Mientras tanto, ella se acicalaba como nunca solía hacer aquella mañana,
y se disponía a darle la bienvenida a la vida, a los frescos pensamientos, y
salir del rol de Eva en el paraíso, porque las manzanas no eran de oro, ni ofrecían
lo que esperaba, y para colmo fueron enloqueciendo, y por otro parte, al estar
encerrada en aquella lujosa jaula, se sentía como una inválida, no pudiendo darse
un garbeo, o a conocer o ir de compras por Londres, París o la ardiente Verona,
o acaso tomar una copa con los amigos de toda la vida en un plácido pub, y llovía
sobre mojado, harta de cobijarse bajo la arboleda de la ñoñez, cubriendo las
apetencias con una túnica de hastío y desconsuelo.
Y acariciaba en sus adentros una nueva fruta, un papel diferente, porque
ya iba siendo hora de desconectarse de todo, incluso de lo rancio y manido, y desembarcar
en otros puertos más sugestivos, con otras farolas y sensaciones, desembuchando
la hipocresía y la roña enquistada en sus atrios, en las entrañas, todo aquello
que la sumía en los más inhumanos e infumables ambientes.
Se fue abriendo la caja de las sorpresas, de los truenos, en aquella
noche tan especial con unas hechuras inusuales, en una especie de carnaval, como
si remara por las plazas y canales de Venecia, aunque sin excesivas excitaciones,
no explicándose el porqué de tales advenimientos, tal vez fuese por el hecho de
haber sazonado el fruto del árbol preferido del edén, pero corría el riesgo de ser
arrollada por la corriente de habladurías de los más allegados y conocidos, y
temía caer en la tentación, en un estado de pánico, y ser devorada por la desidia
o la incomprensión, al carecer de un norte, de una luz de confianza que le iluminase
por el lúgubre túnel y las tortuosas sendas harto peligrosas por las que circulara,
en el borrascoso berenjenal en el que se hallaba.
Por aquellas calendas se desperezaba la estación otoñal, llamando, obsesiva,
a las puertas del fiero invierno, y comenzaba a desnudarse sin recato la
naturaleza, los árboles, siendo llevadas en volandas las hojas a los más
apartados rincones por los vientos de turno, confabulándose en los desvaríos y tretas,
aunque, a veces, lo ejecutasen a regañadientes o con displicencia.
Y se sucedían los días, los años y las estaciones, pero parecía como si aquel
otoño pesara más y pasase un tanto receloso por su puerta y se le hubiera invitado
a sentarse a la mesa, aunque nada de eso acaeció, o que tal vez llevase
impregnado algún parentesco o paralelismo
con sus genes, el caso fue que, a pesar de lo bien arropada que se sentía, con el
abrigo verde y las medias de color haciendo juego, regalo del novio por la
onomástica en los años de ensimismamiento y arrobo mutuo, y la dicha de verse
reconfortada con las prometedoras gotas de rocío que caían por la ventana, infundiéndole
ilusionados hervores, la feliz trayectoria se resquebrajara .
No obstante, en los tiempos muertos y ratos libres, se reunía con las
amigas con ánimo de distraerse, y en tales componendas y tesituras andaban, entregándose
al divertimento, como niñas traviesas y juguetonas, jugando al escondite, a las
prendas o a la gallina ciega, siendo en éste juego donde más se solazaba y explayaba,
procurando, cuando se tocaba a ciegas, abrazarse con suma ternura, pero, de pronto,
sin saber cómo ni por qué, el otoño entró como un ladrón en su vida, y empezó a
desnudarla sin consideración, ajándola y deshojándola poco a poco, como a una cebolla,
primero la piel, evocando quizá a la serpiente en el tronco del árbol del
paraíso, luego, como aullando, le anulaba el tesón, la tersura y el brillo del cuello,
rostro y brazos, y para más inri la pérdida del cabello, convirtiéndose, sin
proponérselo, en la cantante calva de Ionesco, perdiendo el primitivo hechizo, y
no digamos el vestuario, el precioso abrigo y medias verdes que lucía, y a
renglón seguido los botones se abrieron en canal, cual granada madura, y no le
iban a la zaga los finos tacones, arrugándose como chicle caducado, y chillaban
cual ratas aprisionadas, como si escenificasen los cuentos de las mil y una noches
en toda regla, en saraos o tablaos flamencos, con objeto de resarcirse del
rosario de cochambrosas adversidades, de tantas contiendas fallidas, y quisiese
salir cuanto antes de los rescoldos infernales y subir la moral, tocando el
cielo, resaltando el ego y subrayar a los cuatro vientos que iba a poner todo su
empeño, exclamando ufana, ¡aquí estoy para lo que haga falta!
Y entraba al trapo, pidiendo guerra y trabajo en las más acreditadas salas
de arte, ensayo y danza, y tras los avatares sobrevenidos en su currículo, al
cabo de los días las campanas despertaron y empezaron a repicar en su honor, en
un apoteósico desfile de carrozas, arrojando confetis, dulces y sorpresas, y a
cada paso se sentía más entera, más persona, recobrando el sin par porte, el
esplendor, el lunar de la mejilla, la tersura y el mirar ardiente, honesto, haciéndose
a la mar hermosa del amor, desplegando las velas y los enseres de pesca, subiendo
a la charlana que estaba varada a la orilla del Mediterráneo, y se puso a pescar
con denuedo, lo mismo en rebeldes aguas que dóciles, según los estados de
ánimo, con gran acicate, pescando, ora, un rodaballo, ora, un nuevo amor, y así,
de esa manera, despacio pero sin pausa, restañaba los desconchones de los
muros, las oquedades, y se reponía de los destartalados años vividos en la mugre
y la fría pena, poniéndose al día y por montera las lenguas de doble filo, y fue
limando el tedio de las leguas recorridas por terreno quemado, que, sin advertirlo,
la había secuestrad durante una eternidad.
Y aunque aquella era una noche rara, ella brillaba con luz propia, como
una estrella, con las medias de color y el sensual rodete que se hizo para la
ocasión, revoloteando como una cometa por las alturas, consiguiendo apagar los
fuegos fatuos de los amores brujos, aderezando con dulce cabello de ángel y sutil
galantería el prolongado otoño que había trotado por las sienes, por sus praderas, desquiciando
las cosechas, su envidiable figura.
Y llegó
la hora de deshojar la margarita en los lúbricos y volubles crepúsculos, y descolgarse
por los pechos y derroteros de eros, y, a pesar de que la duda alargaba los
tentáculos por los páramos y círculos más próximos o lejanos, ella tomó el
timón del oleaje y de los pálpitos, en un arranque de amor propio e hidalguía, y
se plantó en mitad de la calle, del circo romano, en los torcidos renglones del
camino, y abriendo la partitura de la obra, pulsó las teclas precisas, abriendo
la compuerta de las aguas míseras, fecales, reventando el cauce que las aprisionaba,
y brotó en ella la fragancia de la primavera, y se lanzó a la búsqueda de tentadores
manjares, de dulces bocados y sonrientes despertares, cortejados por ricos
caldos y promesas de la ribera de Baco, que se sirven en los más distinguidos cenáculos
del planeta.
Se componía en las cuitas con manos de ángel, buceando en las
lagrimillas de san Lorenzo o evocando el
ardiente vuelo de las monedas sobre la
fuente de Tréveris. En el tocador reverberaban sus encantadoras beldades, y los
destellos del encendido rictus, la sensualidad y el desparpajo, y mientras
tanto se oía el ladrido lastimero de un perro en la calle muerto de hambre o de
miedo, con la pedrada en un ojo, el croar cercano de las ranas en la balsa del
parque y el picoteo insistente de palomas y gorriones, y ella atisbaba,
sorprendida, cómo el abrigo teñido de tristeza se iba transformando en una
flamante gabardina amarilla de Ágata Ruiz de la Prada, con frescas fragancias
de Carolina Herrera, y la pintura de labios de un divino color vino de la
tierra.
Y
es que a fin de cuentas, sólo se trataba de concretar los peldaños que ella anhelaba
escalar al arribar a tierra firme, a territorio de conquista y sólida bonanza, al
coger el toro por los cuernos, y el rumbo que mejor le cuadrase a sus vientos vitales,
pergeñando un nuevo atuendo resistente a las bombas, a las inclemencias, a fin
de emprender una nueva empresa prendida de las alas de la felicidad.
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