Cuando abrió la
puerta del camarote empezó a cantar a lo Pavarotti, eufórico, como si le hubiese
tocado el gordo de Navidad, y agitaba los brazos loco de contento, exclamando, ¡eureka!,
lo encontré, sintiéndose como agasajado por banda de música, cohetes y una copa
de bienvenida, y de esa suerte se columpiaba en los prístinos hervores, embargado
por los azules rizos de las aguas oceánicas, a bordo de tan ansiada experiencia,
presintiendo un carrusel de sorpresas únicas, v. g., contemplar de primera mano
vívidos bancos de peces, hercúleas y remolonas ballenas, inteligentes y
acróbatas delfines, aves marinas en raudos
vuelos al cénit y amerizajes en picado, dibujando breves garabatos en el aire, mientras
las olas vomitaban copiosa espuma blanca persiguiendo el crucero, pisándole los
talones, poniendo a prueba la estabilidad de la embarcación, porque, bien
mirado, aquello no era normal, pues hacían olas de espanto, que metían miedo en
el cuerpo, con la curiosa paradoja de que a su vez daban la bienvenida a los pasajeros, violando
las más elementales pautas de cortesía al catapultarlos salvajemente a las
alturas volando, cual otro Ícaro.
Las olas porfiaban con raras acometidas, remedando
a la perfección montañas mágicas o devastadoras nubes de insectos que avanzaran
sin desmayo, y, viéndolas en perspectiva por el horizonte semejaban las olas rascacielos
cimentados en la superficie de las aguas amedrentando al pasaje, y los más
pusilánimes huían despavoridos de aquí para allá, sin saber a dónde ir, si al
camarote o quedarse en cubierta cerca de los botes salvavidas.
Sin embargo, en
jornadas de calma chica, en que la mar se desentendía del mundo echando la
siesta, daba gracias a la vida y a la diosa fortuna por el acierto y el reconfortante
regocijo que lo envolvía en tan halagüeña travesía, convencido de que le
depararía la mar de satisfacciones, y elucubraba inenarrables advenimientos,
como revivir en sus propias carnes los humos de los aviesos piratas de antaño, cuando
asaltaban los barcos atiborrados de oro que venían de las colonias, utilizando
todos los medios a su alcance, llegando a una lucha encarnizada, al cuerpo a
cuerpo con machetes o afiladas facas, y así mismo cavilaba a un tiempo sobre tétricos
tsunamis, desnortados tornados, o el obligado paso del horroroso triángulo de
las Bermudas, la boca de lobo que todo lo engullía, y, contagiado por el fragor
del canguelo, no se dormía y miraba de reojo la manecilla del reloj ante la inminente
hecatombe que se avecinaba, pero he aquí que sin un titubeo, de repente, se
zambulle en los fuegos del periplo, musitando onomatopeyas con aires de
socarrón, exhalando la socorrida frase, pelillos la mar, poniéndose en su lugar, pensaría,
con la perspicacia de quien pelea por un ideal o con la flema de quien está pelando
patatas en la cocina del hogar, mientras hurgaba en el cielo de las sensaciones
más exitosas o pintorescas, relamiéndose de gusto, como si deambulara por ámbitos
cuasi erógenos, y sin cortarse hacía un gesto gatuno a los atavíos o
resquemores de la incertidumbre que le picoteaban, exhibiendo la firmeza de un bizarro
navegante, atusando complaciente los cabellos del destino, y bogaba al albur en
el crucero por los más sugestivos caladeros, llevándolo con la mayor
naturalidad, pisando en la solidez de las convicciones, deseando desentrañar cuanto
antes los misteriosos secretos de las aguas, y vivir a tope los más soberbios episodios
de la ventura marina.
Y todo el abundante
material recopilado e imaginado tomaría
cuerpo, con sólidos argumentos y sazonados frutos en cualquier caso, si no fuera
porque lo contradijesen los remotos peregrinajes de la adolescencia, cuando siendo
casi un crío se colaba, pirateando, en los bailes que los mayordomos montaban para
recabar fondos para las fiestas patronales, y en los cines de verano del barrio,
triturando escenas de malandrines o piratas de la época, empapándose de las hazañas
de aquellos filibusteros que circulaban por el mar de las Antillas, de modo que
parecía que lo llevase ya inoculado en los primeros balbuceos, coincidiendo en
el fondo con lo que hoy día se proyecta en las salas, Piratas del Caribe, El capitán Blood, La isla
de las cabezas cortadas u otras raras secuencias o historias de bucaneros o filibusteros,
dando rienda suelta a la imaginación.
Hubo un largo lapso
de tiempo, pesado y lento, en que mataba
el tiempo jugando a los piratas en pandilla por los andurriales juveniles,
saltando tapias o balates, bancales o ramblas sembradas de matojos y pedruscos,
o en la propia casa, con un surtido de juegos de piratas, donde se jactaba de hundir
buques enemigos por un tubo, a troche y moche, en una desenfrenada búsqueda del
tesoro escondido en algún islote, y no terminaba de fulminar rufianes y piratas
en menos de lo que canta un gallo.
Y en esas
marimorenas y circunstancias tan determinantes, se perfilaban las pillerías de
la edad, pirateando a diestro y
siniestro a la luz del día o de la lámpara de la habitación, sisando de la
cartera o bolso de los progenitores monedas tocantes y sonantes, mientras dormían,
no cayendo en la cuenta de que más temprano que tarde caería en las redes,
recibiendo el correspondiente correctivo.
En épocas de ardor
guerrero, en que se ventilaba un porvenir, navegando a veces a la deriva por
las páginas de los libros estudiantiles, apuntaba genuinas dotes de pirata, cuando
realizaba las pruebas en el colegio, y más tarde en los grados y estadíos, y se
podía afirmar que lo bordaba, ejecutando chuletas al por mayor, logrando verdaderas
filigranas, revelando lo ducho que era en tales lances, disfrutando como un
enano, y a la chita callando, imaginaba múltiples tejemanejes o patrañas para escapar
de la anodina rutina o de la cárcel, y se pirraba por disfrazarse de tironero con
una calavera en las fiestas de Halloween, pateando terrazas, bulevares o casas
de vecinos, o bien se caracterizaba como pedigüeño en las fiestas del santo
patrón, representando a un personaje del teatro clásico.
En ciertas timbas se
lo jugaba todo a una carta, con sus luengas barbas de pirata, si bien en semejantes
peripecias se le caía más de una vez el pelo, si, después de nefastos avatares,
tuviese la desdicha de suspender el curso, toda vez que perdía la beca de la
que bebía el sustento académico, al quedarle pendientes algunos racimos de
asignaturas, al no atinar con la tecla de la buena nota, viéndose forzado a entregarse
al mejor postor, o enrolarse en los esforzados vendimiadores franceses a fin de
agenciarse unos ahorrillos para seguir activo en el viaje de los libros.
Transcurrido un tiempo,
y al cabo de los años y los días, la maquila de las moliendas y piraterías no cesaban,
no dándose una tregua, ni menguaban los amasijos de plagios y hurtos, prosiguiendo
incólumes las malas artes furtivas por los rigores del camino, las cuestas de Panata
y de la vida, pergeñándolo en el arriesgado estraperlo que se llevaba a cabo
por entonces, con cansinas acémilas cargadas hasta las cejas no de metales
preciosos, sino de garrafas de helado u odres de aceite o vino del terreno para
la venta ambulante, u bien otros productos del campo, que venían a ser el bote
salvavidas de la población, el único que se ponía a tiro, con idea de remendar
los rotos y descosidos, en la medida de lo posible, de la hambruna y los ingratos
temporales, y de ese modo poder respirar, hacer pie en la balsa de la
precariedad y sobrevivir en la posguerra, abriendo orificios, ventanas a la
esperanza, a esperanzadas alboradas, y de esa forma capturar algún pez vivo
para las mortecinas gargantas de las criaturas, repitiendo como en el Piyayo, “despacito,
bien remascaíto, que dure, que dure”, y así alumbrar un bocado de confianza e inhalar
un aire más fresco y humano.
En los equinoccios,
cuando el sol está en el primer punto de Aries o de Libra, en que la noche es
igual, había períodos estremecedores, que se fisgaban por las rendijas de las puertas
y del entorno, ponderando por dónde entraría una dádiva, un coscurro, un rayo
de ilusión, y así alcanzar la estabilidad en el furibundo oleaje, llegando a sosegar
a la tripulación familiar, los retoños y la pareja, pudiendo cantar victoria y rancheras
o melodías aflamencadas, como le gustaba, y de ese modo acallar los instintos, la
rebelión a bordo, los gritos de las tripas de los retoños.
No obstante, a esas
alturas de la vida, en el breve viaje mientras se vive, discurriendo en
paralelo con el cauce del crucero, la ocasión la pintaban calva para
felicitarse por haber obtenido aquello por lo que tanto había suspirado, y por una
vez al menos podría exclamar al mundo, albricias, lo he alcanzado, y lo hacía a
lo grande, a todo confort, con todas las de la ley, sin trampa ni cartón, con
todas las necesidades cubiertas, desayuno, almuerzo y cena, y para el descanso
del guerrero una mullida cama, aunque puede que la dicha no fuese completa, que
hubiese algún fleco afectivo suelto (no se sabe cómo será en la otra orilla), y
recrearse en las reminiscencias mitológicas y legendarias de la juventud, renaciendo,
cual ave fénix, de las cenizas, y repetir los hitos y jalones de los corsarios esbozando
aires de libertad, entonando arranques líricos a lo Espronceda, ¿Mi ley? ¡La fuerza
y el viento!/ ¿Mi única patria? La mar…//, o tal vez visiones de historias de
sirenas bailando la danza del vientre, melenas al viento, o fulgurantes fugas
por los puertos de moda, viajando por Ítaca, siguiendo las huellas de tantos
otros rebeldes capitanes de la antigüedad, recordando la típica melodía, “soy
capitán de un barco inglés y en cada puerto tengo una mujer”…conquistando
corazones, o cayendo extenuado en el rebalaje, o desgañitándose de deleite en
las curvas marinas por los lúdicos sones de las olas o golfas corrientes, imaginando
tal vez que se encuentra en un recoleto jardín o patio de butacas escuchando
chascarrillos o chistes de Gila, Eugenio, Martes y trece, Tip y Coll, EL
chiquito de la calzada o lo que se tercie, o acaso tomando unas cañitas con los
amigos en la taberna de costumbre, masticando aventuras, ensoñaciones, o a lo
mejor tocando la realidad en el mismo crucero en el que viaja en estos momentos,
manipulando aparatos en la sala de máquinas o en el timón del puesto de mando, advirtiendo
a la tripulación y al pasaje de los peligros por la proximidad de barcos piratas
en cien millas a la redonda, y comunicarles por los altavoces a todos los
pasajeros la buena nueva, ¡Atención, atención, enemigo a la vista!, girad a
babor, y luego a estribor, y de esa guisa, faroleando al pie del cañón, dar las
órdenes para atacar, ea, al ataque, emplazad los cañones y toda la artillería, apunten,
hagan fuego, disparen, y desplegaba a sus anchas las alas de la fantasía por
los cuatro puntos cardinales del océano en el anhelado viaje de su vida y
tantas veces aplazado.
No daba crédito a los
prodigios que le prodigaba el crucero, al contacto con las levantiscas o serenas
aguas que cruzaba, aunque en ocasiones andaba turbado, como si el sextante no
funcionara a pleno rendimiento, o que careciese del último grito en tecnologías
(GPS) para calcular el mar -corrientes, vientos, reglajes-, y no lograba calibrar
el riesgo por las toses mayúsculas de las olas, que al fin se daban de bruces contra
la hélice y la proa, y, cayendo en lo más pueril, se dejaba encandilar por algún
albatros que revoloteaba mimoso sobre su testuz.
En las horas muertas
o de genuina creación y nítida resurrección, realizaba acrobáticos movimientos
y poses de casting para el concurso de belleza, como si concursara para mister
universo, y se relajaba en exceso, entregándose a las debilidades más disparatadas
o atrevidas, semejando un niño descuidado jugando a los barquitos de papel en la
balsa del parque, saltándose a la torera el reglamento del embarque, estando a
pique de caer sobre los hambrientos tiburones al menor traspié de la nave por
algún golpe de mar. Y no se sustentaba en lo firme y sostenible, por el frenesí
que sentía por enterrar el hastío reinante, y le acuciaba el prurito de sobresalir
en tan singulares itinerarios y periplos, ora, como funambulista por los
alambres del barco, haciendo el más difícil todavía, ora, buscando perlas en el
mar o alguna desconcertante proeza que impactara a la concurrencia, sobrepasando
las calaveradas de los pérfidos bucaneros, y así tejía y destejía, cual otra Penélope,
por entre los engranajes neuronales, por los canales de lo fantasioso,
pretendiendo, cual otro quijote, sostener las columnas de Hércules, o asaltar
barcos en alta mar por puro divertimento, como huevo que se echa a freír, o jugar
a las canicas en la plaza con los amiguetes, o lo más trascendente para él en
este caso, destripar piratas enemigos en casa con la maquinita, y así, de
súbito, en un bandazo del barco, en un rocambolesco flash-back de maniobra
repentina en su retina, echarle el guante al suculento botín, desplumando a los
pasajeros, apoderándose de sortijas, collares y joyas que confiados portaban
para las cenas de gala, y llevarlo a cabo sin ningún miedo a pernoctar en el
trullo durante un largo período, ninguneando la buena estampa o las presiones familiares
o las mismas bofetadas del mar por la imprevista erupción de un volcán acuático o la presencia de alguna
hecatombe súbita, que nunca se puede predecir y menos decir que de esta agua no
beberé.
Mas iba tan fresco como
una lechuga, sacando pecho, enarbolando el corazón por bandera, festejando las
conquistas en la mesa del barco, a lo pantagrüélico, descorchando botellas de
la ribera del Duero sin cuento, intentado horadar los muros más íntimos, queriendo
descorchar con los golpes de los nudillos el enigma de la flora y la fauna marinas,
así como los laberínticos pensares de la estirpe humana, y los gérmenes de las
pandemias en los cuernos de los continentes o en las puntuales coyunturas de un
viaje relámpago a los confines del globo.
No ocultaba los irrefrenables
impulsos que le empujaban a perderse por los mares de la vida, a volar como el
viento o el albatros, o batirse el cobre con quien le cerrase el paso triunfal
hacia el interior, hacia sí mismo, y ser dueño de los desafueros, de los elementos
estabilizadores, emborronando si preciso fuera el historial, viviendo varias
vidas, y de esa suerte figurar en una historia enriquecida,, a la carta,
eligiendo los personajes, bien como encarnizado destripador de Bóston o humilde
campesino, o ermitaño en lóbrega cueva de Oriente o del Sacromonte, o no se
sabe si un perro flauta con la litrona a cuestas haciendo lo que le plazca.
En aquellos cruciales
y críticos devaneos, en los circuitos tan inestables del crucero, las aguas de
la felicidad le rebosaban, cubriéndole por entero, y a renglón seguido se le
agregaron las románticas notas de un violín lejano, que poco a poco se fueron
acercando, notándose con mayor nitidez, incrementando los embrujos de la aventura,
hechizado por los aromas de la melodía, y caía en un hondo arrobamiento, nadando
en los acordes de Orfeo (aunque sin el espíritu de Eurídice que ardía en el
averno), atemperándose los furiosos vientos y los zumbidos y gorjeos de las
aves y lobos marinos, que se posaban lozanos sobre las frías rocas, y, en esas
entremedias, dejaba olvidada por el camino la inconsistencia, la fragilidad
humanas, que como terca mula porfiaban a cada paso por los trancos de la existencia, cual
pegajoso chicle, intentando hacerse un hueco entre pecho y espalda, entre las
áreas de descanso por donde discurría, y cual indigente irredento, al parecer postulaba
desvelos, performances cordiales, crípticas revelaciones, primeros auxilios u
homeopáticas dosis de solidaridad y cordura y altura de miras por las esquinas
de los sentires.
No hay comentarios:
Publicar un comentario