Cual costalero llevando
la imagen del Cristo de la agonía a lo alto del Gólgota, se sentía la
criatura.
Al compás de los onomatopéyicos sones
tamboriles, pom, pom, porompompón, pom, pom, porompompón, se veía desfilando por plazas y callejas como un cofrade más, y de repente eclosionaba excitante una saeta en la ventana, cayendo sobre las cabezas del distraído o
extasiado gentío.
Aun no siendo muy del agrado del personal los pensares de Engracia, seguía impertérrita, dale
que le pego, por el reguero, tirando del arado cual yunta de bueyes, abriendo los surcos trillados de la existencia.
Era la efeméride de
Pasión. Un tiempo un tanto punzante en sus manos, como un juguete peligroso, hasta
el punto de que en cualquier esquina con su peculiar estilo podía armarla,
perorando en prosa o verso con encendida lira o ahínco, aunque con fatua y endeble logística arengando,
*hay que vestirse en tales calendas con túnica de penitente bendecida por el don
divino, untada de ensangrentada sutileza de espíritu, o por el contrario, se
despeñará el más pintado por los acantilados o mirillas canónicas, desmarcándose totalmente de los estigmas de la sacra Pasión.
Según su singular idiosincrasia,
durante semejante lapso de tiempo, había que entregarse en cuerpo y alma a unos
ictus muy sui géneris, y entrenarse a fondo, como saltando la raya roja o la pértiga en
una olimpiada o echando fuego por los ojos como un toro en las fiestas de algún municipio, sembrando el pánico o las más intrincadas mixturas del sufrido misterio
en la mente de las personas, con la sana intención de hacerlas dignas del prometido que muere en la Cruz, y cantar con sentido dolor y fundamento la saeta popular
de Machado, ¿Quién me presta una escalera/ para subir al madero/, para quitarle
los clavos/ a Jesús el Nazareno?, logrando un aval que le proteja de las frías nieves que brotan en los momentos en que se titubea en las turbulentas corrientes de las creencias,
cayendo en la más negra de las estancias, viviendo en un inveterado infierno
en vida; y así, con tales trofeos en su haber, ir ajustando geométricamente las
clavijas en cada poro y suspiro, al objeto de que todo el engranaje anímico funcione a la perfección, tanto al entrar como al salir de la casa
de Dios, de la propia casa o de la rica taberna.
Y se ensartaban de
tal manera en el carrusel de sus miradas aquellas minúsculas quisicosas y avatares,
que había que andar con pies de plomo por los rellanos procesionales, con cien
ojos, aunque sin gastar ni una gota de sentido común o gozo interno, antes bien caminar con el corazón en un puño, debiendo pasarlas moradas, o más que
tiznadas en el apasionante transitar por los estrictos dictámenes de su
visión evangélica.
Ella se nutría del
más hirsuto perfume, del que el sentir humano es incapaz de inhalar o acotar en
su breve cerebro, generando en el disco duro una sustancia gelatinosa y pajiza que
embadurnaba las calles de la vida de apasionada amargura, incorporando funestas y pueriles teorías de castigo sobre la marcha, como al toro de lidia en el albero, que no
vienen a cuento, o incordiando gesticulante en un desbocado y acuciante
proceder que hacía ponerse en pie de guerra a los más dóciles o yacentes
del campo santo.
Los boatos de las solemnes ceremonias dominicales le cargaban las
pilas al por mayor de disfunciones y disfemismos harto rudimentarios, creando un abundante banco de datos con los que bombardeaba o
amedrentaba a los más indecisos, allegados o próximos en tales circunstancias, utilizando
etéreos argumentos de carne de membrillo o pacotilla, que repetía de
carrerilla, y arrastraban a uno a los más raros escenarios, mordiendo el
polvo de la mezquindad y la ñoñez más extrema, muriendo un poco a cada paso por el
empedrado del desfile fúnebre, como si las gotas de sudor frío de la frente
del crucificado se incrustasen en su rostro, cual salivazos de verdugo, o
acciones de salvajes que violentaran a las dulces núbiles que por un casual se cruzasen por aquellos derroteros o ermitas del Cristo recorriendo la vía
dolorosa, ya casi a las puertas de la vida, en vías de la Resurrección.
Mas, tan ciego y
necio era el andamiaje de Engracia, que nadie podía urdir o ensamblar con los
más sencillos juncos que tuviese a mano aquellos garitos o carpas de pena, que levantaba airosa en el
horizonte mediante discurrires tan sutiles.
¡Oh, qué
desfachateces más horripilantes, qué desatinos más atinados en el punto de mira,
apuntando al blanco de los negros tics semananteros!, ¡ay, tierra, trágame!, farfullaba
cada vez que le obsequiaba con algún reproche o religioso espantajo, deslizándose
como lengua de lava por las faldas de su mirada.
Cómo se puede
concebir, pensaba en la penumbra, que el ser pensante articule entre ceja y ceja
tanta mendacidad engastada o perdida en los campos de la nadería, que se presta a
cualquier cosa o a ser robada por la estulta destemplanza, y que nadie quiere apadrinar ni
cultivar por bien de sí mismo y del género humano.
Tal vez no fuese extravagante leer vidas de
santos, los pasos que dieron tras las caídas del crucificado en sus currículos o los que murieron por salvar vidas, los que se quitan el bocado para dárselo al
hambriento o ayudan a los demás a cambio de nada, todo ello coadyuvaría a confeccionar la más sincera y armoniosa
hazaña que el ser humano puede ofrendar antes de que en un santiamén se extinga la efímera llama, llamándole la parca, toda vez que para el fervoroso creyente la otra vida es generosa y dura por los siglos de los siglos.
Estaba el hombre
pensando en hacer algo, mover un dedo o convertir en ceniza el almanaque del
próximo desfile pasional, o rehacerlo sembrando primaverales aromas en
las nuevas páginas de la cuadratura cerebral de Engracia, unas briznas de orgullo
vivificador, eligiendo lo bello de la fantasía y de la vida en contraposición al moribundo viento de los sentimientos reinantes, regados con las aguas de la
incongruencia fecal más soterrada.
Y en ésas andaba, poniendo rumbo al mundo de la cordura, rogando a los dioses del Olimpo que por una vez se salten el semáforo en rojo y escuchen las voces bíblicas, Sea la luz.
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