Estaba Vladimir escuchando música, Volaré, oh oh, cantaré, oh oh oh, nel blu, dipinto di blu… y llevado por la ola de los sones, quiso volar también rompiendo la dura rutina, y aunque no pusiera una pica en Flandes, al menos tomaría nuevos bríos que le vendrían de perlas, bebiendo en el fuego creativo del arte, visitando, por ejemplo, las obras del nuevo museo ruso en la capital de la Costa del Sol; dicho y hecho. Y sin más circunloquios se dispuso a zambullirse en las costuras y suspiros de aquellas aguas a través de los iconos medievales y los affaires zaristas, que revolotean entre las pinceladas de las edades más ocultas o enseñoreadas de la historia moscovita.
Y guiado por semejantes
efervescencias, emprendió Vladimir el viaje a la ansiada exposición, en la que
figuran multitud de personajes con distinguidos atuendos confeccionados
mediante cuidados trazos con señeras y secretas sensaciones plasmadas a
espaldas del verdugo del tiempo o de la cara enamorada de la luna o quizá de
rabiosos maremotos, balanceándose en las bambalinas creativas, haciéndolo, cual
clandestinos extraterrestres con sus rotundos egos ajenos a las isobaras,
puntos negros o avatares del planeta Tierra, como si perteneciesen a otra casta
cósmica con leyes gravitatorias propias o exclusivos rezos científicos.
Estaba convencido Vladimir de
que la vida iba en serio, que había que torearla cogiendo el toro por los
cuernos, y que no vale todo en los procederes, pasarse la vida como cigarras,
día y noche, predicando y no dar fruto; hay que calibrar la posibilidad de que
casi todo lo que hierve en los lienzos, lo divino y humano, lo cortesano o
aldeano, lo belicoso o legendario, lo religioso o profano, puede simplificarse
y adecuarlo a la realidad tangible, haciendo la vida más fácil, no precisando
reinventar pólvoras, dosis antivariólicas o diftéricas ni nada que se le
parezca.
La cuestión se presumía con
la más solemne normalidad y no poca limpieza, pues bastaba con realizarlo, es
decir, emprender la marcha. Aquel día lucía el sol con fuerza, el azul del
cielo se confundía con las aguas marinas, como en un tierno abrazo,
reconociendo que no hay arrullo como el rugido de las olas y el susurro de la
lluvia, ni mejor paisaje que mar, cielo y nubes, y el fuego de la lumbre bien
cerca como remedio contra los fríos del alma, recibiendo los atisbos como si
fuese a encontrar un lugar paradisíaco, virgen, habiéndose despertado Vladimir
con todos los faros y luces en orden, irrumpiendo animoso en la somnolienta
marea mañanera. Cogió la mochila y tomando el autobús, se plantó en Málaga
dispuesto a poner en práctica la agenda que desde un tiempo a esta parte bullía
en su cabeza.
Al cabo de una hora escasa de
camino pisaba suelo malacitano.
Y haciendo memoria, pasaba
lista a las pinacotecas que había visitado en anteriores incursiones,
percatándose de que le faltaban las nuevas salas abiertas al público
recientemente, para disfrute de los sentidos y la memoria de los pueblos.
Por ende, se fue raudo a la
caza y captura de las estrías, venas y nervios incrustados en los cuadros que
reverberan en aquellos silenciosos recintos, junto con las pertinentes
anotaciones explicativas en las paredes a lo largo del recorrido.
En la calle oteó el estético
santuario, y cruzó el espacioso patio, como si de fragante jardín se tratase, a
fin de llegar a la entrada del museo. Y siguiendo las flechas y pautas de la
exposición, comenzó la delectación por los iconos medievales, observando las vitales
y entrañables irrigaciones allí dibujadas, su variada y ajetreada historia, y
fue poco a poco visualizando, rumiando, aquilatando y descubriendo todo cuanto
allí se urdía y exhibía, tanto en lo externo como en las interioridades, gozos,
miradas o pulsiones de los zares, así como los parterres esbozados en sus
perspectivas y las perfiladas cicatrices de sus vidas, que delataban los
truenos emocionales o ronquidos del tiempo, los desasosiegos o resfriados, las
represalias o sucesivos estadíos de los protagonistas y demás criaturas que habitaron
entre aquellas sabanas pictóricas, estepas y turbulentas sábanas enamoradizas,
nutriéndose de las quintaesencias culturales y gastronómicas de la vasta
geografía rusa.
Se diría que Vladimir había
aterrizado en unos parajes singulares, cerca del célebre archipiélago Gulag,
construido literariamente por Solzhenitsyn, dándole una pátina artística ad
líbitum, sin ninguna cortapisa ni fruncimientos del ceño, recreando la vista
por las urdimbres de las pinturas que relucían preñadas de maestría colgadas en
las paredes ávidas de ser acariciadas, besadas o valoradas por sensibles
miradas, sin subterfugios ni maltrato de flashes.
Y hallándose en un estado de
plenitud cósmica, de éxtasis en aquellos fulgurantes momentos, embebido
en la prosopografía, semblanzas y etopeya de las pinturas, sonó de pronto el
móvil de Vladimir como una bomba, cogiéndolo con la mayor celeridad para no
molestar, contestando a la llamada del interlocutor, y de repente, con la
rapidez del rayo, se ve esposado, sujetado por los hombros, como si una mano
negra hubiese bajado de los cielos en un enigmático arrebato jamás sospechado,
oyendo una voz rara tronando en el tímpano, y retumbaba como los cañones de
Navarone, saliendo toda la artillería pesada del musculoso y gigantesco hombre,
cual enorme kinkón, que asesinara con los gritos y la profunda mirada,
barruntando penas y castigos sin cuento, el envío a galeras, a la guillotina o
a las mazmorras, si no era mucho imaginar, y una vez encontrado acomodo en
tales cubiles, retenerlo allí por toda la eternidad.
Al parecer, el extraño
personaje policial pertenecía a la élite de los Geos o de la guardia de asalto
o de la KGB rusa, delatándose en sus actuaciones las mismas maneras y
carnavalescas situaciones de tantos films de espionaje de zares, Cía o
vivencias en los campos de concentración, que aún se amamantan en los aledaños
humanos, no poniendo coto a tanto desmadre y tan poco decoro en las relaciones
vitales de las personas, no respetando la idiosincrasia o andares del
visitante, que con toda pulcritud y mimo se introduce en las grietas y gotas de
pintura y sudor caliente o frío de aquellos rostros y neuronas que vibran en
esos lienzos, que están esperando una caricia o que alguien les dedique un verso
o un momento de su tiempo.
No cabe duda de que se
masticaba por parte de las autoridades del museo un inminente ataque terrorista
en todo regla por el espacio silencioso de las salas por esas fechas, mientras
los protagonistas retratados y toda la corte zarista dormían confiados y
felices en sus orlas, en una especie de homologada dacha dentro del recoleto
museo ruso instalado en la antigua tabacalera malacitana.
Sólo resta colocar junto a
las banderas izadas en la fachada del edificio el rótulo, “Pasen y vean el
mayor espectáculo del mundo, detención y arresto de un peligroso terrorista
disfrazado de turista en trance de inmolarse en el museo ruso de
Málaga”.
2 comentarios:
Horror ,terror y pavor...pero si todos y todas teníamos a Vladimir por un artista frustrado que se dedicaba a trasladar chicas de un club de alterne a otro sin màs maldad que la de ser un chulo- que no es poca_.
Ahora entendemos su manía de decorar las paredes de los clubs con láminas Picasianas. . .
Lo que te inculcan de chico ,no se olvida fácilmente.
Horror ,terror y pavor...pero si todos y todas teníamos a Vladimir por un artista frustrado que se dedicaba a trasladar chicas de un club de alterne a otro sin màs maldad que la de ser un chulo- que no es poca_.
Ahora entendemos su manía de decorar las paredes de los clubs con láminas Picasianas. . .
Lo que te inculcan de chico ,no se olvida fácilmente.
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