2013), al rayar el alba, trincó el arma dormida, una pistola
de 9mm Parabellum, sustraída a un agente en un tumulto callejero, y,
arreglándose el flequillo y atusándose los bigotes, se personó en la oficina de
personal de la empresa dispuesto a escribir otro fusilamiento de los Mamelucos
de Goya, con los cuerpos caídos por los suelos y ríos de sangre.
Daban lástima las heridas que ocultaba en el
alma, que le mojaban las orejas y le derretían las entrañas, al no disponer de
un centavo, de una gota de esperanza, ni del más exiguo oxígeno para respirar y
abonar las deudas por los víveres para el sustento, y ya no le daban fiado ni en
la iglesia del barrio, y menos aún en los mercados o mercadillos o en la tienda
de la esquina, donde los abuelos se habían abastecido toda la vida del
combustible para ellos y para el viejo vespino, y hasta le silbaban las tripas como
serpientes hambrientas, reptando por los rellanos de la flaqueza o la
incomprensión, no teniendo nada con que acallarlas, y apaciguar aquellas famélicas
boquitas que tenía a su cargo, los tres retoños, a cual más tierno y gracioso,
que crecían en el nido familiar, pidiendo guerra y pan para sus maltrechas barriguitas.
Y no pudiendo esperar a que amaneciese, se
plantó aquella negra mañana con el arma montada, con los refulgentes rayos
solares acariciando su enfurecida cabeza y los caminos, y empezó a disparar sin
pestañear, y a renglón seguido pronunció dos palabras, la bolsa o la vida, y seguía apretando el gatillo con todo el furor
del mundo, decidido a resolver de una puñetera vez las crudas penurias, los sórdidos
asaltos de las lombrices, que le perforaban los tabiques abdominales y los del
dormitorio, escuchando los quejidos de las criaturitas noche tras noche, sin
poder comprar yogures, chuches, celebrar un cumple u otra efeméride por muy
célebre que fuese, como sus cuarenta y dos primaveras, que él denominaba incestuosos
inviernos, porque vivía de puro milagro, casi a la intemperie, en una frialdad apabullante,
sin un rescoldo que le alentara por los senderos o calentara los maltrechos huesos,
o disponer al menos de una baza para avanzar por los tortuosos tramos de la
travesía.
Y aquella extinta mañana descerrajó tiros por
un tubo, acumulados durante duros y largos silencios, el tiempo que permaneció echando
balones fuera como cancerbero en el partido que jugaba con la empresa donde
trabajaba. Y no podía sobrellevar el peso de la humillante existencia, escuchando
los doloridos trinos de la prole, dado que se sentía cómplice de la situación reinante
en el entorno familiar, como si se encontrase en una cofradía de pescadores como patrón, donde no hubiese pescado ni
chalana o barca ni artes de pesca, -de arrastre, al curricán, almadraba,
trasmallo, o palangre-, o ni tan siquiera un buzón para depositar las lacerantes
quejas o las fluctuaciones anímicas en que se desenvolvía, en un incesante “pelillos a la mar”, y mañana será otro
día, y resultaba que el mareo generado por las corrientes marinas en alta mar y
matrimoniales en tierra era mayúsculo, le cortaba la yugular, desangrándose en
carne viva a cada paso ante la impostura y la desesperación, no encontrando la
forma de saciar el hambre, ni contando ovejas o cantando rancheras a corazón
abierto, “De piedra ha de ser la cama, de piedra la cabecera”…, o entreteniéndolos
con unas raspitas de pescado, como el poema del Piyayo, “¡Gloria pura e!/. Las
espinas se comen tamién/, que to es alimento/, así despasito/, muy remascaíto/,
migaja a migaja/, que dure/, le van dando fin/ a los cinco reales que costó el
festín//”,…o unas tajadas de bacalao
para hacer la ruta o una caja de arenques para una larga temporada.
No había manera de echar las redes en algún
mar o río revuelto, ni continuar currando en la oficina, la que le vio nacer en
la vida profesional. Se podría decir que no vino al mundo con un pan debajo del
brazo, ni mucho menos, y en lugar de ir medrando como los meandros en la
espesura, retrocedía nadando contracorriente, minusvalorándose, y farfullaba
colérico, échale cojones, camina o revienta, y descarga todas las sucias balas
en las sucias bolsas de los que roban al por mayor, y ametrallan al ciudadano con
la mayor impunidad en cada advenimiento o escalón, en vísperas de navidad o de
cualquier alborada, mercadeando los intereses creados según su lucrativo beneficio
al mejor postor, de espaldas a la precariedad, a la pena y al ostracismo más
obsceno de las personas, hocicándolas en las lamas de la inmundicia, en la súbita
muerte en vida, al no poder apagar las ansias de vivir, acosados por garrotazos
de incuria, de usura, en un simulacro de vida pervertida por las señas de
identidad de la endémica indigencia.
Atención, algo se mueve a lo lejos, se vislumbra
un tropel de gente que avanza agitando cacerolas y pancartas, y retumban los
ecos de voces al viento, “¡basta ya,…, arrieros somos…, donde las dan las toman!…,
y otros eslóganes ininteligibles por la distancia.
-¡Un escrache!, venga, miles de escraches –gritaban
a coro desgañitándose-, un millón, a los poderosos; un millón de escarmientos a
la maquiavélica autarquía y a la sequía impuesta por el poder judicial,
legislativo y ejecutivo; vamos, venga, a abortar los engendros y malformaciones
de la vorágine de sus vientres. Daos prisa, a subvertir la farsa de jerifaltes
que reman para su molino, para la andorga bursátil, -porfían las rotas
gargantas en un pavoroso hervidero.
No hay tiempo que perder, el reloj no
espera, el ciudadano mastica los postreros tic-tacs. Las tóxicas ortigas han
brotado en los mares de plástico de los viveros vitales y de las conciencias, y
son ruinosos, abrevaderos de sangre inocente, con impunes fusilamientos cuerpo
a cuerpo, puerta a puerta, en velatorios sin cuento, pisoteando los más
elementales hálitos de los fúnebres vivientes e incluso las funerarias que les
dan sepultura.
Esto clama al cielo, se llevan todo a manos
llenas y a menos ya no se puede aspirar, encontrándose las criaturas a la
cuarta pregunta, sin calor, sin sangre en las venas, sin un aval, con hollín en
el gaznate, sin una sopa caliente o boba del convento para el viajero en un
cruda mañana de invierno.
¡Abajo el vilipendio!-exclaman exaltados-, ¡muera
la vanagloria de los opulentos, succionando la savia elaborada de los desvalidos!;
¡arriba los sísifos y currantes del orbe!, los desamparados que pululan por los
descampados sin compasión ni perro que les ladre, -aunque alguno lo lleve-, condenados
a los mayores desaires e ingratitudes, al haberles cortado el cordón umbilical
de la cobertura salarial antes de tiempo, y la cibernética y parafernalia
humana que conlleva la empresa de la existencia, para caminar por los distintos
derroteros o las redes de la sociedad, y suscitar entusiasmo, proporcionando algo
para picar por el camino, algunos cacahuetes o pipas, y seguir en la brecha, no
perdiendo el tren de la vida.
El borrascoso cielo del terrícola necesita de
una voz, como la célebre bíblica, que amaine los vientos y las tempestades y
restablezca la bonanza, la justicia, la vergüenza, resurgiendo la ilusión, el
amor propio, levantando los corazones de los muertos en vida, que buena falta hace.
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