El invierno le había resultado a Graciano soporífero,
ingrato a más no poder. Las contumaces lluvias y nevadas le bloqueaban los más frescos
bosquejos, generando no pocas contrariedades y un inoportuno tapón en las correas de transmisión, estirándose como
un chicle en la suela del zapato, impidiendo la marcha de las constantes
vitales.
Últimamente, llevado por la curiosidad, olisqueaba
en las fuentes más variopintas, en las oquedades de la ciencia y del espíritu, extrayendo
sucintos pensamientos, tales como, “leer no tiene contraindicaciones. Tan bueno
es perderse en las páginas de un libro que nuestro cerebro lo nota y le
reconforta sobremanera. La lectura estimula la actividad del cráneo, fortaleciendo
las conexiones neuronales y aumentando los resortes cognitivos; un factor que se
ha demostrado ser de primer orden como protector ante el auge de las
enfermedades neurodegenerativas”.
Es vox pópuli que la lectura es buena a
cualquier edad, tanto en niños como en mayores; en los primeros, porque las
funcionalidades están todavía desperezándose, y en los otros, para mantener activa
y despierta la maquinaria cerebral, a pesar de los recortes de las capacidades.
Por
ende, sin más circunloquios, Graciano se puso manos a la obra, sumergiéndose a
pleno pulmón en las aguas de los libros, sin otros recursos de buzo, pero no pescaba
los peces que anhelaba, los frutos esperados. Y arreciaron los vendavales, las turbulencias,
y el frío interior le hería con virulencia, deformando la estimación de los
cálculos, reteniéndolo en su propia guarida como presa de un animal salvaje, y presionado
por la incertidumbre, ora en lo anímico, ora en lo externo a él, por no saber
el futuro que le aguardaba, se interrogaba perplejo hasta cuando podría seguir pernoctando
allí por la dichosa hipoteca, al encontrarse sin blanca, por culpa del ERE de
la empresa, viviendo en un sin vivir y vapuleado por los estertores de una
muerte segura, la orden de desahucio.
No
obstante, en el caserón, en el que habitaba, había empezado a cultivar la
lectura como la panacea de todos los males, y lo hacía sin desmayo, regándola
mañana y tarde, limpiando el polvo de los recovecos y el lomo, bebiendo los
vientos de los capítulos con furor, contagiándose, sin percatarse, de las peripecias
y andanzas de los protagonistas, y al poco tiempo empezó a fantasear con sus
propias historias, creyendo que su mansión era un castillo del medievo o un vetusto
monasterio por la altura de los techos y los gruesos muros, llegando a sentirse
un forastero en aquella casa, y lo somatizaba de mil formas, en lo rutinario y
en lo más sofisticado, palpándose las partes del cuerpo, las plantas de los
pies, haciendo reflexología podal –el pie es el espejo del cuerpo, decía-, la
piel, y escudriñaba en los aires extemporáneos y asmáticos que lo envolvían, en
los labios deslavazados o en el brusco bombeo del corazón, alarmándole en
demasía.
La desestructuración de sus principios no
cesaba, y fue aumentando la entrega y admiración por las gestas, sintiéndose arrastrado
cada vez más por aquellos sensacionalismos medievales de justas y torneos, blandiendo
la espada, que decían que utilizó el Cid en el campo de batalla, disputas y más
controversias, viviéndolo en sus propias carnes como si fuera un caballero de
la orden de Calatrava o un caballero andante, aunque en un principio las
escenas y los rifirrafes que se le dibujaban lo dejaban algo indiferente,
considerándolos pantomimas, meros artificios bizantinos.
Mas en los días que le apretaba la soledad y
la inconsistencia, se agarraba a lo primero que pillaba con más ahínco, y
seguía elucubrando con los súbitos advenimientos, con los enredados ambientes y
fantasías, devorando la trama como rosquillas, acorde al refrán, despacio pero
sin pausa, leía sobre mojado, y cómo se sentaban los caballeros en
torno a la mesa o en los poyos del patio de armas, no lejos de los caballos con
los excrementos, y cómo antes de la marcha al campo de batalla, batallaban en
la intimidad con las respectivas esposas, aleccionándoles sobre la lubricidad y
la dura ausencia, el apetito y la degustación de rijosos manjares, apremiándolas
a colocarse el cinturón de castidad, a fin de preservar el cuerpo de raros contagios
y de las frivolidades de la carne.
En los siguientes capítulos se iban
debatiendo los más diversos cargos u oficios o menesteres con pelos y señales,
echando mano, cuando el caso lo requería, del código cortés – pero él no podía sustraerse
a los embates del oleaje de la morada hipotecada, no podía evitarlo, y odiaba y
maldecía aquellas estancias-, y se pasaba las noches en vela, engullendo como un
loco páginas y más páginas, intentando desenmascarar los ardides e intrincados
devaneos, los enigmas y exhibiciones que ejecutaban con los naipes u otros
juegos de azar, adivinanzas o premoniciones, cuestionarios del Trivium, compilaciones
de poemas de amor a la reina y damas cortesanas, o ensamblajes de hábiles trabalenguas
o pasa palabras, remedando los programas de la radio o televisión de nuestros
días.
En
otros momentos de las ávidas y diletantes lecturas, el influjo libresco no fenecía
en esas perdidas sendas, sino que se
expandía por todas las orillas de los ríos como la pólvora, por las
neuronas del cerebro, y se sentía inmerso en las refriegas y referencias de la
narración, viéndose empujado a empuñar los dicterios más exacerbados,
caballerescos o anodinos, abundando en las prestidigitaciones y simulacros que
se urdían entre líneas en aquellos mamotretos –si es que se podía catalogar de
esa guisa-, y se iba desvelando cómo peroraban entre sí sobre los asuntos más
estrafalarios u otras cuestiones divinas y humanas para cubrir el expediente, y
testificar (acorde con la etimología y el ritual romano, cogiéndose los dídimos
y apostar con ellos en las manos sobre el apoyo al plan propuesto) por sus
emanaciones y comportamiento, la
belicosa aura identitaria de todos estos señores de la guerra, descubriendo los
subterfugios más ocultos, las corazonadas, y cómo apostaban para purgarse de
sus pantagruélicas comilonas, y jugarse a la ruleta la honra, la hacienda, los
vellones, los maravedíes o las doblas de oro, y llegado el caso, lo mismo montaban
en cólera que una guerra en toda regla sin escrúpulos, invadiendo los territorios
menos procaces y aconsejables, como las legendarias Cruzadas con Ricardo
Corazón de León contra el sultán Saladino, con todas las huestes al frente, en
estado de revista, y los instruían al pie de la letra y de las bestias, bebiendo
como cosacos en un cuenco en la bodega del castillo, si bien, cuestión muy
importante, haciendo hincapié en que fuese rentable para su bolsillo, para su andorga,
de modo que aportase sustanciosos quilates de materia prima como contrapartida,
como acaece en las guerras del siglo veintiuno, usurpando brillantes minas o yacimientos
de oro negro o rubio o lo que se tercie, o bien por motivos estratégicos, llegando
a la fruición, a relamerse los labios como si degustasen un delicatessen, tales
como caviar, salmón, una tarta al güisqui o rojas cerezas del valle del Jerte, acariciándolo todo en sus redes,
apropiándose de lo más saneado de los jardines de Oriente o de África, habiendo
hecho su agosto, y regresando con el paso cambiado, tarareando canciones de
guerra, y con las alforjas llenas, efectuando posteriormente el reparto, tratando
de contentar a unos y a otros, pero al no haber entendimiento ni consenso, se
hacía a tiro limpio, como mandan los cánones mafiosos, y dado que la ambición
no tiene límites, estallaba una guerra sin tregua entre ellos, la más cruel y
descarnada si cabe de las guerras, apontocados en sus singulares garitos, como
fieras rabiosas, lidiándose los más truculentos torneos o tiros por la espalda..
El
amor propio de los caballeros de la guerra era de tal magnitud que no podían
por menos de poner en práctica las enseñanzas aprendidas en los vetustos
castillos, la endiablada lucha tatuada en los genes y en las sienes, y según olfateaban
los aromas de tan raras componendas, optaban por los territorios a invadir.
Dicho y hecho.
Después de múltiples elucubraciones y
lecturas sin cuento, y no encontrando otra salida más conciliadora con la vida
moderna, hecho un mar de dudas y metido en un túnel de tinieblas y misteriosos
torbellinos, cerrando el mamotreto, Graciano murmuró, apaga y vámonos, y cambiando de aires, dejando caballos, espada y
casa, puso los pies en polvorosa, en busca de una vida mejor.
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