Cuando se lo llevaron, buscando
concretamente identificarlo, notó el equipo sanitario que cuatro cartas, sin
remitente y con iconos raros se habían quedado sin abrir dentro de un
archivador junto a la computadora. Al parecer había pasado la mañana en su
cuarto consultando ficheros, perfilando proyectos, escribiendo cositas sin ton
ni son.
Era un hombre agradable, urbano,
sin vicios conocidos, a quien nadie le hubiera asignado vínculos con grupos
extraños o de dudosa moralidad, y nunca, que se sepa, había enarbolado banderas
ni en público ni en privado. Salía poco pero yo lo encontraba a veces y me
gustaba su conversación discreta y amena, que puntuaba con chispas de humor,
fulminando con mucho tino a los falsos profetas, los supuestos próceres del
mundillo estético, aquellos vanidosos de toda calaña, músicos, pintores,
narradores, poetas y actores que salían en las portadas de las revistas. Lo más
destacable –porque rompía con su rutina, mas ilustraba cierta afinidad con el
secreto– es que hace menos de tres semanas acababa de viajar a Méjico, de ida y
vuelta, por Air Madrid, con un servicio envidiable, y sin incidencias ni motivo
aclarado, si acaso por complacencia filial.
Se supo que lo habían encontrado
inconsciente, la cara sobre el teclado del ordenador encendido. Alumbrar
historias, contar cuentos, relatos de pura ficción, era para él una obsesión
continua. Cuando se le paralizó el pensamiento escribía de memoria versos de un
soneto conocido:
“Tengo miedo a perder la
maravilla
de
tus ojos de estatua y el acento
que me pone de noche en la mejilla
la solitaria rosa de tu aliento.
Tengo pena...”.
Y al llegar a ese punto, la voz
quebrada se había cortado en la pantalla, y rota, demasiado pesada, lo había
aplastado...
Una fatalidad. Pues ese mismo día
–por no tener peticiones al respecto– no pasó el butano. Y el cartero –que no
era ni de lejos el de Neruda pero al
menos sabía algo de actitudes cinéfilas– rotundo y contumaz tuvo que pulsar,
dos veces, el timbre de la letra A, cuarta planta, y después de esperar unos
instantes, volver la espalda, llevándose el envío certificado que no había
podido entregarle.
Al enterarme de estos detalles,
corrida la voz por el vecindario, me acordé de que mi desafortunado amigo
acababa de integrarse en un taller literario, donde se fraguaban empeños por
acariciar –fuera de las tertulias triviales– veneros de fabulaciones
originales, de corte sastre ejemplar, en una palabra perfecta, capaces de
suscitar el imaginario del más anquilosado escribidor y despertar la admiración
del lector aburrido. Por eso necesitaba demostrarse a sí mismo que merecía la
pena el intento, que había que mojarse de una puñetera vez y zambullirse en la
piscina sin salvavidas, dado que ya estaba henchido de plazos yermos, de campos
sin aromas, de flores ajadas, porque el tiempo –¡Ay del tiempo, nadie
responde! – corre, nos traspasa, vuela, como el oro entre las manos del
hijo rumboso. Se fijó límites para salir a flote y controlarse. Que hay que
abrirse camino, tío; alza la voz y saca punta al boli electrónico, -pensaba- y
date tono, majete. Enciende la pantalla y espanta a las sombras. Haz de tripas
corazón. Ponte en carne viva en el asador. Ábrete el pecho a la pasión. Hurga
en la llaga y hallarás el hueso del éxtasis. Eran algunas de las proclamas que
en la intimidad de su ser profundo
utilizaba para azuzarse el ánimo y que daban testimonio de su
irrenunciable estirpe.
Ocurrió –así va el mundo de
intratable– que aquel día paulatinamente se fue tornando turbio y frío. Una
espesa bruma, del mar próximo, tomó inexorablemente la ciudad y la oscureció a
destiempo. Se puso la calle septentrional, mortífera, con los faros antiniebla
de los vehículos perforando el espacio comprimido.
Entró en el hospital
inconsciente, colgando de un frágil hilo la esperanza de recobrar las
constantes vitales. Y él, que tantas y tantas entradas y salidas tejió trotando
por sendas, vericuetos y laberintos de poesía viva, disfrutando de su paseada
admiración por las vastas avenidas de letras nacionales y cosmopolitas; o por
sierras semánticas, por picos gramaticales, meandros sintácticos, desentrañando
directas y subordinadas, aventando cosechas idiomáticas, trillando, separando
el buen grano de la cizaña, o confeccionando collares con palabras raras para
lucirlas, se encontró de repente parado al borde del tajo que separaba su mundo
de las amplitudes desconocidas. Buscó febrilmente una salida en el menú de
ayudas sin hallarla, y sencillamente, como aliviado de los tormentos, se
abandonó a la atracción del vacío de antes de la escritura.
Esperando posiblemente que al
renacer, pulcro e inocente, encontraría por fin las vías abiertas, por donde
caminar sin tropiezos y entrar en la gloria que el destino reserva a las almas
puras...
1 comentario:
EH no te habrá sucedido nada grave ?:
Ando un poco desconectada del mundo de las letras ( y del otro).
Esperó verte en alguna Nerjeña tertulia....
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